Por: Carlos Mira
Alejandro Dolina es lo que Antonio Gramsci definiría como un intelectual orgánico, es decir, alguien que gotea sin descanso un mantra incansable cuyo objetivo final es el cambio del sentido común medio de la gente.
El marxista italiano creía (con razón) que una vez cambiado ese eje de pensamiento colectivo no haría falta la violencia para imponer el comunismo: la gente lo pediría voluntariamente.
Se trataba de una apuesta cultural. Gramsci tenía muchas diferencias metodológicas con los que creían que el componente de la violencia física era una parte necesaria del proceso para imponer la dictadura del proletariado. Los llamaba “bestias”. Y proponía otros caminos: la conquista mental del núcleo medio de la sociedad; llegar allí por la explotación de los medios de comunicación, del cine, del arte, de la poesía, del periodismo… Conquistado ese terreno, la violencia sería innecesaria.
Alejandro Dolina es un trabajador indefinible. No es un periodista, pero trabaja en los medios desde hace muchos años; no es un poeta, pero escribe por aquí y por allá y ha ganado fama de decidor ocurrente; no es un intelectual, pero retuerce su lenguaje atinadamente y, si no lo es, lo parece; no es un escritor pero ha publicado obras; no es un actor, pero más de uno diría que es un “artista”, como mi abuelo definía a la farándula y a los que salían en las revistas.
Eso es un intelectual orgánico: un hombre que no encuadra en ninguna de las definiciones tradicionales pero que comunica permanentemente, que tiene espacios, que es consultado. Hoy diríamos, “que tiene aire”.
Muy bien, este personaje, Alejandro Dolina, acaba de decir en uno de estos programas que también son toda una definición de la época (se los llama “programas de panelistas”, porque ya no son de “chimentos”, porque han dejado de hablar meramente de la farándula y se han metido con la política, con la economía y con la inseguridad, mezclando la inflación con Nazarena Vélez, y el pago del cupón del PBI con Maradona, con la misma facilidad que cualquiera de nosotros se cambia de camisa) que “para los que quieran un Estado liberal en donde se pueda prosperar libremente…” El tono de la frase caía hacia el final de las palabras como dando a entender que los que quieren eso, bueno, allá ellos… Y continuó, “pero los que queremos un Estado que intervenga en la economía, que vigile y que controle…” Esta vez, en lugar de caer, el tono se encendía hacia el final de la frase, como enfatizando que allí estaba la razón, que ése era el modelo de la verdad, que lo otro era una mácula minoritaria del pensamiento que podían llegar a sostener algunos alienados, pero para los que querían la “normalidad”, bueno, era el gobierno de la señora de Kirchner el que los estaba representando.
Se trató de un vómito. Dolina, acelerado por la propia dinámica desordenada de esos programas (el conductor de éste en particular tiene un bate de béisbol para amenazar con poner orden a la fuerza cuando todo se desmadra en una cadena incomprensible de gritos, todos mezclados) expresó de modo dramático una verdad que muchos otros, más pícaros que él, ocultan y disimulan.
El intelectual mató al orgánico. El sentido común de las premisas racionalistas siguió el orden lógico que la política oculta porque, si todos actuaran sobre la base de ese tipo de sincericidio, la gente se daría cuenta y su negocio se les acabaría.
¿Cuál fue la confesión brutal de Dolina? ¿Qué dijo -evidentemente sin darse cuenta, sin advertir que el fragor de su discusión lo estaba llevando a admitir, efectivamente, el corazón del problema, el núcleo final que distingue las concepciones en pugna- que nadie advirtió lo suficientemente rápido como para poner de relieve que allí, en esa frase, quedaba demostrado cuál es la verdad de lo que se estaba discutiendo?
Lo que Dolina dijo fue que en un Estado “liberal” se puede prosperar libremente y que en un Estado intervencionista el gobierno decide quién y cuánto prospera. Esta es la confesión más clara y absoluta proveniente de un defensor del intervencionismo del Estado -que por lo menos yo he escuchado- en el sentido de que lo que este tipo de concepción se propone es que la gente no prospere libremente.
Es, en el mejor de los casos, la confesión más cruel de la predilección por la pobreza y de la preferencia por la miseria igualitaria. Y, en el peor de los casos, la admisión de que se está a favor de un régimen corrupto que encumbre a una casta verdaderamente desigual (a la que no le falta nada, que viste la mejor ropa, que come en los mejores lugares, que viaja, que tiene su vida arreglada) para que desde las Altas Torres disponga quién progresa y quién no, hasta dónde se es pobre y hasta qué nivel dejaran prosperar a los demás.
Y Dolina tiene razón. Es exactamente así. De lo que se discute (o de lo que se debería discutir) es si queremos un “Estado en donde se pueda prosperar libremente” (no lo digo yo, lo dice Dolina) o si queremos un Estado en donde la prosperidad esté limitada por la casta del poder a la que le conviene mantener pauperizadas a amplias franjas sociales para ir allí a hacer demagogia populista y conservar de ese modo el poder a través de una democracia deficitaria.
Esa es toda la discusión: la construcción de un “Estado liberal” (como lo llamó Dolina) en donde todos puedan prosperar libremente y en dónde el techo de la prosperidad esté marcado por los esfuerzos que cada uno esté dispuesto a hacer, por la inventiva, por la creatividad, por la búsqueda constante de una felicidad que, mientras se busca, crea riqueza interdependiente; o, al contrario, el establecimiento de un Estado autoritario en donde los límites a la vida de cada uno los defina una superestructura que desde la comodidad de sus cargos nos convenza de que su intervención es en pos de la igualdad y de la redistribución del ingreso.
Nunca antes en un medio masivo de comunicación había escuchado yo una síntesis tan clara y tan bestial de lo que no puede tomarse de otro modo como no sea una confesión. Quien decía que en un “Estado liberal” se puede “prosperar libremente” no era un defensor del Estado liberal, era un intelectual orgánico del intervencionismo autoritario. Era él quien tácitamente confesaba que el Estado colectivista llena de trabas la vida para que la gente no prospere. Y eso deja al desnudo por qué para esa concepción la prosperidad individual es un enemigo: si la gente pudiera prosperar individualmente, por sus propios medios, esa casta se volvería en gran medida inútil. O no “inútil” en los términos en que podría interpretarse la palabra “inútil”, pero si reducida a los verdaderos límites de los cuales nunca debieron salir: unos simples administradores de los dineros públicos (que sobradamente importante debería ser esa misión), inquilinos temporarios de un poder que la gente común les endosa para poder ocuparse de los más importantes quehaceres de su vida privada y responsables por el manejo limpio y transparente de la administración común. Pero punto. Esa, ni más -pero tampoco menos-, debería ser su misión. Ni salvadores de la Patria, ni mucho menos la Patria misma, ni fundadores de ninguna era, ni protectores de nadie, ni acreedores de ninguna idolatría.
Para el colectivismo, es fundamental hacer como que ayuda a los que menos tienen, pero “hasta ahí”, no sea cosa que salgan de la pobreza y de la dependencia realmente y los pierda como carne de cañón electoral: los mejoro hasta donde valoren esa mejora como algo que depende de mi voluntad, pero no los mejoro al punto de perderlos como zombies prestadores de votos.
¿Quién puede defender una indignidad semejante?, ¿quién puede perfeccionar la hipocresía al punto de llegar a ponerle un pie deliberado en la cabeza al crecimiento de la gente, porque si la deja crecer a lo mejor los pierde como masa electoral?, ¿quién puede hacer semejante cálculo político?
Obviamente un beneficiado groso. Un participante de la primera fila de los presupuestos públicos, un militante a sueldo. Pero Dolina no es eso. Dolina es, probablemente, un convencido inocente de que la intervención dosificada del gobierno puede contribuir a la constitución de una sociedad más feliz. Dolina carece de la picardía del beneficiado directo. Es un instrumento, una herramienta, un engranaje que la maquinaria usa para seguir el camino gramsciano de cambiar “el sentido común colectivo”
En ese oceáno de inocencia se le escapó un exabrupto. Pero su incontinencia dejó expuestas, quizás como nunca antes, las verdaderas disyuntivas entre las que la sociedad argentina debería elegir.