En pocos días la sociedad argentina ha sido testigo de una serie de linchamientos como una inquietante reacción en cadena sin control, llegando uno de ellos a terminar con un joven delincuente muerto. Lo llamativo del caso es, que desde los sectores académicamente dominantes del derecho penal, han salido en tropel a repudiar el terrible hecho, lanzando incluso una campaña para tal fin, acusando como instigadores –entre otras cosas– a quienes nos oponemos a un anteproyecto de código penal minimalista. Me resulta, cuanto menos, curiosa esta reacción.
El linchamiento significa la ejecución de una pena sin proceso, defensa ni legalidad. Existen varias teorías respecto a su origen, pero la versión más difundida sostiene que se acuñó en paradójico honor a Charles Lynch, juez de de Virginia, EEUU. Este magistrado tomaba sus resoluciones basado en un aparente estado de necesidad. El país peleaba su Independencia, y –en su entender–, no era necesario un proceso legal para ejecutar a los leales a la Corona Británica. Por eso envió a la horca muchos del bando lealista, consagrando para la historia estos actos como linchamientos, en forzada metonimia.
La premiada película El secreto de sus ojos, cuenta la historia de una tragedia con culpables. Un hombre que viola y mata a una mujer, un sistema que le da impunidad, un asesino precipitadamente libre. En la película, el viudo de la víctima, Ricardo Morales, queda devastado por el asesinato de su joven mujer. Benjamín Espósito, empleado judicial, le promete encontrar al asesino y llevarlo ante los tribunales. Un antiguo conocido de la víctima, Isidoro Gómez, es encontrado culpable de este crimen, juzgado y condenado. Pero apenas un mes después, logra su liberación. A Espósito le toca la difícil tarea de informar a Morales que el asesino de su mujer seguirá libre. Muchos años después, y tratando de encontrar respuestas, Espósito va a visitar a Morales, que se ha mudado a una casa aislada en el campo. Luego de conversar un buen rato, sospecha y espera hasta el anochecer, para descubrir a Morales entrando en un pequeño granero. Avanza y mira por detrás de la puerta: Morales lleva un plato a una celda de cuya oscuridad sale un hombre decrépito, quien resulta ser –viejo y maltrecho– el asesino Gómez, a quien Morales ha mantenido preso durante veinticinco años, durante los cuales ni una sola vez le ha dicho una sola palabra. Gómez, dentro de su celda, se aproxima a Espósito y le ruega que le pida a Morales que aunque sea le hable. Morales, con seriedad, se limita a decirle a Espósito: usted dijo perpetua.
¿A qué viene todo esto? Sucede que de un tiempo a esta parte, el sentir común de los ciudadanos concuerda con una vergonzosa realidad judicial y policial: la falta de castigo por los delitos. Esta percepción conlleva desde que las personas dejen de denunciar los delitos menores, hasta la constatación de que los tribunales absuelven y los jueces sobreseen –a veces por inentendibles cuestiones procesales para el ciudadano de a pie– a legiones de delincuentes, fabricando deliberadamente injusticia. Si lo justo es dar a cada uno lo suyo, en derecho penal, lo justo es dar la pena al culpable.[1]
Existe una verdad inmutable e intemporal que trasunta todas las culturas: la impunidad es un hecho intolerable. Los hombres podemos soportar a un tirano en el poder, podemos tolerar cierta falta de justicia, sobrellevar actos de corrupción, pero el justo castigo de los delitos es un valor clave para cualquier sociedad en cualquier tiempo. ¿Qué pasa cuando este valor se desdibuja? Sobreviene la monstruosa ley de Lynch. Que no tiene que ver tanto con una barbarie social, brutalidad, cobardía y otros epítetos –en parte reales–, que emanaron estos días de las usinas del extraño pensamiento penal hegemónico. Debemos condenar con todas las fuerzas los terribles actos de violencia de los linchamientos (y apoyo la instrucción penal de tales delitos) pero no nos equivoquemos. No somos culpables quienes deseamos un derecho penal sano, ordenado, real, rehabilitador, todo aquello que niegan y desbaratan sistemáticamente quienes nos acusan. En todo caso, si de encontrar culpables se trata, hemos de buscarlos en los numerosos facilitadores, estatales y privados, de la impunidad.
[1] Hernández, Héctor. Fines de la pena. Abolicionismo. Impunidad. Cathedra Jurídica, Buenos Aires, 2010.