Hay autores que escriben para el momento en que viven, por lo que, leídos al tiempo, sus trabajos carecen de interés. Es lo que también pasa con los que circunscriben sus escritos a la coyuntura; artículos, ensayos y libros que, vistos a la distancia, no resultan atractivos como no sea para algún eventual registro historiográfico. Con Adam Smith, especialmente en su primer libro de 1795 sobre sentimientos morales y en su obra de 1776 sobre economía, sucede que casi todo lo consignado es aplicable a la actualidad.
Al cumplirse doscientos años de la muerte de Adam Smith escribí un largo ensayo que se reprodujo en 2003 en un libro de mi autoría publicado en Caracas por el Centro de Divulgación del Conocimiento Económico (Cedice) bajo el título: El liberal es paciente. En aquel ensayo que se incluyó como un post scriptum del referido libro, pretendí abarcar lo más relevante de este destacado pensador escocés, incluso aspectos de su vida que estimé importantes en conexión con su escarceo intelectual. En esta ocasión, en cambio, me circunscribo a comentar muy brevemente algunos pasajes de sus dos obras mencionadas (para facilitar información al lector indico con las siglas SM su primera obra y con RN la segunda).
“Lo que más rápidamente aprende un gobierno de otro es el de sacar dinero de la gente” (RN). Así es, por eso hay que tener cuidado, por ejemplo, al sugerir un nuevo impuesto para reemplazar a los vigentes, porque los aparatos estatales agregarán el gravamen a los existentes (esto es lo que ocurrió, por caso, cuando originalmente se propuso el tributo al valor agregado).
“El hombre del sistema […] está generalmente tan enamorado de la belleza de su propio plan de gobierno que considera que no puede sufrir ni las más mínima desviación de él. Apunta a lograr sus objetivos en todas sus partes sin prestar la menor atención a los intereses generales o a las oposiciones que puedan surgir; se imagina que puede arreglar las diferentes partes de la gran sociedad del mismo modo que se arreglan las diferentes piezas en un tablero de ajedrez. No considera para nada que las piezas de ajedrez puedan tener otro principio motor que la mano que las mueve, pero el gran tablero de ajedrez de la sociedad humana tiene su propio motor totalmente diferente de los que el legislativo ha elegido imponer” (SM).
Nada más ajustado a la realidad: la soberbia de los gobernantes no toma en cuenta las diversas necesidades, sino sus propios caprichos y deja de lado el hecho del conocimiento disperso y fraccionado en la sociedad para, en cambio, concentrar ignorancia al centralizar decisiones en oficinas burocráticas, con todos los consecuentes desajustes que se suceden. El “hombre del sistema” conforma una caracterización muy ajustada a la arrogancia de los planificadores que ni siquiera se percatan de que, al distorsionar precios relativos con sus irrupciones, dificultan la evaluación de proyectos y la misma contabilidad al registrar precios que no corresponden a las respectivas estructuras valorativas en el mercado para sustituirlas por simples números que no permiten conocer el grado en que se desperdicia capital debido a la mencionada desfiguración.
“Por tanto, resulta altamente impertinente y presuntuoso que reyes y ministros pretendan vigilar la economía de la gente […] Dejemos que aquellos se ocupen de lo que les corresponde, y podemos estar seguros de que estos se ocuparán de lo suyo” (RN). Efectivamente, sobre todo presuntuoso por las razones apuntadas. Por otra parte, el monopolio de la fuerza que denominamos Gobierno, en un sistema republicano, debe ocuparse principalmente de la seguridad y la justicia, que naturalmente descuida no sólo por una cuestión de recursos, sino especialmente porque si interviene afectando la propiedad privada, no puede, al mismo tiempo, sostener la justicia, es decir, el “dar a cada uno lo suyo”.
“El productor o comerciante […] solamente busca su propio beneficio, y en esto, como en muchos otros casos, está dirigido por una mano invisible que promueve un fin que no era parte de su intención atender” (RN). Con este conocido pasaje Smith pone de relieve dos asuntos de la mayor importancia. En primer lugar, la naturaleza humana (al contrario de los que buscan torcerla con la pretensión de fabricar “el hombre nuevo” y otras necedades petulantes), esto es, que todas las acciones humanas se deben al interés personal, en verdad una perogrullada, porque si no está en interés de quien actúa, no se sabe en interés que quién pueda estar. En segundo lugar, esa afirmación que desarrolla en el libro en cuestión apunta a poner de manifiesto el complejo entramado social que no estaba en la intención de cada cual al perseguir su interés (siempre legítimo si no se lesionan derechos de terceros).
En esta misma dirección del interés personal, el autor explica: “Prácticamente en forma constante al hombre se le presentan ocasiones para ser ayudado por su prójimo, pero en vano deberá esperarlo solamente de su benevolencia. Tendrá más posibilidades de éxito si logra motivar el interés personal de su prójimo y mostrarle que en su propia ventaja debe hacer aquello que se requiere de él. Cualquiera que propone un convenio de cualquier naturaleza está de hecho proponiendo esto. Dame aquello que deseo y usted tendrá esto que necesita. Este es el sentido de un convenio, y es la manera por la cual obtenemos de otros los bienes que necesitamos. No debemos esperar nuestra comida de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino que se debe a sus propios intereses. No nos dirigimos a su humanidad sino a su interés personal, y nunca conversaremos con ellos de nuestras necesidades sino de sus ventajas” (RN).
Todo lo cual para nada excluye la benevolencia a que Smith precisamente alude en las primeras líneas con que abre su primer libro que venimos mencionando: “Por muy egoísta que se supone que es una persona, hay evidentemente algunos principios en su naturaleza que lo hace interesarse en la suerte de otros y vincula su felicidad con la propia, aunque no le reditúe nada, excepto el placer de comprobarla” (recordemos que su colega Adam Ferguson también escribió: “El término benevolencia no es empleado para caracterizar a las personas que no tienen deseos propios, apunta a aquellos cuyos deseos las mueven a procurar el bienestar de otros”). Como hemos dicho en otras oportunidades, la caridad es por definición realizada con recursos propios, de modo voluntario y si fuera posible, de manera anónima. Arrancar recursos del fruto del trabajo ajeno no es caridad, es un atraco. En este contexto es indispensable el uso de la primera persona del singular y no recurrir a un micrófono para declamar en la tercera persona del plural (“Put your money where your mouth is” resulta una aforismo muy ilustrativo).
De más está decir que toda la lucha de Smith contra las falacias de la autarquía mercantilista basadas en el interés de las partes se aplican de modo especial al comercio exterior, por lo que afirma el autor: “El interés de una nación en sus relaciones comerciales con otras es igual al de un comerciante respecto de las diversas personas con quienes trata: comprar barato y vender caro. Las posibilidades de comprar barato serán mayores si se permite que la libertad de comercio estimule a las naciones a comprar los bienes que pueden comprar, y por la misma razón venderán caro en la medida en que los mercados tengan la mayor cantidad de compradores posible” (RN).
En otro orden de cosas, el filósofo-economista escocés ofrece un buen mojón o punto de referencia para sopesar la conveniencia o la inconveniencia de una acción basándose en un personaje imaginario que denomina “el observador imparcial”, por lo que escribe: “Cuando nos ponemos en la posición de espectadores de nuestro propio comportamiento, nos imaginamos qué efectos producirá sobre nosotros. Este es el único espejo en el que podemos en alguna medida mirarnos como nos miran los ojos de otras personas y así evaluar nuestra conducta […] Hay dos ocasiones diferentes en donde examinamos nuestra propia conducta y la vemos a la luz con que un espectador imparcial podría verla: primero, cuando estamos por actuar, y segundo, después de haber actuado” (SM).
Respecto a la presión tributaria, este pensador fue pionero en tres siglos de lo que hoy se conoce como la Curva de Laffer, al señalar: “Los impuestos altos, unas veces debido a la disminución en los bienes sujetos al gravamen y otras como consecuencia del estímulo que se produce al contrabando, se traducen en menores ingresos para el gobierno respecto de aquella situación en donde los impuestos son más moderados” (RN).
Por último, para no cansar con citas, por más jugosas que sean, reproduzco el párrafo que hace referencia a la conveniencia de las desigualdades de rentas y patrimonio (que son consecuencia de las prioridades y preferencias que revela la gente con sus compras y abstenciones de comprar en el mercado): “Cuando hay propiedad, hay desigualdad. Por cada hombre rico habrá por lo menos quinientos pobres y la riqueza de unos pocos supone la indigencia de muchos. La opulencia de los ricos excita la indignación de los pobres, quienes están empujados a invadir aquellas propiedades debido a la necesidad y a la envidia. Solamente bajo el escudo protector del magistrado civil puede dormir tranquilo el propietario, quien ha adquirido su propiedad a través del trabajo de muchos años, tal vez, a través de muchas generaciones” (RN).
Debe tenerse en cuenta la influencia que han tenido los trabajos de Adam Smith. Como destaqué en mi ensayo mencionado al comienzo, Milton Friedman concluye: “The Wealth of Nations se considera en forma unánime y con justicia, como la piedra fundamental de la economía científica moderna. Su fuerza normativa y su influencia en el mundo intelectual revisten gran importancia para nuestro objetivo actual”.
Joseph Schumpeter subraya este éxito al afirmar: “Antes de que terminara el siglo, The Wealth of Nations había conseguido nueve ediciones inglesas, sin contar las que parecieron en Irlanda y los Estados Unidos y se había traducido (que yo sepa) al danés, al holandés, al francés, al alemán, al italiano y al español”.
Recientemente fueron recopilados en dos volúmenes algunos de los estudios de Adam Smith sobre jurisprudencia, crítica literaria, música y otras misceláneas. Lamentablemente, muchos de sus papeles privados fueron destruidos después de su muerte, documentos que seguramente hubieran agregado información valiosa. El estilo, la elocuencia y la vivacidad presentes en la mayor parte de los trabajos de Smith hicieron que Edmund Burke dijera de su primer libro publicado: “Constituye, posiblemente, una de las más bellas expresiones de la teoría moral que hayan aparecido”.