La comunidad desorganizada

Walter Habiague

La nacionalidad es un sentimiento de pertenencia y de responsabilidad. Es la intuición del conjunto que nos contiene y la aspiración a un destino superior que nos mueve al unísono. Para ser viable, una nación requiere la comunión balanceada de los intereses de sus individuos dentro de esa gran intuición de conjunto. Debe ser, antes que nada, una comunidad. Es decir: el común de muchos. Y quienes aspiren a ser sus dirigentes deberán poseer el arte de comprender ese anhelo, de sentir el pulso subterráneo que aglutina a un grupo de individuos en una comunidad y entonces cumplir con el deber de darle forma, en sus derrotas y en sus victorias. El dirigente debe darle estructura política a la esencia cultural de un pueblo que quiere ser comunidad.

El nuevo Código Civil recorre el camino inverso. Desanda el rumbo de la comunidad. Desteje el entramado (roto) del tejido social y lo suplanta por una legislación con el foco sobre el individuo. Consagra la arbitrariedad del hombre solo. Representa la renuncia de la dirigencia a su deber de proteger la comunidad que le da su razón de ser a la nación. Configura, desde su núcleo conceptual, la rendición en toda la línea al intento de ser una comunidad. Formula la consagración, en cuerpo legal, del individualismo. Sustancia la pauta progresista que bajo la falsa bandera de la ampliación de derechos nos deja el presente griego de este código que mina la superestructura de la sociedad.

El nuevo Código Civil ha despojado a la familia argentina de su rango fundacional de la comunidad argentina. Si la paternidad es un concepto atado a la “voluntad procreacional”. Si la fidelidad (verdad) y el respeto (el otro) mutuos ya no son requisitos para la viabilidad de un matrimonio. Si el vínculo puede ser disuelto por la sola voluntad de una de sus partes. Si los hijos a los 13 años son imbuidos de prerrogativas de opinión sin su consecuente responsabilidad. Si contraer o no matrimonio da lo mismo. En definitiva: si lo que manda es la voluntad individual por sobre la responsabilidad colectiva, estamos ante el sustento legal y la consagración del capricho ocupando el lugar de la libertad.

Se argumenta a favor de este nuevo código que viene a aggiornar las reglas según los nuevos usos sociales. Este solo argumento demuestra que el cuerpo político se niega a hacerse la pregunta clave: ¿Por qué la sociedad tiene estas costumbres? ¿Son parte de su crecimiento como comunidad o son consecuencia de sus crisis? ¿El individualismo es una costumbre que debe ser legislada o un quiebre de la sociedad misma? ¿El dirigente debe acomodar las leyes para acompañar las coyunturas sociales o debe primero pensar en qué comunidad tiene entre manos, por qué a esa comunidad la atraviesan determinadas coyunturas y ofrecer a la sociedad lo que la nación necesita?

La respuesta tenemos que buscarla en otra pregunta: ¿Tenemos dirigentes con aspiración de servir a su comunidad o políticos pagadores seriales de asesores de imagen y encuestadoras?

Resignarse a la impotencia y cristalizar lo que no se puede cambiar disfrazándolo de progresismo es la política negando su deber principal: proveer a la comunidad de lo que la comunidad necesita para ser tal.

La política debe huir de la comodidad para rencontrarse con su sentido de servicio.