La objeción de conciencia

Alberto Benegas Lynch (h)

Hace un tiempo escribí una larga columna titulada “Acerca del contragolpe de estado” (estado con minúscula, ya que individuo va de esa manera y es precisamente el objeto del cuidado de sus derechos por parte del aparato estatal, por lo menos en teoría). En ese trabajo —que se incluirá como parte de una selección en un libro que he titulado Nada es gratis que publicará próximamente la Fundación Libertad y Progreso de Buenos Aires— me refería a los antecedentes de la resistencia contra los Gobiernos opresivos, argumentos esgrimidos inicialmente por algunos miembros prominentes de la escolástica tardía, por Algernon Sidney y por John Locke, luego retomados por Gobiernos republicanos, como es el caso paradigmático de Estados Unidos en su declaración de la independencia.

Ahora aludo a otro aspecto de la resistencia a los abusos del Leviatán y es desde otra perspectiva, la cual es fundamental, aunque, como se verá, no exclusivamente religiosa. Como es sabido, los padres de la Iglesia cristiana fueron principalmente los griegos Atanasio, Basilio y Juan Crisóstomo y los latinos Ambrosio, Agustín, Jerónimo y Gregorio Magno. Pero hay otros muchos que habitualmente no aparecen en primera fila. Por ejemplo, Lucio Cecilio Lactancio, conocido como “el Cicerón cristiano” (250 d. C.), quien, entre otras cosas, escribió: “Cuando Dios prohíbe matar, no sólo prohíbe el bandidaje que las propias leyes no permiten, sino que nos advierte que ni siquiera hagamos lo que los hombres consideran lícito. Así, a un hombre justo no se le permitirá servir como soldado, ya que su servicio militar es la justicia”.

Con base en esta línea argumental, la objeción de conciencia se centró principalmente en la abstención de participar en guerras y, consecuentemente, en el mandamiento de no involucrarse en el servicio militar, más adelante idea reforzada por algunas denominaciones cristianas mientras otras elaboraron sobre la noción de la guerra justa. Una de aquellas denominaciones que se mantuvieron fieles a los preceptos originales fueron los cuáqueros. Dice Jean-Pierre Cattelain en su libro La objeción de conciencia: “Con los cuáqueros se afirmará el derecho de cualquier individuo, en conciencia, a resistirse al poder civil si le parece que este va en contra de la ley divina, o contra el simple sentido común”.

Esto último me toca de cerca porque la rama Lynch, que fue a Estados Unidos desde Irlanda, era cuáquera, a diferencia de la rama que fue a Chile y la Argentina, que eran católicos, por lo que el capitán Charles Lynch abandonó aquella religión que no le permitía participar en guerras y tener esclavos y se convirtió al catolicismo, que sí permitía ambas cosas. Fue el creador de la lamentable ley Lynch, es decir, el linchamiento, lo cual implica el abandono del debido proceso (en todas las familias se cuecen habas, también soy primo del Che Guevara, quien se definía a sí mismo y a sus huestes como máquinas de matar).

En esta nota periodística me quiero detener muy telegráficamente en tres autores de gran valía y son Étienne de la Boétie, León Tolstói y Henry David Thoreau. Es de gran interés prestar atención a sus propias voces.

Étienne de la Boétie (1530-1563) escribió la obra titulada El discurso de la servidumbre voluntaria, donde sostiene: “¿Acaso no es una desgracia extrema estar sometido a un amo del que jamás podrá asegurarse que es bueno, porque dispone del poder de ser malo cuando quiere? Y, obedeciendo a varios amos, ¿no es tantas veces más desgraciado? […] [El] tirano no dispone de más poder que el que se le otorga […] [Es lamentable] ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo […] ¿Acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer sino arrastrarse? […] si un país no consintiera dejarse caer en la servidumbre, el tirano se desmoronaría por sí solo, sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él. La cuestión no reside en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada […] Son pues los propios pueblos los que se dejan o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal o, peor aun, lo persigue”.

Por su parte, Tolstói (1828-1910), en su ensayo titulado The Law of Love and the Law of Violence, apunta que cuando una persona gobierna sobre el resto, se dice que es despotismo, cuando diez lo hacen, se dice que es la oligarquía, pero cuando el cincuenta y uno lo hace sobre el cuarenta y nueve, se dice: “Es la libertad. ¿Puede haber algo más gracioso por lo absurdo del razonamiento?”. Y en su libro The Kingdom of God Is Within You afirma: “Nuestro país es el mundo, nuestros conciudadanos son la humanidad […] consideramos como anticristiano e ilegal todos los edictos gubernamentales que requieran el servicio militar […] el cristiano no sólo no está obligado a las directivas [dictatoriales] del Gobierno, sino que está obligado a la oposición en defensa de sus vecinos y a recurrir a la fuerza contra los trasgresores de la fuerza […] Mayores son las ventajas que se ganan al no someterse a las demandas del Estado que el someterse a ellas […] La corrupción consiste en robar a las personas industriosas de sus patrimonios a través de impuestos, distribuyéndolos en dirección a la avaricia de los funcionarios, quienes, como contrapartida, están obligados a mantener la opresión sobre la gente”.

En este último libro, Tolstói desarrolla en detalle el concepto de poder político, lo cual, debido a su extensión, no resulta posible incluirlo en una nota periodística, pero es del todo aconsejable consultar ese texto, que es poco conocido, debido a que los lectores han sido encandilados por Ana Karenina y La guerra y la paz. Dicho sea al pasar, en la misma línea argumental de lo que veníamos citando es muy recomendable detenerse en el segundo anexo de esta última obra, porque puede conciliarse con el análisis de los miembros de la escuela escocesa y, más contemporáneamente, de Michael Polanyi y del premio Nobel en Economía Friedrich Hayek en cuando al orden espontáneo.

Finalmente, Henry David Thoreau (1817-1862), en su trabajo titulado Civil Disobedience , después de burlarse de aquellos ingenuos que creen a pie juntillas la propaganda de los Gobiernos en cuanto a que los sumisos son en realidad “buenos ciudadanos” (al efecto de poder explotarlos mejor), afirma: “Los hombres reconocen el derecho a la revolución, esto es, el derecho a rechazar la obediencia y a resistir al Gobierno cuando la tiranía o su ineficiencia es grande e insoportable […] [Lo peor] son aquellos que se sientan con las manos en los bolsillos y no hacen nada […] hay quienes piensan que el remedio puede ser peor que la enfermedad, pero la culpa es del Gobierno que hace las cosas peor […] Bajo un Gobierno que pone en la cárcel injustamente, el lugar apropiado para un hombre justo es la cárcel […] Yo no he nacido para ser forzado […] Ningún Gobierno debería tener derecho sobre mi persona ni sobre mi propiedad”.

Por supuesto que también desde la perspectiva de quienes integran el aparato estatal no hay justificativo para la opresión, la obediencia debida es una pantalla inaceptable para cualquier persona con un mínimo de decencia y sentido común. En el libro antes mencionado de Cattelain, referido a las fuentes de jurisprudencia que tomó el tribunal internacional de Nurenberg para juzgar a los asesinos nazis, contradijo la defensa de estos sicarios: “Acordémonos de que la mayoría de los acusados alegaron su deber de obedecer a las órdenes recibidas de la autoridad legítima. No obstante, el procurador británico observó que ‘llega un momento en que el hombre debe negarse a obedecer a un jefe si quiere ser fiel a su conciencia’. En sus disposiciones, el tribunal de excepción estableció claramente que la obediencia a las leyes y a las órdenes podía ser criminal y que el subordinado debía examinar en conciencia las implicaciones que tendría su sumisión y en caso necesario desobedecer”.

En resumen, la objeción de conciencia, que comenzó en un plano puramente religioso, se extendió a otras esferas, tanto para gobernados, cuando el Leviatán se excede en sus facultades legítimas, como para las órdenes estrafalarias que reciben funcionarios del poder. Desafortunadamente, en la actualidad el positivismo legal ha hecho estragos, incluso en muchas de las Facultades de Derecho, donde la ley vigente no se juzga con mojones o puntos de referencia extramuros de la ley positiva. Ninguna persona razonable puede soportar que el monopolio de la fuerza que denominamos Gobierno pueda hacer lo que le venga en gana con las vidas y las haciendas de la gente basado en leyes que por sus características son a todas luces injustas.