Cultura y cholulismo

Andrea Estrada

No hay duda de que los porteños le ponemos entusiasmo a la mayoría de las convocatorias culturales, sin importar si son foráneas o autóctonas, gratuitas o pagas. Este fenómeno podría interpretarse de dos modos diferentes: o que somos una sociedad receptiva e interactiva, o bien todo lo contrario, que somos cholulos y conformistas. Pienso que un modo de desentrañar esta incógnita es pensar qué cosas somos capaces de tolerar para sostener la autorrepresentación de pueblo “culto” que creo subyace en nuestro comportamiento participativo.

Primero, solemos invertir no solo dinero, sino también tiempo en colas infernales para conseguir entradas para muestras artísticas que generalmente pueden recorrerse en 15 minutos, y cuyas obras ya hemos visto en casi todos los medios gráficos. Me refiero tanto a la exposición de Ron Mueck que se realizó en la Fundación Proa, como a la de Mario Testino, que se presenta actualmente en el Malba.

Segundo, solemos aceptar cualquier tipo de maltrato sin chistar, y encima agradecemos que nos dejen formar parte de ciertos espectáculos, aunque se parezcan más bien a un chiquero humano; porque eso fue exactamente a lo que se pareció el último recital del Indio Solari en Gualeguaychú, en el que los jóvenes no solo debieron caminar 40 cuadras de ida y 40 de vuelta para llegar y salir del hipódromo en el que se desarrollaba el espectáculo, sino permanecer en un lodazal con el barro hasta las rodillas durante todo su desarrollo.

Tercero, naturalizamos el hecho de que se corten avenidas y calles de gran circulación vehicular para erigir, convocar, realizar y finalmente desmontar recitales multitudinarios, como el de Violetta, el viernes 2 de mayo. Y quizás sea porque pensamos que no se trata de piquetes sino de “hechos de cultura”, que aguantamos los embotellamientos, los bocinazos e insultos de los conductores durante un fin de semana largo, que terminó convirtiéndose en una pesadilla para los vecinos del barrio que se quedaron en Buenos Aires.

La verdad es que no tengo nada contra Martina Stoessel, esta joven artista de Disney, cuya personalidad y canciones enloquecen a las nenas de todo el mundo. Todo lo contrario; su participación en un programa de televisión me demostró que tiene mucho carisma y que canta bastante bien. Lo mismo cuenta para la banda británica-irlandesa One Direction, surgida en 2010 en Londres de un programa televisivo, a quien siguen miles de adolescentes, cuyas abnegadas madres, aunque preferirían que sus hijas (porque se trata de público mayormente femenino) escucharan otro tipo de música, acompañan en el acampe previo.

Simplemente me parece que los hechos de cultura nos provocan una euforia un poco extrema, comprensible si se quiere en el caso de los adolescentes, pero que generalizados llevan a preguntarme si somos cultos o cholulos. Aunque pensándolo bien, quizás seamos ambas cosas a la vez, porque inmersos en una sociedad corrupta y sin líderes, la idealización de los artistas, esa especie de “culturalización” forzada resulta el único modo que encontramos para vivir mejor.