Tras el anuncio de un nuevo blanqueo público de capitales, el segundo de éste ciclo político, el periodismo le pidió a los especialistas en economía que brindaran su opinión. La demanda era esperable, ya que el economista se vuelve, a pesar de su supuesta neutralidad técnica, el principal consultor político cuando se acercan tiempos críticos. Algunos de los consultados (muy pocos) mencionaron casi al pasar el “grave conflicto ético” que implica este nuevo “perdón” a quienes tienen divisas fuera del circuito legal.
Prácticamente todos se concentraron en pronosticar –a excepción de una estrecha minoría oficialista– que la medida estaba destinada a fracasar dada la crónica “desconfianza” hacia el gobierno. Pero esa reiterada mención a la falta de credibilidad tiene sin embargo poco y nada que ver con la breve impugnación ética improvisada por algunos de los críticos especializados. Se relaciona claramente con otro campo semántico. Hablamos del campo conceptual que nació en torno al homo economicus de la teoría clásica. Como había planteado el no siempre bien interpretado Adam Smith, con este concepto lo que se trataba de hacer era argumentar a favor de una nueva especie subjetiva que tenía como exclusivo mandato velar por su solo y exclusivo interés individual, ya que era actuando de esa forma que el hombre contribuiría inconscientemente a la generación de un círculo virtuoso de progreso colectivo. Aunque muchas veces juzgado como cínico, el teórico escocés del siglo XVIII, que además de economista era profesor de ética y, a diferencia de su antecesor sobre la cuestión, el provocador Bernard de Mandeville, ponía ciertos límites morales a la búsqueda egoísta del propio beneficio.
En la visión contemporánea, la lógica de este homo economicus utilitarista sigue vigente, y fue de hecho revitalizada hace ya algún tiempo por la teoría del Rational Choice, paradigma que, aunque presenta un léxico novedoso, no deparó sorpresas. Se monta sobre el mismo esquema psicosocial de los economistas liberales clásicos: el de un agente que actúa siempre buscando maximizar sus beneficios individuales. Aunque esta conceptualización instrumentalista de la razón resulta cuestionable incluso para la psicología social más esquemática, pues prácticamente asimila los procesos psíquicos humanos a los de una máquina de calcular, ha pasado a ser parte del sentido común de los técnicos del campo en cuestión (y no sólo el de los llamados ortodoxos) y, gracias al prestigio con el que todavía cuenta la economía política, del resto de la sociedad.
Los sentidos sociales sin embargo suelen articular representaciones que se contradicen. Así, aunque a veces opere bajo la ecuación costo-beneficio, el hombre no sólo actúa como agente económico, o en todo caso, no siempre define sus necesidades e intereses de acuerdo con la irreductible lógica de mercado. A veces, sin ser necesariamente consciente de ello, procede contra su “interés egoísta racionalmente planificado”: valora algo más allá de su costo, ama, odia, escribe poesía o se entretiene con la televisión… Cosas de este misterioso ser humano que se resiste a reducir su cerebro a una mera herramienta. Y esto a pesar de la fuerte y nunca menguada penetración ideológica que tiene la doxa monetarista.
Como todos lo sabemos, nuestro país no es la excepción a esto último. Pero todos recordaremos también que, tras el fracaso de la versión criolla del neoliberalismo –que se mantuvo bastante alejado de las recetas de austeridad fiscal–, el electo presidente de Néstor Kirchner pareció haber interpretado el descontento que había generado ese modelo cuyas decisiones habían sido poco racionales (corrijo: que terminaron siendo “racionales” para pocos) y, sobre todo, muy poco éticas. Consecuentemente, planteó en su discurso de asunción la necesidad de castigar a quienes habían ganado con la trasgresión de toda regla de justicia. Se recordará por ejemplo el anunció del “traje a rayas para los evasores”.
Aunque se trataba de un contexto de aguda crisis social, aquel gobierno entendió que la demanda ciudadana de cambio no podía ser interpretada desde un economicismo cuyo agosto parecía haber concluido. Los reclamos recalaban en aspectos de la mente humana que, vaya antigualla, se ligaban sobre todo a la crispación moral.
De ahí la pronta reforma de la Corte Suprema emprendida luego, para citar sólo un ilustre ejemplo. Pero como no sólo de ética vive el hombre, el naciente kirchnerismo planteó además la construcción de un “nuevo modelo productivo”. Se nos decía que el proyecto conjugaría los intereses individuales con los colectivos para generar eso que la presidenta llama todavía “capitalismo nacional”. Sin embargo, y a pesar de los trazos bien definidos del llamado relato, el devenir del modelo terminó en un decisionismo improvisador que demostró su incapacidad para generar un desarrollo equitativo sustentable.
Como hoy nos recuerdan los ya reinstaurados técnicos, todo derivó en la actual “crisis de confianza” que se generó en ese homo economicus que todos llevaríamos dentro. De hecho, la evidencia de que la cosa marchaba mal la dio el propio gobierno con sus pedidos de apoyo patriótico y voluntarista a un “proyecto nacional” que no pudo conjugar sustentablemente solidaridad con economía. De nuestra parte, entendemos sin embargo que la desconfianza que reforzaron los nuevos planteos cercanos al viejo “el que apuesta al dólar pierde” aloja mucho más que el escepticismo económico que se manifestó frente a la desastrosa política económica de la última dictadura, ya que los nuevos pedidos patrióticos arrojaron además un sinnúmero de acusaciones moralistas.
Se recordará a algún jefe de gabinete hablando del patológico amor del argentino por el dólar y por los viajes a Miami. El balnqueo refuerza esta doble moral: pues aunque el gobierno trató de persuadir al homo solidarius y condenar al individualista, lanzó un programa que vuelve a beneficiar exclusivamente a quienes han recurrido a un egoísmo que, contra lo que decía el propio Smith, no reconoce límite ético alguno.