En materia penal, cualquiera puede tirar la primera piedra

Andrés Rosler

Ante la gravedad de las denuncias por corrupción en la función pública, medios afines al Gobierno han decidido adoptar la política de devolver golpe por golpe. A cada acto delictivo que se sospecha ha sido cometido por algún funcionario del Gobierno, la estrategia oficialista consiste en responder con denuncias de actos delictivos que se sospecha fueron cometidos por las corporaciones. Sin embargo, esta estrategia es un arma de doble filo.

En efecto, si bien el kirchnerismo tiene razón en creer que la política es conflicto o polémica, toda polémica, e incluso la guerra misma, es acompañada por un régimen normativo que contiene por lo menos un núcleo de prohibiciones legales. Como nos lo recuerda Hobbes, quien difícilmente era un pacifista, hay ciertas cosas que “ni siquiera en la guerra” se pueden hacer. La idea de una guerra en la que literalmente vale todo es una contradicción en sus términos. Por eso es precisamente que distinguimos la guerra del terrorismo, y sobre todo repudiamos el terrorismo de Estado.

Siguiendo con la metáfora bélica, la comisión de un delito contra la administración pública viene a ser entonces algo así como un crimen de guerra. De ahí que no tenga sentido la estrategia de alegar bíblicamente que nadie puede tirar la primera piedra. Si lo tuviera, podríamos tratar de exculpar un genocidio mediante la comisión de otro. Nadie, sin embargo, compararía razonablemente genocidios, sino que expresaría su más terminante repudio a todo genocidio, sin que importe quién lo cometa. Lo mismo debería aplicarse a los delitos en general. La prohibición penal no depende de sus efectos relativos.

Pero si nos concentráramos en los efectos de los delitos, no habría que olvidar que la corrupción pública, amén de ser cometida por personas que se supone son custodios de la confianza de la sociedad, es un típico delito de cuello blanco, la clase de delito apañado por el sistema a pesar de ser muy perjudicial para la sociedad, particularmente para los sectores más desaventajados, mientras que, tal como nos lo recuerda la criminología crítica, irónicamente delincuentes de muy poca monta van a la cárcel por delitos cuya responsabilidad recae fundamentalmente en la sociedad.

Algunos sospechan de los motivos que inspiran a quienes denuncian la corrupción pública. Sin embargo, no tiene sentido desautorizar la denuncia exclusivamente por sus motivos. Ni los Estados Unidos ni la ex Unión Soviética entraron en guerra con la Alemania nazi por el Holocausto, sino por puro autointerés. ¿Se sigue de ahí entonces que no tenían derecho de entrar en la guerra, o siquiera denunciar los campos de concentración? Tampoco el nazismo podría justificar sus propias atrocidades en términos de las atrocidades soviéticas.

Finalmente, un argumento que se suele invocar en defensa de la corrupción, por extraño que parezca, es que se trata de funcionarios elegidos por la mayoría de los ciudadanos. Sin embargo, la democracia no es un ticket para cometer delitos (y si lo fuera, Macri podría reprimir como y cuando le viniera en gana, con tal de haber ganado las elecciones).

En conclusión, la estrategia de devolver golpe por golpe en lugar de ser una defensa en realidad es un acto de autoincriminación.