Vivimos en una sociedad matriarcal que ha estado acostumbrada por décadas al maltrato, a la vejación y a los sueños rotos. Nuestros barrios y urbanizaciones, gobierno tras gobierno, se han vestido de distintos colores, dejando su memoria al abandono, para conseguir el tan esperado rescate por parte del “Papá Estado”, que nunca termina de responsabilizarse por la educación, por ser un buen mayordomo de la gerencia pública, por ser un facilitador, más que un proveedor.
Y es que no hace falta escuchar, ver o leer a sabios analistas para entender que el maltrato recibido por generaciones ha dejado secuelas, las cuales hemos sentido con mucha más intensidad en estos últimos años, dada la descomposición social y crisis de valores, generando como consecuencia nuevos códigos de conducta, transgredidos por la propia necesidad de supervivencia, esa de la que tanto habló Freud y la que en nuestro caso se genera en vista de las alarmas que se prenden en los cuatro rincones de nuestra geografía nacional.
A ese “Papá Estado” irresponsable, dejado, desteñido, botarata y malhumorado no le hemos reclamado lo suficiente. No le hemos pedido que cumpla su rol como debe ser, sin excusas, sin terceros culpables. Un “Papá Estado” que nunca dio la talla y que empeora nuestra situación con el pasar del tiempo. Pero bueno, como en todo matrimonio ambas partes tienen algo de culpa. Allí entramos a la historia de la mamá que todo lo soporta: golpes, maltratos psicológicos, amenazas, violaciones, infidelidad, desatención y pare usted de contar. Esa mamá que tiene mucha culpa, aunque sea víctima a la vez. Una mujer hermosa, inteligente, pero con grandes complejos y baja autoestima. Ella no se ha dado cuenta que vale oro y que en sus propias ideas está la verdadera solución para su hogar y no en un nuevo marido de turno. Continuar leyendo