Por: Vladimir Kislinger
Vivimos en una sociedad matriarcal que ha estado acostumbrada por décadas al maltrato, a la vejación y a los sueños rotos. Nuestros barrios y urbanizaciones, gobierno tras gobierno, se han vestido de distintos colores, dejando su memoria al abandono, para conseguir el tan esperado rescate por parte del “Papá Estado”, que nunca termina de responsabilizarse por la educación, por ser un buen mayordomo de la gerencia pública, por ser un facilitador, más que un proveedor.
Y es que no hace falta escuchar, ver o leer a sabios analistas para entender que el maltrato recibido por generaciones ha dejado secuelas, las cuales hemos sentido con mucha más intensidad en estos últimos años, dada la descomposición social y crisis de valores, generando como consecuencia nuevos códigos de conducta, transgredidos por la propia necesidad de supervivencia, esa de la que tanto habló Freud y la que en nuestro caso se genera en vista de las alarmas que se prenden en los cuatro rincones de nuestra geografía nacional.
A ese “Papá Estado” irresponsable, dejado, desteñido, botarata y malhumorado no le hemos reclamado lo suficiente. No le hemos pedido que cumpla su rol como debe ser, sin excusas, sin terceros culpables. Un “Papá Estado” que nunca dio la talla y que empeora nuestra situación con el pasar del tiempo. Pero bueno, como en todo matrimonio ambas partes tienen algo de culpa. Allí entramos a la historia de la mamá que todo lo soporta: golpes, maltratos psicológicos, amenazas, violaciones, infidelidad, desatención y pare usted de contar. Esa mamá que tiene mucha culpa, aunque sea víctima a la vez. Una mujer hermosa, inteligente, pero con grandes complejos y baja autoestima. Ella no se ha dado cuenta que vale oro y que en sus propias ideas está la verdadera solución para su hogar y no en un nuevo marido de turno.
Lamentablemente esta situación, en plena crisis, contamina la “atmósfera” del hogar, dejando a los hijos en una situación lamentable, por decir lo menos. Niños que a la buena de Dios terminan desmotivados, con un bajo rendimiento, con pocas esperanzas y un futuro que no pinta muy claro. Niños que al crecer, en vez de convertirse en esa generación de creativos, termina repitiendo y aceptando la historia del “Papá Estado” y de la mamá que todo lo soporta. Lamentablemente para este tipo de jóvenes el foco no está en la superación, en el logro de metas planteadas. Está en la propia inseguridad de su núcleo familiar, inestable, desesperado en su conflicto sin salida aparente.
En consecuencia el divorcio debe ser, es y será inminente. El “Papá Estado” debe salir de casa, de manera definitiva. La mamá que lo aguanta todo, Venezuela, debe responsabilizarse por su destino, rompiendo paradigmas y haciéndose escritora de su propio futuro. A los hijos, la nueva generación de venezolanos que tiene todo un reto faraónico por delante, les toca fuerte, pero teniendo una oportunidad de oro para refundar una nación que más temprano que tarde se levantará de las cenizas, esos escombros que más que materiales son mentales y espirituales. Una nueva alma, cual hombre nuevo, debe levantarse en nuestro hogar. No se trata de ir en una u otra dirección. Se trata de entender el rol de cada quien y mirar el camino por el que andemos.
Venezuela demanda la autocrítica, el dejar los etnocentrismos y prejuicios a un lado, romper con el cortoplacismo, olvidar por completo con la cultura del “más vivo” que termina siendo el “más bobo”, de seguir adelante, de olvidar que nadamos en petróleo, de entender que las riquezas naturales no son ventajas competitivas sino comparativas, de pensar en serio en la investigación como eje transversal para la evolución de nuestro pueblo. De ser mejores día a día.
¿Qué les parece si dejamos de hablar de los problemas en tercera persona y los adoptamos como propios?