Es de gran relevancia destacar que en la tradición liberal está presente la rebelión contra el abuso insoportable del poder. En la obra más conocida y citada de John Locke puede decirse que comenzó el tratamiento sistemático de esa tradición donde se subraya que “Aquél que ejerciendo autoridad sobrepasa el poder que le fue otorgado por la ley y utiliza la fuerza que posee a su mando para gravar sobre sus súbditos obligaciones que la ley no determina, por ello mismo deja de ser juez y se le puede oponer resistencia, igual que a cualquier persona que atropella el derecho de otra por la fuerza”.
En este contexto, se trata de un contragolpe de Estado, puesto que el golpe de Estado original lo dieron quienes avasallaron derechos, atropellaron instituciones clave de una república que, como es sabido, significa alternancia en el poder, transparencia en los actos de gobierno, responsabilidad de los gobernantes ante los gobernados, igualdad ante la ley anclada en el “dar a cada uno lo suyo” de la Justicia y división e independencia de poderes.
Por supuesto que pude suceder, y de hecho sucede, un golpe de Estado contra un sistema republicano, lo cual es condenable desde toda perspectiva moral, pero aquí nos referimos al contragolpe en el sentido explicado.
La antes referida tradición de pensamiento se basa en el aspecto epistemológico del no sé socrático como razón para no entrometerse en las vidas y las acciones legítimas de otros, además del aspecto ontológico del necesario respeto a las personas. El derecho romano y el common law constituyeron bases institucionales del espíritu liberal junto a los aportes de la escolástica tardía. Pero con Sidney y Locke, como queda expresado, comenzó la sistematización de los marcos institucionales que posteriormente Montesquieu fortaleció en esa primera etapa, especialmente resumida en su pensamiento en cuanto a que “una cosa no es justa por el hecho de ser ley, debe ser ley porque es justa”.
La revolución estadounidense -un espejo en el que se miraron muchas de las naciones libres del planeta- tomó la idea del derecho de resistencia en su Declaración de la Independencia, donde consigna claramente que “cuando cualquier forma de gobierno se torna destructivo para estos fines [los derechos inalienables de los gobernados], es el derecho del pueblo de alterarlo o abolirlo y constituir un nuevo gobierno y establecer su fundación en base a aquellos principios”.
De más está decir que la referida rebelión contra la opresión inaguantable debe hacerse con criterio prudencial para no caer en la misma situación (o peor), solo que con otros gobernantes, como en la práctica han sido la mayor parte de las revoluciones, a diferencia de la norteamericana, por la que se aplicó una política diametralmente opuesta a la autoritaria de Jorge III (de un tiempo a esta parte, Estados Unidos abandonó los principios de los padres fundadores para lo que recomiendo, entre la mucha literatura disponible, Dismantling America de Thomas Sowell). Hasta el momento, en los otros ejemplos, en el mejor de los casos se produjo un alivio más o menos transitorio para luego, en mayor o menor medida, recaer en que los aparatos estatales atropellaran los derechos vitales a la libertad y a la propiedad.
Incluso en otros casos, la situación después de la revolución fue muchísimo peor, como es el ejemplo de la revuelta de Castro contra las tropelías inaceptables de Batista. En otros casos, el alivio fue grande, como es el ejemplo de Hitler. Salvando las distancias, la revolución popular contra Ferdinand Marcos también permitió un paréntesis en el totalitarismo. Lo mismo va para el caso de la tiranía rosista y, con independencia de los graves desbarranques posteriores, similar fenómeno ocurrió con la sublevación como consecuencia del sistema opresivo de Perón contra la libertad de prensa y las libertades básicas de las personas y también de otros dictadores latinoamericanos, y mucho antes que eso, los movimientos revolucionarios independentistas (por ejemplo, constituye una sandez oponerse a la Revolución de Mayo en lo que luego fue suelo argentino contra un déspota que había reemplazado a otro sátrapa en España). Las revueltas que desembocaron en el derrumbe del Muro de la Vergüenza en Berlín despertaron enormes esperanzas en los espíritus libres. Claro que hay cuestiones de grado que hacen diferencias por lo que no puede meterse todo en la misma bolsa.
En todo caso, tal como reza la citada declaración norteamericana, la gente tiene el derecho a defenderse contra ataques permanentes a su dignidad y consiguientes autonomías individuales en manos de gobiernos que teóricamente se han instalado para proteger los derechos de todos, por ello, como queda dicho, se trata de un contragolpe, puesto que el golpe de Estado lo dan quienes desmantelan instituciones fundamentales de la República.
Pero lo más importante es comprender que las revoluciones no producen milagros, en casos extremos permiten espacios de mayor respeto que resultan muy efímeros si no hay ideas suficientemente sólidas como para reemplazar lo que venía ocurriendo. Si no es así, en definitiva, se habrán consumido energías y recursos sin resultados que compensen los sacrificios, los desgastes y los conflictos que así se convierten en infructuosos.
La educación es la clave para contar con sociedades libres. Un traspié que obligue a sustituir el gobierno y llamar a elecciones en el plazo más rápido posible no hará que nada cambie si previamente no se han entendido y aceptado los fundamentos y las ventajas de la sociedad abierta.
No hay iluminados que deban imponer sus ideas a otros. No hay la peligrosa fantasía del filósofo rey, sino la necesidad de establecer instituciones que dificulten el abuso del poder. Se trata de fortalecer las democracias entendidas como el respeto de las mayorías a los derechos de las minorías. No dictaduras electas ni cleptocracias basadas en la tiranía del número, sino en la entronización del derecho de cada cual sin que energúmenos instalados en el gobierno se arroguen la facultad de manejar a su arbitrio las vidas y haciendas de los demás. Ya desde los inicios de la República, Cicerón advirtió que “el imperio de la multitud no es menos tiránico que la de un hombre solo, y esa tiranía es tanto más cruel cuanto no hay monstruo más terrible que esa fiera que toma la forma y el nombre del pueblo”.
En esta instancia del proceso de evolución cultural, solo hay dos posibilidades de formas de gobierno: la democracia y el gobierno de facto. Esta última forma constituye una irregularidad, puesto que se sale de la elección de la gente para sustentarse solamente en la fuerza. Todos los gobiernos de cualquier color o formato son de fuerza (de eso se trata), pero el que asume de facto lo es en mayor medida por la razón apuntada, situación que debe modificarse cuanto antes para volver a la normalidad democrática, no entendida como otra ruleta rusa: la mayoría ilimitada que generan los Chávez de nuestra época, en cuyo caso competirán dos formas de gobierno que avasallan libertades y aniquilan todo vestigio de contralor republicano.
Es de interés enfatizar que en no pocos casos, aunque la opresión resulte manifiesta, no es para nada aconsejable sustituir a los gobernantes en funciones por dos motivos centrales. En primer lugar, debido a que, a pesar de los sufrimientos de la gente, se hace necesario que el gobierno de turno absorba las consecuencias de su propia mala praxis y no se le dé un pretexto para exculparse y victimizarse, como, por ejemplo, es hoy el caso argentino en el contexto de una atmósfera estatista que incluye en gran medida a la oposición. En segundo lugar, también en la opinión pública prevalecen aquellas ideas estatistas y, por ende, en última instancia autoritarias, que rechazan los modales, pero adhieren “al modelo” del manotazo al fruto del trabajo ajeno, por lo que necesariamente hará que se redoblen los males, a pesar de que en el caso argentino, además de los ataques grotescos a la Justicia, acaba de decidir el Gobierno aplicar tareas de inteligencia interna para detectar y castigar “golpes de mercado” (es para un guión de Woody Allen si no fuera dramático).
Por lo dicho es que con urgencia debe trabajarse en la educación a los efectos de la defensa propia, es decir, la imperiosa necesidad de entender qué significa vivir en libertad y no simplemente declamar acerca de una democracia falsificada que de contrabando se transforma en otra forma de absolutismo. De todos modos, por ejemplo, es de desear que pueda tener lugar un exitoso contragolpe de Estado en Corea del Norte antes que se les vaya la vida a tantos ciudadanos desesperados por las botas de un sátrapa asesino (botas son las de sus súbditos, porque el megalómano de marras usa taquitos altos para parecer más alto).
Como muchas veces se ha señalado, no es conducente poner el carro delante de los caballos y dedicarse a los políticos del momento, ya que naturalmente no aceptarán otro discurso que el que es capaz de digerir la opinión pública y si no se hace nada para modificarla en la dirección de una sociedad libre, no puede esperarse un discurso distinto que el que conduce al abuso del poder. Si no hay suficientes esfuerzos educativos, se estará en una encerrona imposible de sortear.
En general hay pereza para dedicarse a las faenas de explicar y difundir los fundamentos éticos, económicos y jurídicos de vivir en libertad, porque se piensa que es más rápido y eventualmente más lucido desempeñarse en la arena política. Esto no es cierto, si nos encontramos en un ámbito estatista, es completamente inútil tratar de influir a los políticos del momento con ideas contrarias, ya que inexorablemente serán rechazadas si es que los políticos pretenden seguir en ese oficio.
Se dice que es una tarea a largo plazo la educativa, pero si ese es el diagnóstico y la receta adecuada para revertir los problemas, cuanto antes se comience se acortarán los plazos. Es curioso, pero en muchos casos desde hace décadas se viene recitando la misma cantinela sin percatarse de que si se hubieran puesto manos a la obra ya estaríamos en el instante eureka, “el largo plazo”. No es mi autor favorito, pero Mao Tse Tung decía con razón que “la marcha más larga comienza con el primer paso”.
En resumen, la mejor manera de evitar los contragolpes de Estado (generalmente fallidos en el sentido de la reincidencia o incluso el engrosamiento del estatismo) consiste en ocuparse de las tareas educativas mencionadas al efecto de despejar telarañas mentales, lo cual beneficia a toda la comunidad, pero muy especialmente a los más necesitados.