¿Se ha vuelto Argentina un país más violento?

Carlos De Angelis

Existe una pregunta de incierta respuesta dando vueltas en la sociedad: ¿se ha vuelto Argentina un país más violento?

No hay una cifra que permita dar cuenta en forma exacta de esta cuestión. Sin embargo, se puede ver en los medios y también percibir en las calles que algo no está bien: desde casos triviales, hasta los más complejos, marcan una respuesta violenta como forma de resolver conflictos cotidianos.

Desde un colectivo que no se abre la puerta en la parada y el frustado pasajero que responde pateando la puerta con furia; hasta discusiones entre vecinos que finalizan en una gresca con muertes que lamentar, pasando por barras bravas emboscándose en la salida de la cancha de fútbol; lastimados por armas blancas a la salida de un boliche o recital; o un maestro golpeado por el padre o madre de un alumno, son todas situaciones que ya no nos sorprenden.

La Argentina así como otros países de Latinoamérica sufrieron la violencia política en los años ’60 y ’70  vinculada a la guerrilla, y la violencia estatal y paraestatal que los reprimió en forma ilegal.  Esta cuestión sigue materia de discusión y de revisión. Otra modalidad de violencia se vivió en la Argentina de los ’90 y a principios de la nueva década: la violencia social. Esta tenía como actores a sectores desempleados, marginados y sumergidos en la pobreza reclamando al Estado y al resto de la sociedad. Esos sectores, también sufrieron la violencia estatal, con muertes que lamentar. Pero, las argumentaciones de quienes reclamaban eran poderosas, nunca un país de amplias clases medias como la Argentina había experimentado semejantes niveles de inequidad.

Sin embargo, la violencia a la que nos referimos aquí tiene otras características. Se da dentro del tejido social en forma molecular, ya no en sectores en pugna sino a modo personal, y no siempre se da en sujetos reconocidamente violentos. Por supuesto existen patologías específicas como las  llamadas por “emoción violenta” (que en el Código Penal funcionan como atenuante) pero no puede desatenderse los elementos eminentemente sociales que adquieren estas formas de intolerancia.

El primer elemento que ayuda a entender los comportamientos extemporáneos en personas comunes es la percepción de sentirse bajo amenaza. Es decir, la apreciación que el otro nos busca dañar por lo cual tenemos que defendernos. Es el recorrido inverso de la solidaridad. Las  grandes concentraciones urbanas donde ya no se conoce al vecino, y el abandono del espacio público como lugar común, traen aparejado el incremento la desconfianza en los demás, que pasan a ser potenciales enemigos.

La consecuencia de la “amenaza del otro” es sentirse en riesgo permanente, cualquier situación puede transformarse en peligrosa. El tercer elemento es la frustación, que puede ser en términos personales (problemas laborales, familiares, escolares, etc.) pero también la frustración de la falta de mediaciones. Falta de confianza en las instituciones políticas, en especial de la “justicia” y de la expectativas que alguien ponga orden. La respuesta violenta es la revancha, venganza, o “justicia por mano propia”.

Dos cuestiones de contexto quedan por discernir en este complejo escenario: la alta percepción de inseguridad y el  rol de los medios. En el alcance de la violencia cotidiana que aquí se analiza se separa de la producida por actos delincuenciales, no por carecer de importancia, sino todo lo contrario: adquiere unas formas dónde una parte, el delincuente, ejerce “profesionalmente” la violencia. Sin embargo, esto trae consecuencias para el entramado social, por ejemplo, la cantidad de armas que las personas tienen en sus casas.

El rol de los medios merecería un análisis pormenorizado. Sin embargo, es difícil sostener que los medios provocan la violencia, pero sí naturalizan y legitiman las respuestas intolerantes. Estos mensajes circulan por los medios a velocidades sorprendentes, un video de unos adolescentes golpeándose, subido a las redes, puede ser visto por cientos de miles de personas en horas.

Limitar o evitar estas situaciones de violencia significa una profundización de la democracia, porque más allá de las circunstancias particulares, evidencian unas raíces autoritarias en las profundidades de la sociedad que deben ser al menos reconocidas como tales.