Cuba 191, Estados Unidos 2. Eso se llama una paliza diplomática. Ciento noventa y un países votaron en la ONU a favor de una resolución presentada por Cuba contra las restricciones comerciales y financieras impuestas por Estados Unidos al Gobierno de los Castro desde 1961. Sólo dos naciones se opusieron: Estados Unidos e Israel.
Viene ocurriendo desde hace mucho tiempo. La novedad es que este año el Gobierno de Barack Obama lo celebra secretamente, aunque la ley y el sentido común obliguen a la diplomacia norteamericana a rechazar la resolución. El propio presidente había urgido al Congreso a que derogara la medida.
En todo caso, Estados Unidos, realmente, no se defendió. Al fin y al cabo, estas resoluciones de la ONU no son vinculantes. Es pura propaganda dentro de una organización tan desprestigiada que eligió a Venezuela y Ecuador para pertenecer al comité que vigila el cumplimiento de los derechos humanos, que es algo así como poner al zorro a cuidar el gallinero.
Lo interesante es cómo la dictadura de los Castro consigue desviar la atención sobre el verdadero corazón del asunto —la persistencia de una dictadura estalinista derivada del modelo soviético erradicado de Occidente hace un cuarto de siglo— y la coloca sobre una percepción fabricada: una pobre isla asediada por la mayor potencia del planeta. David contra Goliat.
¿Cómo lo logra? Para entenderlo hay que saber que esa pequeña isla, improductiva y maltratada, menesterosa y pedigüeña, que no le paga a nadie, porque malgasta sus recursos, posee una proyección exterior de gran potencia aprendida del KGB: cuenta con unas doce mil personas dedicadas a la tarea de promover las causas elegidas por Fidel Castro, heredadas y seguidas por su hermano Raúl.
¿Cuáles son esas causas? Esencialmente, la denuncia de Estados Unidos y del malvado y explotador capitalismo. Todo lo que se oponga a ese común enemigo es bienvenido: el Irán de los ayatolás, la Libia de Muamar el Gadafi en el pasado, hoy la Rusia de Vladimir Putin, el socialismo del siglo XXI. Todo. Cualquier cosa.
¿Quiénes son esos doce mil funcionarios, correa de transmisión de la diplomacia faraónica de Fidel, un narcisista aquejado, como tantos, por la urgencia grandiosa de imponerle su voluntad al mundo?
En primer lugar, la Dirección General de Inteligencia, con sus 1.500 oficiales, muy bien formados, regados por el mundo. Cada uno de ellos seduce, recluta o maneja a una docena de contactos locales. Los miembros del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP), otro brazo de la inteligencia, presente en todos los países y todos los organismos internacionales. Las 119 embajadas cubanas, con 140 sedes y 21 consulados generales, todos manejados por la seguridad. Las instituciones académicas, literarias o artísticas que tienen contactos con el exterior y viajan o reciben viajeros. Cualquier pieza encaja en el rompecabezas: un concierto de Silvio Rodríguez, una conferencia en Panamá. Lo que sea.
Total: miles de personas directa o indirectamente vinculadas con la vida política y las comunicaciones de la mayor parte de las naciones del mundo, y muy especialmente con las de los principales países de Occidente que acaban respondiendo a los dictados de La Habana.
No cuento, por supuesto, a la contrainteligencia. Ese aparato, forjado a la imagen de la Stasi alemana, dispone en sus filas al 0,5% de la población, unas sesenta mil personas consagradas a la tarea de infiltrar y controlar a los “grupos enemigos” dentro de la isla. Entre ellos se incluyen no sólo demócratas que piden libertades, sino masones, iglesias cristianas, colectivos sospechosos, como el LGTB, o los cuentapropistas que intentan levantar pequeños negocios caseros para sobrevivir en medio de tanta represión y estupidez.
Tan pronto se da la consigna de sacar la resolución anual de la ONU, ese inmenso mecanismo se pone en movimiento para lograr el objetivo. Siempre hay lazos con las cancillerías y las casas de gobierno, aunque formalmente sean enemigas. Cuba cuida esas relaciones personales como oro en polvo.
Todo se utiliza: desde darle tratamiento médico gratis al pariente de un diputado, un general o un jefe de policía local hasta mandarles sumas importantes de dinero a los candidatos electorales afines, o puros a los jefes de gobierno, o conseguirle un donjuán que le alivie sus querencias genitales a una espía cubana de origen puertorriqueño, como le sucedió a Ana Belén Montes.
Esta señora, condenada a 25 años de cárcel por espionaje, y cuyo indulto hoy examina el presidente Obama, alcanzó un altísimo puesto en el Pentágono. Su función oficial era reunir todos los análisis de las diferentes agencias e informar a la Casa Blanca sobre la peligrosidad de la isla, pero la real, la que secretamente ejercía en beneficio de La Habana, era revelar a los Castro las fuentes de la inteligencia norteamericana (lo que costó algunas vidas) y contar la dulce historia de un pequeño e indefenso país que no suponía ningún peligro para la seguridad de Estados Unidos.
Washington, que ya ha perdido los reflejos que alguna vez tuvo durante la Guerra Fría, no sabe, no puede o no quiere luchar contra ese enemigo. Jonathan Swift, en Los viajes de Gulliver, describe cómo, al naufragar en Lilliput, el capitán Lemuel Gulliver es atado y apresado por una legión de enanitos de 15 centímetros de estatura. Eso le ocurre a Estados Unidos. No es David contra Goliat. Es Gulliver contra 12 mil enanos eficientes.