Dando a cambio nuestra privacidad

Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, que a todas luces parece preocupar a todos hoy día, es el número creciente de amenazas a nuestra privacidad.

En los términos más llanos, asumimos que “privacidad” significa que todos tienen el derecho a proceder con sus propios asuntos sin que alguien más -en particular dependencias ligadas a centros de poder- se entere al respecto. Valoramos tanto nuestra privacidad que hemos establecido instituciones y regulaciones para salvaguardarla.

A últimas fechas, nuestras conversaciones a menudo dan un giro hacia cuánto nos preocupa que alguien pudiera piratear nuestros estados de cuenta de tarjetas de crédito y averiguar qué bienes hemos comprado, en qué hoteles nos hemos hospedado o dónde hemos cenado. No importa el miedo que nuestros teléfonos pudieran ser intervenidos sin causa justa: Vodafone, la empresa británica de telecomunicaciones, hizo sonar la alarma sobre agentes más o menos secretos en varios países obteniendo acceso a las personas con las que hablamos y lo que decimos al teléfono.

Por la manera en que hablamos de la privacidad, parecería que la consideramos sagrada, como algo que debe defenderse a cualquier precio, para que no terminemos viviendo en una sociedad gobernada por el proverbial Hermano Mayor de George Orwell: una entidad que todo lo ve y vigila cada una de nuestras acciones y, quizá, incluso cada uno de nuestros pensamientos.

Pero, a juzgar por nuestra conducta, ¿realmente nos preocupa mucho la privacidad? Consideren lo siguiente: hubo una época en que la mayor amenaza a la privacidad de una persona era el chisme; la gente temía que su ropa sucia fuera ventilada en público, preocupada de que eso pudiera dañar su reputación. Sin embargo, actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad híperconectada, muchos de nosotros solo queremos que nos vean.

De esta manera, una mujer que se prostituye (y que, en los viejos tiempos, habría intentando ocultar su oficio tanto a familia como vecinos), se promueve como una “acompañante” y adopta un papel público, quizá apareciendo incluso en televisión. Parejas que en otra época pudieran haber mantenido en privado las dificultades de su pareja ahora se presentan en vulgares programas de TV, revelándose como adúlteros o cornudos, y son recibidos con aplausos. El extraño sentado a su lado en el tren le grita a su teléfono lo que piensa de su cuñada o lo que su asesor fiscal debería hacer. Y el sujeto de una investigación policial de alto perfil -quien, en otra era, pudiera haber abandonado la ciudad o permanecido discretamente en casa, esperando a que pase la ola del escándalo- pudiera más bien incrementar sus apariciones en público y poner una sonrisa en su cara, ya que es mejor ser un ladrón de mala fama que un hombre honesto pero anónimo.

El sociólogo Zygmunt Bauman escribió hace poco en La Repubblica sobre el poder de Facebook y otros medios sociales para hacer que la gente se sienta interconectada. Esto evocó un artículo que Bauman escribió para el Social Europe Journal en 2012, en el cual habla de cómo los medios sociales, como instrumentos para llevar un registro de los pensamientos y emociones de la gente, pueden ser controlados por diversos poderes interesados en vigilancia electrónica. Bauman destaca que, a final de cuentas, ese tipo de violaciones a la privacidad son posibles gracias a la entusiasta participación de la misma gente cuya privacidad está siendo violada. Él argumenta que “vivimos en una sociedad confesional, promoviendo la propia exposición en público del orden de la principal y más fácil disponible, así como discutiblemente la más potente y la única prueba en verdad apta de existencia social”.

En otras palabras, por primera vez en la historia de la humanidad, los espiados están colaborando con los espías para simplificar la tarea de estos últimos. Lo que es más, la persona promedio extrae satisfacción de rendir su privacidad cuando eso le permite sentir como si otros verdaderamente lo “vieran”. (No importa si lo que ellos ven es su comportamiento como idiota o incluso como delincuente).

Una vez que somos capaces de saber absolutamente todo de todos los demás, el exceso de información solo producirá confusión e interferencia. Esto debería preocupar a los espías, más no a los espiados, quienes parecen conformes con la idea de que ellos, y sus secretos más íntimos, sean conocidos por amigos, vecinos e incluso enemigos. A últimas fechas, quizá someterse a ese tipo de exposición es la única forma de sentirse realmente vivo y conectado.

Hablamos mucho de dientes para fuera sobre preocuparnos de la privacidad. Pero, si las acciones hablan con mayor fuerza que las palabras, entonces nuestra privacidad al parecer no tiene tanta importancia para nosotros. Cuando menos, no tanta como el reconocimiento

Paren las rotativas: Julio César fue asesinado

Esta primavera me encontré con una historia publicada en varios periódicos europeos: que en los suburbios de París, un profesor había llevado a un grupo de estudiantes a creer que el mundo es controlado por una secta oculta, conocida como los Illuminati. Después de examinar la noticia con mayor detenimiento, creo que había surgido de una sola fuente: un periodista, presuntamente corto de material, que se había cruzado con una clase que devoraba informes en línea de una supuesta conspiración mundial por parte de los Illuminati.

Los Illuminati también han aparecido recientemente en las noticias, incluyendo un artículo sobre las teorías de la conspiración que se están extendiendo como reguero de pólvora en las escuelas; y los resultados de una encuesta muestran que 1 de cada 5 personas en Francia cree en la existencia del grupo. En última instancia, todos estos artículos parecen volver a dos puntos fundamentales: primero, que hay una gran cantidad de material en Internet dedicado a los Illuminati; y segundo, que un gran número de personas leen este tipo de material. ¿Es éste un material de periodismo contundente?

Es cierto que, mientras que en el pasado los teóricos de la conspiración tenían que consultar libros, además de otras anticuadas formas de medios de comunicación para investigar acerca de los presuntos centros de poder oculto, hoy sólo tienen que navegar por la Web. Allí, van a encontrar una gran cantidad de sitios dedicados a potenciales conspiraciones globales, de los Illuminati a los Sabios de Sión, e incluso, entre ellos, el Foro Económico Mundial en Davos, Suiza.

Gran parte de la vasta literatura sobre el tema es vieja y repetitiva, a pesar de que sin duda ayudó a Dan Brown a escribir el best-seller “Ángeles y Demonios”. (Ofrecí mi propia grotesca interpretación de las teorías de conspiración en “El péndulo de Foucault”, aunque la información no salió de fuentes de Internet, sino de material obtenido en librerías especializadas en ciencias ocultas.) Sin embargo, en Internet, todo lo viejo es nuevo otra vez.

Y en una época en que el populismo está disfrutando de un renacimiento en tantas formas, tal vez sea natural para los teóricos de la conspiración tratar de incitar a las masas mediante la invocación de los miembros (anónimos) de los Illuminati, quienes supuestamente son culpables de todos los males del mundo. Pero esto no explica por qué los medios serios de noticias se molestan en tratar este tema.

Tal vez siempre habrá algunos periodistas que prefieren acceder a una historia monótona e irrelevante que admitir que no tienen nada realmente sensacional que reportar. Lo que es notable es que los lectores no sólo aceptan esas notas de la no-noticia, sino también las consumen con agrado. (Probé esta teoría, mostrando uno de los artículos de los Illuminati a algunos conocidos Su respuesta en general fue algo así como: “¡Mire nada más eso! Quién lo hubiera pensado”).

Y esto nos lleva a una conclusión bastante triste: en el vasto océano en línea, todos y cada uno de los bits de información (no verificada) pueden ser compartidos, desde la biografía de la tía de Hammurabi hasta el color de los uniformes de los soldados en la Guerra de los Siete Años; del tipo de sangre de Napoleón a cuántos dientes perdió Goliat ante la honda de David. Además, Internet se presta a este tipo de “hechos” con un cierto aire de atemporalidad, como si estuvieran recién reportados.

Y así, un periodista especialmente perezoso puede visitar un sitio web al azar, elegir una teoría bien establecida y utilizarla como base para un artículo en profundidad con un titular que comience así: “Sensacional Descubrimiento Histórico.” El periodista podría vender esa historia con la serena convicción de que la información es tan obsoleta que puede ser desempolvada sin temor a que alguno de los lectores proteste. Imagínense un titular a ocho columnas “Estudiosos descubren que César fue asesinado en los Idus de marzo”, y el editor alabando al periodista: ”Ahora bien, ¡esto es lo que yo llamo adelantarse con la noticia!”

Por todos los beneficios que tiene, Internet puede ser un paraíso para los periodistas perezosos que recurren a la presentación de informes sobre las teorías de conspiración o haciendo resurgir hechos establecidos como impactantes primicias. Corresponde a los lectores rechazar este tipo de periodismo, para exigir más que el status quo. Después de todo, ¿no es eso lo que harían los Illuminati?

El precio de dejarse llevar por un fetiche

Si usted hojea catálogos de casas de subastas como Christie’s o Sotheby’s, verá que, además de obras de arte, libros raros y manuscritos autografiados, también venden lo que se conoce como “memorabilia” o conjuntos de recuerdos: los zapatos que tal o cual estrella de cine calzó en el papel que lo llevó al éxito, una pluma que perteneció alguna vez a Ronald Reagan y así por el estilo. Sin embargo, existe una diferencia entre ser un coleccionista apasionado, indiferente a cuán grotescos pudieran ser los artículos, y la fetichista caza de dicho conjunto de recuerdos.

Si consulta uno de los boletines informativos dedicados a coleccionistas, usted descubrirá que la gente colecciona cosas como paquetes de azúcar, tapas de botellas de Coca-Cola y tarjetas telefónicas. Personalmente, creo que es más noble coleccionar estampillas que tapas de botellas, ¿pero quién soy yo para juzgar? El corazón quiere lo que el corazón quiere. Estos coleccionistas pudieran ser obsesivos, pero su pasión y entusiasmo por lo menos son comprensibles.

Sin embargo, es otra cosa si se desea a cualquier precio ese par -y solo ese par- de zapatos usados por una estrella de cine. Ahora bien, si usted coleccionara cada par de zapatos posible usado por alguna estrella de cine, habría algún método en la locura. Pero, ¿qué hace uno con un solo par?

Pensé en esto hace poco, cuando descubrí dos interesantes artículos noticiosos en La Repubblica. El primero era sobre Matteo Renzi, el primer ministro de Italia, quien había presentado 170 automóviles de lujo pertenecientes al gobierno para subasta en eBay. Entendería si alguien quisiera un Maserati y aprovechara esta oportunidad para comprarlo (aunque fuera uno con mucho kilometraje) a precio de remate. Pero, ¿cuál es el sentido de involucrarse en una guerra de ofertas por el Maserati – quizá pagando a final de cuentas dos o tres veces su valor – solo porque transportó alguna vez a un funcionario gubernamental en particular? Eso no es comprar un automóvil; es dejarse llevar por un fetiche.

El segundo artículo noticioso era sobre los planes para subastar una colección de cartas de amor –algunas de ellas más bien subidas de tono– que Ian Fleming escribió a los veintitantos años. En una de ellas, escribió: “Te beso por todas partes, especialmente [dibujó letras equis para indicar la boca, pechos y genitales] y abrazarte fuerte hasta que chilles”.

Es perfectamente legítimo coleccionar textos autografiados y, dada la alternativa, pudiera ser más divertido tener algunos ejemplos subidos de tono en la propia colección. Sospecho que incluso un coleccionista casual se alegraría de poseer la carta en la que James Joyce le escribió a Nora Barnacle: “Desearía que me golpearas o me dieras una buena tunda. No jugando, querida, en serio y en mi piel desnuda”. O la que Oscar Wilde escribió a su amado Lord Alfred Douglas: “Es una maravilla que esos labios tuyos de pétalo de rosa roja fueran hechos tanto para la locura de la música y la canción como para la locura de besar”. En todo caso, cualquiera de las cartas haría un excelente tema de conversación para sus amigos cuando usted sienta ganas de pasar una noche chismeando sobre grandes de la literatura.

Sin embargo, lo que carece de sentido para mí es el valor que se confiere a ese tipo de artículos en el contexto de la historia literaria y la crítica. ¿Acaso saber que Fleming escribió cartas típicas de muchos adolescentes cachondos disminuye nuestro gozo de sus relatos de James Bond, o altera de otra manera nuestra evaluación crítica de su estilo literario? En cuanto a Joyce, para entender su estilo particular de erotismo literario, no hace falta ver más allá de “Ulises”, particularmente el último capítulo. No importa si la vida personal del autor fue o no definida por la castidad o el libertinaje. La verdad es que muchos grandes de la literatura no escribieron prosa lasciva al tiempo que llevaban vidas virtuosas, sino más bien escribieron prosa virtuosa mientras llevaban vidas lascivas. ¿Cambiaría nuestra opinión de “Los Prometidos” si se saliera a la luz que Alessandro Manzoni era una fiera en la cama y que su insaciable apetito sexual ocasionó que sus dos esposas cayeran muertas de agotamiento?

Pudiera haber una diferencia entre codiciar el Maserati de un político famoso y coleccionar documentos que demuestran la destreza de ciertos autores (física o literaria). Sin embargo, a final de cuentas, ambos se reducen a fetichismo.

El derecho a la felicidad

A veces me pregunto si muchos de los problemas que nos aquejan hoy en día –nuestra crisis colectiva de valores, nuestra susceptibilidad a la publicidad, nuestro insaciable deseo de aparecer en televisión, nuestra pérdida de perspectiva histórica – no podrían atribuirse a un malhadado trozo de texto en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Como reflejo de la fe masónica en la magnificencia y el progresismo del destino, ese documento establece que “todos los hombres son creados iguales, y están dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los cuales están el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. 

Suele decirse que, en la historia de la fundación de naciones, este documento fue el primero en declarar explícitamente que el pueblo tiene derecho a la felicidad más que simplemente el deber de obedecer. Y a primera vista, efectivamente esto parece una afirmación revolucionaria, pero con el tiempo también ha provocado malas interpretaciones.

Se han escrito incontables volúmenes sobre la felicidad, desde tiempos de Epicuro y aun antes. Pero a mí me parece que nadie puede decir definitivamente lo que es realmente la felicidad. Si nos referimos a un estado permanente –la idea de que una persona pueda ser feliz a lo largo de toda su vida, sin experimentar jamás un momento de duda, sufrimiento o crisis-, una vida tal solo podría ser la de una idiota o la de alguien que vive por completo aislado del resto del mundo.

El hecho es que la felicidad -esa sensación de plenitud absoluta, de alborozo, de estar en las nubes- es efímera. Es episódica y breve. Es la alegría que sentimos por el nacimiento de un hijo, al descubrir que nuestros sentimientos de amor son correspondidos, al tener el boleto ganador de la lotería o alcanzar una meta por mucho tiempo acariciada: ganar un Óscar, el trofeo de la Copa Mundial o algún otro logro culminante. Puede ser provocada incluso por algo tan simple como un paseo por una hermosa extensión de campiña. Pero todos estos son momentos transitorios, después de los cuales eventualmente vendrán momentos de miedo y estremecimientos, de dolor y de angustia.

Tendemos a pensar en la felicidad en términos individuales, no colectivos. De hecho, muchos no parecen estar muy interesados en la felicidad de nadie más, tan absortos están en la agotadora búsqueda de la propia. Consideremos, por ejemplo, la felicidad que sentimos al estar enamorados: con frecuencia coincide con la desdicha de alguien que fue desdeñado, pero nos preocupamos muy poco por la decepción de esa persona pues nos sentimos absolutamente realizados por nuestra propia conquista.

La idea de la felicidad individual impregna el ámbito de la publicidad y el consumismo, en el que todo parece constituir un camino hacia una vida feliz: el humectante que nos devolverá la juventud, el detergente que elimina cualquier mancha, el sofá que tan milagrosamente podemos comprar a mitad de precio, la bebida que nos reconfortará después de la tormenta, la carne enlatada en torno a la cual se reúne jubilosa nuestra familia; incluso las toallas sanitarias que les evitan a las mujeres esos momentos de inhibición y bochorno.

Rara vez pensamos en la felicidad al momento de votar o de enviar a nuestros hijos a la escuela, pero casi siempre la tenemos en mente cuando compramos cosas inútiles. Y al comprarlas, pensamos que estamos disfrutando de nuestro derecho a buscar la felicidad.

Pero, a final de cuentas, no somos bestias desalmadas. En algún momento nos vamos a interesar por la felicidad de los otros. A veces eso sucede cuando los medios nos muestran la desgracia en su extremo: niños que mueren de hambre mientras son devorados por moscas, pueblos enteros devastados por enfermedades incurables o barridos por enormes marejadas. En esos momentos no solo pensamos en la desgracia de los demás, sino que podemos sentirnos impulsados a ayudar. (Y, si de paso nos ganamos una deducción de impuestos, pues ni modo.)

Quizá la Declaración de Independencia debió de haber dicho que todos los hombres tienen el derecho y el deber de reducir la infelicidad del mundo, la propia y la ajena. Quizá entonces habría más estadounidenses que entendieran, por ejemplo, que a nadie le conviene oponerse a la ley de atención médica accesible. Por supuesto, como son las cosas, muchos siguen oponiéndose a ella a causa de la equivocada sensación de que esa ley les obstaculizará ejercer otro derecho al parecer inalienable: la búsqueda de felicidad fiscal.

Aquellos que olvidan la historia

Es una verdad obvia que los jóvenes carecen de conocimientos generales de historia. Pero en my experiencia, para los jóvenes el pasado se ha aplanado en una enorme nebulosa indiferenciada. Es por eso que en una carta abierta publicada recientemente en la revista italiana L’Espresso, le recomendé a mi nieto adolescente que ejercitara su memoria aprendiéndose de memoria un poema largo.

Me temo que las generaciones jóvenes de la actualidad corren el riesgo de perder tanto la memoria individual como la colectiva. Las encuestas han revelado dos tipos de falsos conceptos que persisten entre jóvenes evidentemente con estudios: por ejemplo, leí que muchos estudiantes italianos de universidad creen que Aldo Moro fue el líder de la organización militante Brigadas Rojas, cuando en realidad él era el primer ministro de Italia y las Brigadas Rojas fueron las responsables de su muerte en 1978.

Le escribí esa carta a mi nieto en diciembre, más o menos por el tiempo en que cierto video se había vuelto viral en YouTube. Éste era de un episodio de “L’Eredità”, un programa de concursos de la televisión italiana que al parecer elige a los concursantes por su buen aspecto y afabilidad, junto con un mínimo de conocimientos generales. (Podemos suponer que esto es para evitar llenar la trasmisión con gente bonita pero despistada que se devana los sesos solo para responder a preguntas de opción múltiple como: ¿Giuseppe Garibaldi fue un ciclista, un explorador, un líder militar o el inventor del agua caliente?)

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Desenterrando el potencial de Pompeya

La prensa sigue regresando a la suerte de Pompeya en la era actual. La antigua ciudad romana, sepultada por una erupción del monte Vesubio en el año 79 de nuestra era y excavada a lo largo de los últimos siglos, al parecer está a punto de desaparecer de nuevo, pero esta vez debido a la burocracia gubernamental. Algunos detractores pudieran hacerse eco del viejo cliché en el sentido de que la cultura no pone comida sobre la mesa pero, en las manos correctas, Pompeya, destino turístico infaliblemente popular, tiene el potencial de generar jugosas recompensas. Y no soy el primero en decirlo.

En 1988, IBM comisionó un libro sobre la manera de preservar la herencia cultural de Italia. El resultado fue titulado “Le Isole del Tesoro: Proposte per la Riscoperta e Gestione delle Risorse Culturali” (Las islas del tesoro: Propuestas para el redescubrimiento y administración de recursos culturales”). El hermoso volumen contenía algunos de mis propios estudios, así como colaboraciones del historiador del arte Federico Zeri, el arquitecto Renzo Piano y el economista Augusto Graziani, a la par de una contribución del académico de la semiótica Omar Calabrese y un debate moderado por el historiador del arte Carlo Bertelli.

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