Las señales siguen confirmando el rumbo. El gobierno de Argentina se esmera en esto de ganar tiempo y hacer de esta actitud una absoluta política de fondo. En realidad, ese es justamente su gran plan en marcha.
El oficialismo solo pretende concluir el actual mandato constitucional con el menor daño político posible. No le interesa, en lo más mínimo, los padecimientos por los que la sociedad deba transitar, ni mucho menos aún lograr los objetivos que recita en ese relato retorcido que ha fabricado con dedicación y que se ha convertido en su propio callejón sin salida.
En el mientras tanto, intentará negociar las mejores condiciones de impunidad para la mayor cantidad de integrantes de su tropa partidaria y si complementariamente puede producir un milagro político, pondrán empeño para promover al candidato más amigable para sucederlos luego de esta etapa nefasta signada por la degradación moral.
Ya han demostrado que solo pueden conducir la nave con viento favorable y cuantiosos recursos. Se han ocupado de dilapidar una de las mejores oportunidades que ha tenido este país en su breve historia como nación.
Las decisiones que toman a diario tienen una sola dirección. Ellos no harán absolutamente nada para resolver los problemas reales, las verdaderas cuestiones de fondo. No saben cómo, o simplemente no quieren hacerlo. Las soluciones disponibles no son de su agrado porque han resuelto no hacer el trabajo duro. No tienen el coraje necesario para enfrentar esa determinación, ni el valor político suficiente para hacerse cargo de las consecuencias esperables de lo que han engendrado durante años.
Sus energías están puestas en el arte de disimularlo todo. Por cada decisión que deben tomar, invierten abundante cantidad de horas y dinero en diseñar argumentos que los justifiquen. La labor consiste en delinear un discurso aceptablemente verosímil, que logre esconder la verdad y encontrar a los culpables de lo que está ocurriendo.
La oposición también necesita de tiempo. Está desorientada y no tiene las soluciones a la mano, ni siquiera ha logrado construir un proyecto político capaz de enfrentar con dignidad al inmenso e inescrupuloso aparato estatal con el que cuenta el oficialismo para la próxima batalla electoral.
De ese lado del mostrador, una dirigencia sin principios, mezquina por convicción, que cuida sus negocios domésticos y que hace de la disputa interna su centro de interés, no encuentra los caminos para encontrar acuerdos elementales que garanticen al menos un poco de institucionalidad, cierta sensatez y un horizonte con algunos parámetros definidos.
Lo paradójico de esta etapa es que muchos ciudadanos, demasiados tal vez, prefieren este desenlace lento que propone el oficialismo y le resulta incluso funcional a la oposición. Es probable que eso explique, en parte, la crueldad de este proceso político. Los “representantes del pueblo”, después de todo, se parecen bastante a los representados.
Dicho de otro modo, los votantes, los que seleccionan a los políticos de turno, no están dispuestos a asumir los errores como propios, ni tampoco los evidentes desaciertos electorales, ni mucho menos admitir que su mirada política errónea es la que explica, en buena medida, el presente.
La sociedad no es la que instruye a ciertos funcionarios para que se corrompan y administren las arcas públicas como si fueran suyas y se tratara de un botín. Pero es justo decir que lo estructural de este fenómeno es la consecuencia inexorable del conjunto de ideas que defiende una ciudadanía contradictoria que sigue creyendo en la utopía del Estado honesto y eficiente, cuando abundan pruebas que demuestran exactamente lo contrario. Es la gente la que fomenta la existencia de un Estado grande, omnipresente y controlador, ingrediente vital de la descomposición actual.
Una inmensa mayoría de personas están enojadas con lo que pasa, pero en algún punto, prefieren este sinuoso sendero, que ofrece una medicina amarga, como parte de un tratamiento prolongado que tampoco curará la enfermedad sino que solo atacará parcialmente los síntomas. Se acepta sin euforia y con resignación, este tipo de alivios porque resulta menos desagradable, en el corto plazo, que el duro sobresalto que en realidad se merece una sociedad que ha vivido equivocada desde hace décadas.
Las malas noticias nunca son bienvenidas. Nadie quiere un fuerte impacto, pero no menos cierto es que esta visión de posponer el trance sistemáticamente, solo aleja las soluciones reales y pone mayor distancia del anhelado desarrollo y progreso sobre el que tanto se declama.
El futuro tiene preparado algo mejor. Pero esta es una decisión que se debe tomar con plena conciencia y resulta evidente que la ciudadanía no está lista para semejante esfuerzo. La dinámica de emparcharlo todo solo postergará el final de esta brutal etapa que ha anestesiado a la gente, haciendo que la prosperidad deba esperar mansamente su turno.
El dilema de esta nación está a la vista. Y su preferencia también. Ningún actor social, mucho menos en la política, tiene la más mínima intención de enfrentar los problemas como corresponde. Eso solo la muestra la irresponsabilidad de una sociedad que pretende que la realidad se acomode a sus deseos, sin terminar de comprender que transita este momento difícil porque ha hecho los méritos más que suficientes para estar en el lugar en que está. Por ahora, es indudable que existe consenso tácito para prolongar la agonía.