La nacionalidad es un sentimiento de pertenencia y de responsabilidad. Es la intuición del conjunto que nos contiene y la aspiración a un destino superior que nos mueve al unísono. Para ser viable, una nación requiere la comunión balanceada de los intereses de sus individuos dentro de esa gran intuición de conjunto. Debe ser, antes que nada, una comunidad. Es decir: el común de muchos. Y quienes aspiren a ser sus dirigentes deberán poseer el arte de comprender ese anhelo, de sentir el pulso subterráneo que aglutina a un grupo de individuos en una comunidad y entonces cumplir con el deber de darle forma, en sus derrotas y en sus victorias. El dirigente debe darle estructura política a la esencia cultural de un pueblo que quiere ser comunidad.
El nuevo Código Civil recorre el camino inverso. Desanda el rumbo de la comunidad. Desteje el entramado (roto) del tejido social y lo suplanta por una legislación con el foco sobre el individuo. Consagra la arbitrariedad del hombre solo. Representa la renuncia de la dirigencia a su deber de proteger la comunidad que le da su razón de ser a la nación. Configura, desde su núcleo conceptual, la rendición en toda la línea al intento de ser una comunidad. Formula la consagración, en cuerpo legal, del individualismo. Sustancia la pauta progresista que bajo la falsa bandera de la ampliación de derechos nos deja el presente griego de este código que mina la superestructura de la sociedad. Continuar leyendo