En este inicio de año el gobierno luce decidido a contener la carrera entre precios y salarios. Lo reconoce elípticamente cuando señala que hay que proteger la competitividad de la economía.
La lógica es simple, primero sumar acuerdos con las principales cadenas de supermercados y electrodomésticos para que mantengan sus precios congelados por un tiempo (febrero y marzo). Luego será tratar de moderar las presiones salariales en las negociaciones con las empresas, que se concentran entre marzo y abril.
Los acuerdos son importantes como punto de partida, pero deben complementarse con otros instrumentos y compromisos más extendidos. De hecho uno de los principales costos de la inflación es el acortamiento de la visibilidad macroeconómica. En otros términos, si sólo se puede generar previsibilidad para los próximos 60 días resulta difícil torcer las expectativas de inflación. ¿Qué va a pasar el día 61 cuando caigan los acuerdos?, se preguntará más de uno.
Tampoco es posible bajar las expectativas si no existe un parámetro público confiable para medir un eventual freno en el ritmo de suba de los precios. Precisamente esta percepción es uno de los componentes clave de la inercia inflacionaria.
La historia económica enseña que no se puede combatir la inflación en secreto. Para que el proceso sea creíble el gobierno debe reconocer explícitamente el problema y exponer los instrumentos que utilizará para desactivarlo. Por ejemplo, es difícil pensar en menos inflación si el gasto público crece más de 30% y se financia parcialmente con emisión monetaria, que crece más de 40%. Menos aún en un proceso de ajuste de precios clave como el tipo de cambio y las tarifas de servicios públicos.
El gobierno tiene las herramientas y el capital político necesarios para desplegar un programa que combine la omnipresente heterodoxia con las cada vez más necesarias correcciones fiscales y, por extensión, monetarias. La estabilización sin cierta austeridad, basada simplemente en la política de ingresos, no constituye un enfoque viable.