Tras el anuncio de un nuevo blanqueo público de capitales, el segundo de éste ciclo político, el periodismo le pidió a los especialistas en economía que brindaran su opinión. La demanda era esperable, ya que el economista se vuelve, a pesar de su supuesta neutralidad técnica, el principal consultor político cuando se acercan tiempos críticos. Algunos de los consultados (muy pocos) mencionaron casi al pasar el “grave conflicto ético” que implica este nuevo “perdón” a quienes tienen divisas fuera del circuito legal.
Prácticamente todos se concentraron en pronosticar –a excepción de una estrecha minoría oficialista– que la medida estaba destinada a fracasar dada la crónica “desconfianza” hacia el gobierno. Pero esa reiterada mención a la falta de credibilidad tiene sin embargo poco y nada que ver con la breve impugnación ética improvisada por algunos de los críticos especializados. Se relaciona claramente con otro campo semántico. Hablamos del campo conceptual que nació en torno al homo economicus de la teoría clásica. Como había planteado el no siempre bien interpretado Adam Smith, con este concepto lo que se trataba de hacer era argumentar a favor de una nueva especie subjetiva que tenía como exclusivo mandato velar por su solo y exclusivo interés individual, ya que era actuando de esa forma que el hombre contribuiría inconscientemente a la generación de un círculo virtuoso de progreso colectivo. Aunque muchas veces juzgado como cínico, el teórico escocés del siglo XVIII, que además de economista era profesor de ética y, a diferencia de su antecesor sobre la cuestión, el provocador Bernard de Mandeville, ponía ciertos límites morales a la búsqueda egoísta del propio beneficio.