Reflexionábamos, en nuestra columna de la semana pasada, acerca de la oportunidad que representan las elecciones primarias abiertas y obligatorias (PASO) para ayudar a la necesaria recomposición y revitalización del sistema político argentino, hoy reducido a un sólo partido. Tras su primera implementación hace dos años, los dirigentes políticos hemos tenido tiempo suficiente para valorar las PASO y el nuevo horizonte que nos ofrecen.
Se tratan de un mecanismo de selección de candidatos por parte de toda la ciudadanía que puede y debe facilitar a la sociedad argentina la calificación de su vida cívica en el corto o en el mediano plazo, en tanto la dinámica natural de la aplicación de este tipo de herramientas en todas las latitudes tiende a aglutinar a las diversas ofertas político electorales en dos grandes polos, uno de centroderecha y otro de centroizquierda, expresivos de reagrupamientos sucesivos de dirigentes y fuerzas políticas por afinidades de ideas y de perfiles programáticos.
Pero las PASO por sí solas no serán suficientes, hace falta además ayudarlas con voluntad política. En el caso de la centroizquierda, para cristalizar una gran confluencia del espacio que sea visualizada como una opción de gobierno efectiva, es necesario dejar atrás una costumbre arraigada en las diferentes versiones del progresismo, que contribuyen a aislarlo y a empequeñecerlo: el hábito de limitarnos a dar testimonio que termina fosilizando nuestra realidad electoral, y nos instala en una zona de peligrosa comodidad, una suerte de permanente vocación opositora y minoritaria.