La traducción es clave

Alberto Benegas Lynch (h)

Cuando fui rector de la Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas (Eseade), durante veintitrés años también fui director de Libertas, la revista académica de esa casa de estudios en cuya faena me percaté más claramente de la importancia medular de la buena traducción de textos. Recuerdo que cuando seleccionaba traductores aparecían personajes exhibiendo tarjetas donde se consignaba esa profesión en una tipografía más o menos llamativa, pero, al inquirir cuál era la especialidad, en la mayor parte de los casos respondían que podían hacer el trabajo en cualquier rama del conocimiento, lo cual resultaba suficiente para descartar al postulante de marras.

Con mucha razón, Victoria Ocampo escribió: “No puede traducirse a puro golpe de diccionario”, ya que la traducción literal desfigura y degrada el texto. Se trata de estar muy imbuido no sólo del área en cuestión, sino de contar con riqueza gramatical y gran capacidad de reflejos y flexibilidad cortical para adaptarse a los más diversos escritos, que exigen mucha gimnasia en la pluma. De lo contrario, se asesina el texto, tal como comprobamos en infinidad de casos. Es un lugar groseramente común el repetir aquello de traduttore-traditore para resaltar la dificultad de ese trabajo.

Por supuesto que no se trata de dar rienda suelta a la imaginación, sino de ajustarse a lo que escribe el autor que se quiere traducir. Para justificar el aserto no hace falta más que atender ciertos títulos de producciones cinematográficas, obras de teatro y libros cuyos títulos nada tienen que ver con el original.

Sin duda los problemas graves se suscitan en la poesía, que es mucho más difícil de traducir que la prosa (aunque Jorge Luis Borges sostiene que es más fácil componer un poema que escribir en prosa, puesto que, en el primer caso, es cuestión de seguir la regla de la rima), para no decir nada de los modismos, que ya de por sí complican la traducción de la prosa y que se suman otras acrobacias en la poesía (algunos dichos en sí mismos son imposibles de traducir, tal como también nos dice Borges respecto del infructuoso intento de convertir al inglés la expresión “estaba sentadita”).

Como apunta Elsa Gress, sin la traducción no habría la civilización en la que vivimos: “Sin traducciones la civilización occidental desde la antigüedad en adelante resultaría inconcebible en su forma actual” y también, dada la dificultad de la tarea, concluye: “Es mucho más fácil reescribir el texto en otra lengua que traducirlo” y “Las traducciones están [muchas veces] a cargo de gente que sólo conoce la letra (si acaso llega a eso), en tanto que el espíritu resulta para tales individuos un misterio”.

Clara Malraux suscribe lo dicho por André Gide en cuanto a que todo intelectual debe hacer algunas traducciones en el transcurso de su carrera, puesto que constituye un ejercicio invalorable al efecto de una eficaz administración de sus propias producciones.

Por otra parte, la traducción es un buen antídoto contra las culturas alambradas propias del nacionalismo, dado que fortalece la unión y el vínculo entre procesos que siempre consisten en donaciones y recibos en un contexto cambiante. Esto es así aunque aparezcan vallas formidables en el intento de trasponer un contexto cultural y extrapolarlo con el debido cuidado y con las necesarias notas aclaratorias. En esta línea argumental, es muy cierto lo consignado por Alfonso Reyes: “El objeto del traductor debe ser el no quitar a la obra su sabor extranjero” y “cuando se trata de nombres propios, precisamente la adaptación resulta más repugnante”.

En este último sentido, tengo muy presente cuando la Universidad de Buenos Aires le entregó al premio Nobel en economía, Friedrich. A. Hayek, un doctorado honoris causa: mientras bajábamos la escalera en la Facultad de Derecho donde tuvo lugar el acto, Hayek, apuntando a su diploma, en el que se leía “Federico”, me dijo “You never do this”.

Sin duda que hay peripecias más escabrosas que otras en la traducción, por ejemplo, la agilidad mental que demanda la traducción simultánea, especialmente si se traduce de alguien que proviene de una estructura gramatical germana, donde el verbo va al final de la oración.

José Ortega y Gasset, en su estudio sobre la traducción, entre otras cosas insiste en que el traductor debe respetar no sólo lo que se dice en el texto, sino lo que no se dice, es decir, los silencios del autor, que más de una vez son insolentemente ocupados por la fantasía del traductor.

Umberto Eco sugiere aplicar el método popperiano para la traducción, esto es, la noción de la provisonalidad en los textos, abiertos a posibles refutaciones al efecto de captar el significado del escrito que se desea convertir en otra lengua.

Vuelvo a Borges para mostrar su rechazo tanto en textos originales o en traducciones de la expresión “texto definitivo”, puesto que esto no es apropiado, ya que eso sólo corresponde “a la religión o al cansancio”, dado que, como he señalado muchas veces, este autor ha enfatizado, con Alfonso Reyes, que no hay tal cosa como texto perfecto: “Si no publicamos, nos pasamos la vida corrigiendo borradores”.

En otros términos, como explica Octavio Paz: “Aprender a hablar es aprender a traducir, cuando el niño pregunta a la madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido”.

Y aquí viene un asunto de la mayor trascendencia y es la necesidad de expresarse de la manera más clara posible, no solamente en casos corrientes, sino de modo particular si es que se desea trasmitir valores y principios compatibles con la sociedad abierta. Para esto se requiere la aceptación de que hablar implica un proceso de traducción, ya que lo que recibe el receptor no es idéntico a lo que genera el emisor. Hay una traducción implícita. El ser humano no es un pen drive, incluye contextos personales, formas de interpretación, esqueletos conceptuales previos y similares, por lo que no es infrecuente la mala interpretación y el equívoco.

En uno de sus ensayos —y dejando de lado sus otras implicancias colaterales referidas a autores como Hans-Georg Gadamer, Paul Ricoeur y Karl Lachmann—, Donald Lavoie precisamente se detiene a hurgar en el tema de la comunicación, en el que asimila toda acción humana a textos susceptibles de ser leídos en donde los mensajes están sujetos a una pesquisa hermenéutica en el contexto de la comunicación interpersonal, es decir, a través del discurso cotidiano.

Lavoie se sale del análisis convencional de la interpretación objetiva de lo que se dice para concluir que lo relevante es el sentido en que llegó el mensaje al receptor y no lo que dijo o escribió el emisor. Esta visión subjetivista tiene otras derivaciones en otros campos, pero es fértil para lo que aquí estamos comentando respecto a la traducción, que está presente en todo acto comunicacional. Por supuesto que este autor reconoce: “Cuando me comunico [….] seguramente lo que deseo es que él o ella reciban mi mensaje de modo que resulte lo más cercano posible a una copia de lo que pienso”, aun teniendo en cuenta: “No es lo mismo que una computadora cuando escanea un documento” y termina escribiendo que la teoría de la copia pretende que la comunicación sea un proceso de suma cero, lo cual no es correcto.

Independientemente de los vericuetos a que conduce la teoría que reproduce Lavoie, es de interés para hacer foco en la calidad de la comunicación, es decir, como queda dicho, en la traducción siempre presente en las relaciones interindividuales. Esto hace más patente la necesidad de pulir el mensaje todas las veces que sea necesario para que los receptores comprendan lo trasmitido.

Termino con un ejemplo de malinterpretación grave en el campo de la economía que no debe ser atribuido a la mala voluntad del receptor, sino más bien a la oscuridad de las palabras del emisor. En este ejemplo reformulo el tema en la esperanza de dar en la tecla. Pretendo disipar, o por lo menos mitigar, un problema comunicacional.

Cuando se propone cortar el gasto público eliminando funciones, la consecuencia inevitable es el despido de burócratas improductivos que cumplen tareas incompatibles con un sistema republicano. Pues bien, lo que es imperioso comprender es que esas burocracias superfluas son financiadas principalmente por los más pobres. Esto es así porque los contribuyentes de jure reducen su tasa de inversión, por lo que se contraen los salarios y los ingresos en términos reales, especialmente de los que se encuentran en el margen.

Por otro lado, cuando se produce esa reducción en las cargas que debe afrontar el aparato estatal, se liberan recursos para engrosar los bolsillos de los gobernados, quienes sólo pueden hacer una de tres cosas o una combinación de las tres: invertir, consumir o guardar bajo el colchón (en realidad, invertir en dinero). Cualquiera de las tres cosas que haga estará inexorablemente reasignando factores humanos y materiales hacia áreas productivas (si guarda bajo el colchón, estará modificando la ratio entre la cantidad de dinero en circulación y los correspondientes bienes y servicios, lo cual significa que los precios bajarán, que es lo mismo que decir que se transfiere poder adquisitivo a los demás).

Si hubiera a quienes no les parece suficiente resguardo la antedicha reasignación, pueden donar de su propio peculio a tantas instituciones privadas que se ocupan de ayudar a otros o crear nuevas, pero nunca pretender que los pobres se sigan haciendo cargo de la financiación de burócratas innecesarios y que ponen palos en la rueda para el progreso general. “Put your money where your mouth is” resulta un aforismo de gran provecho.

En resumen, en modo alguno debe subestimarse el inmenso valor de la traducción tanto en la ocupación profesional propiamente dicha como en la simple conversación y la trasmisión de ideas, para lo cual es menester ocuparse y preocuparse por el uso adecuado de las palabras. Como he manifestado en varias oportunidades, no es conducente quejarse porque otros no entienden ni aceptan lo que se trasmite, es mucho más productiva la autocrítica y centrar el problema en la ineptitud para explicar la idea, situación que nos empuja a que hagamos mejor los deberes.