La victoria de Mauricio Macri en Argentina es el triunfo del sentido común sobre el discurso crispado y fallido de las emociones. Es, también, el arribo de la modernidad y el entierro de una etapa populista que debió desaparecer hace mucho tiempo.
Hay una exitosa manera de gobernar. Es la que se emplea en las 25 naciones punteras del planeta, donde debiera estar Argentina, donde estuvo en el primer cuarto del siglo XX. La esperanza de todos es que Macri encamine al país en ese rumbo.
¿Cuáles son esas naciones? Las que consignan todos los manuales rigurosos, desde el Índice de desarrollo humano que publica Naciones Unidas, hasta el Doing Business del Banco Mundial, pasando por Transparencia Internacional. Son una veintena de compilaciones y da igual cómo se crucen: a la cabeza siempre comparecen los mismos.
¿Cuáles? Los sospechosos habituales: Noruega, Inglaterra, Suiza, Canadá, Alemania, Estados Unidos, Holanda, Dinamarca, Japón, y el consabido etcétera. ¿Cómo lo hacen? Con una mezcla de respeto a la ley, reglas claras, fortaleza institucional, mercado, apertura comercial, razonable honradez administrativa, buen nivel educativo, innovaciones, competencia, productividad y, sobre todo, confianza.
A veces los gobiernos son liberales, democristianos o socialdemócratas. A veces se combinan en coaliciones. Pese a las disputas, todos forman parte de la extendida familia de la democracia liberal. Lo que suelen discutir en las elecciones no es la forma en que se relacionan la sociedad y el Estado, sino el monto de la presión fiscal y la fórmula distributiva del gasto social. No se juegan en las urnas el modelo económico sobre el que descansa el aparato productivo ni el modelo político que organiza la convivencia y garantiza las libertades. En eso están de acuerdo.
Son naciones, en fin, sedadas, sin sobresaltos, sin ruido de sables ni rumores de caos, maravillosamente aburridas, en las que las voces antisistema son demasiado débiles para tomarlas en cuenta, y en las que se pueden hacer planes a largo plazo porque es muy difícil que la moneda pierda su valor súbitamente o que el gobierno te secuestre los ahorros en un infame e ilegal corralito.
Eso no quiere decir que no surjan crisis y burbujas especulativas, o que algunos, como Grecia, hagan trampas y haya que sacarles las castañas del fuego. Claro que ocurren, pero se superan y la economía se recupera sin que se rompa el juego democrático. Son los ciclos inevitables que se producen en los mercados libres en los que la codicia, cada cierto tiempo, distancia a compradores y vendedores. Las naciones punteras han aprendido a superarlos y seguir adelante.
Todos esperan que Mauricio Macri se desplace en esa misma dirección por el bien de los argentinos, pero tratándose del país mayor y mejor instruido de América Latina, puede aventurarse que su triunfo va a tener notables consecuencias en todo el continente. Por lo pronto, es muy importante que Argentina haya abandonado la deriva chavista en que la introdujo el kirchnerismo.
El triunfo de Macri va a repercutir en las elecciones venezolanas del 6 de diciembre próximo, a las que la oposición democrática llegará con la certeza de que tiene un nuevo y valioso amigo que se negará a convalidar el fraude que prepara Maduro, y mucho menos la opresiva Junta Cívico-Militar con la que ha amenazado si las urnas le son adversas.
Va a tener efectos sobre el panorama electoral brasileño, fortaleciendo a las fuerzas de centro derecha que se oponen a Lula; y sobre el chileno, cuando la señora Bachelet, cuya popularidad está en el suelo, convoque a unas nuevas elecciones en las que no podrá ser candidata.
No sólo Mauricio Macri, como acertadamente señala Joaquín Martínez Solá en La Nación, es la expresión del relevo generacional que el país necesita, con hombres y mujeres que no sufrieron el trauma de la dictadura militar ni la barbarie guerrillera de la oposición armada, sino que puede ser quien encabece en América Latina la lucha por la democracia y las libertades. Alguien que conduzca al país a ese siglo XXI que empezó hace casi 16 años, y lo saque del viejo pantano populista en el que lo atascó el peronismo hace muchas décadas.
Pocos gobernantes han comenzado su mandato con tantas ilusiones nacionales e internacionales puestas en su gestión. Tiene un gran país que merece a un gran presidente.