Dicen que en la vida hay que elegir. El perfil económico de nuestro país no es ajeno a la disyuntiva entre distintos tipos de inserción en el esquema productivo internacional. Intercambiamos con el resto del mundo en base a nuestra estructura económica que fue mutando pero que, a grandes rasgos, siempre conservó un componente esencialmente primario de escaso valor agregado. La especialización en aquel sector en el que Argentina tiene ventajas comparativas no es de por sí mala, sin embargo la concentración de ingresos por parte de los dueños de la producción agropecuaria y su reticencia a los esquemas de redistribución secundaria es la clave que no suele tener en cuenta la doctrina económica ortodoxa a la hora de sugerir un perfil productivo a cada país.
Si queremos entender el rol de Argentina en el comercio internacional sin una posición de victimización histórica, podemos ir a teorías como la del “Sistema Económico Mundial”, popularizada entre la heterodoxia por Immanuel Wallerstein. La misma deja de lado la división estática de un Primer Mundo que busca retroalimentar la dominación material y la opresión geopolítica sobre un Tercer Mundo dependiente del intercambio de productos de mayor complejidad tecnológica y de recursos humanos más capacitados que facilitan el “know how”. En cambio, plantea una visión dinámica, donde al interior de los países periféricos se pueden definir núcleos de poder que van en más de un sentido y existen diferentes estratos de dominación regionales. Así, la tendencia de las últimas décadas con la consolidación de los grandes holdings transnacionales es hacia una creciente “commoditización”; entiéndase por esto la descomposición de determinado producto en el conjunto de insumos básicos que lo conforman, los cuales son uniformes y requieren significativos niveles de escalas de producción para ingresar con peso al mercado internacional.