No es de práctica diplomática habitual en el mundo que a pocos días del final de un mandato presidencial el Gobierno saliente designe nuevos embajadores. Tampoco es considerada como una decisión diplomática seria y responsable. Esas cuestiones no parecen preocupar a la actual conducción del Palacio San Martín, que se encuentra cubriendo un número de embajadas, sea que se encuentran vacantes, con los titulares próximos a la jubilación o al término de funciones previstas en la ley del servicio exterior de la nación. Los nombramientos tampoco responden a una necesidad de urgencia que no pueda esperar a que asuma en breve un nuevo Gobierno.
El argumento gubernamental es que las nuevas designaciones están siendo cubiertas por diplomáticos de carrera. Esa condición, aunque importante en sí misma, sin embargo no altera en nada el hecho de ser enviados por un jefe de Estado próximo a dejar la función, además de condicionar las decisiones del Gobierno entrante, que podría tener una preferencia diplomática funcional distinta. Es una falta de consideración al nuevo mandatario y hasta atenta contra el sentido común.
Además tiene claras implicancias financieras en el caso de que esas designaciones fueran revocadas por la nueva administración. De acuerdo con la ley del servicio exterior y el decreto reglamentario, la designación y el traslado de un embajador, como promedio, tiene un costo que oscila entre los sesenta y los noventa mil dólares, según el coeficiente de destino diplomático, los gastos de embalaje y flete, y la composición familiar del embajador designado.
En este contexto, es lógico preguntarse sobre la necesidad de decisiones que, salvo excepciones, no tendrían efectos diplomáticos inmediatos o urgentes para el interés nacional y, en cambio, aportarían inconvenientes prácticos, administrativos o eventualmente políticos.
Un embajador cuyo plácet sea requerido al final de un mandato presidencial tampoco podrá iniciar las funciones en las mejores condiciones profesionales, aun cuando se apresure en asumir y presente las cartas credenciales antes del 10 de diciembre. Si lo hiciera después a esa fecha, se daría la paradoja de que las cartas firmadas deberían ser cambiadas y rubricadas por el nuevo Presidente, que no intervino en la designación original. Que se trate de un diplomático de carrera no cambia la situación ni altera las consecuencias. Ese procedimiento sería inconcebible y repudiable si la designación recayera en un embajador político que cesa automáticamente por ley el mismo día que concluye el mandato del Presidente que lo designó.
A días de las elecciones presidenciales es un mal mensaje seguir alterando prácticas diplomáticas. También con nuevas designaciones en puestos críticos de la Cancillería, como las que ha advertido con preocupación la Asociación Profesional del Cuerpo Permanente del Servicio Exterior de la Nación (Apsen). Es lamentable que la actual conducción del Palacio San Martín siga produciendo hechos innecesarios que puedan afectar la buena diplomacia que necesita la Argentina.