Por: Carlos Mira
El presidente Mauricio Macri acaba de revelar que el despilfarro de recursos durante la administración de la señora Cristina Fernández sumó muchísimo más dinero que la corrupción. Al mismo tiempo, confirmó que dividirá en dos su discurso inaugural de las sesiones ordinarias del Congreso, el 1º de marzo: cincuenta minutos los dedicará a explicar el estado en que recibió el país y otro tanto a hablar del futuro.
Parece ser que la cuestión de la herencia recibida fue un tema de debate en el Gobierno ni bien asumió, el 10 de diciembre. Había claramente dos posturas: franquear el conocimiento de lo que se encontró o no hacerlo —al menos en ese momento— para evitar el pánico de la población. Obviamente, ganó esta última postura. Se trató, para nuestro humilde entender, de un error. De un grueso error.
En primer lugar, darle el gusto a un Gobierno corrupto y mentiroso (como nunca antes se había conocido en el país) de salirse con la suya, porque medio país seguía en la oscuridad informativa, parece un hecho de una injusticia mayúscula, máxime cuando quien lo hace no recibe ningún reconocimiento por eso, sino sólo palos y señales de revancha.
En segundo lugar, es inconsistente con la idea trasmitida más de una vez por quien hoy es presidente: la sociedad está madura para aceptar los cambios. Suponer que está madura para aceptar los cambios, pero no para escuchar las razones por las cuales hay que hacerlos supone una contradicción en los términos.
En tercer lugar, en lo que podría ser una mezcla de los dos primeros, es completamente justo y necesario que la sociedad sea informada de los motivos por los cuales se le solicitará un esfuerzo mayúsculo. Desde el 11 de diciembre que venimos diciendo esto. A veces uno se pregunta por qué desde afuera uno parece tener una perspectiva completamente diferente de la que pueden tener los protagonistas del Gobierno.
Si bien el despilfarro ha sido, efectivamente, una de las razones del desbarajuste económico, los hechos de corrupción no pueden soslayarse. Sin ir más lejos, hace pocos días se conocían nuevos desfalcos en el PAMI por quinientos millones de pesos, sólo en los últimos dos años, por recetas de medicamentos truchas a jubilados fallecidos. ¡Quinientos millones en solamente dos años! Una simple regla de tres eleva a tres mil millones de pesos la cuenta, si ese mismo ritmo se hubiera mantenido en los doce años de gobierno k. Y no hay ningún motivo para suponer que el yeite con los remedios y los viejos muertos haya sido una originalidad reciente. ¿Ignoraban las más altas autoridades del país esos canales oscuros? ¿O, al contrario, eran el destino final de un porcentaje? Estas cuestiones —como antes, el estado del país— tampoco pueden seguir en la oscuridad.
Por eso es importante que se dé tratamiento a la ley que consagra la figura del arrepentido en la Argentina. Una legislación como esa —que rige en Estados Unidos y en Brasil, por ejemplo— les permitiría a los fiscales negociar las eventuales penalidades a cambio de información sustancial que posibilite dilucidar los casos de robo de recursos públicos y los beneficiarios últimos de ese usufructo ilegal. Desde el caso Watergate hasta el Petrolão han podido salir a la luz porque ciertos arrepentidos hablaron y consiguieron beneficios judiciales. No hay que asustarse por un discurso puritano que lo único que hace, finalmente, es ser funcional a los ladrones.
El principal objetivo del país debe ser limpiar a la política de la mayor carga de corrupción posible. En ese sentido, sería interesante partir de una sospecha inicial: es generalmente una “fija” que el que se llena la boca hablando de la política no esté haciendo otra cosa que usándola para volverse millonario; al contrario, es muy posible que el que tenga la fama de “beneficiar a los sectores más ricos” sea justamente el que quiera cuidar más los recursos que nos pertenecen a todos.
Pero no caben dudas de que la otra mitad del discurso inaugural del Presidente en el Congreso es crucial. Su proyección para el futuro debe jugar el rol de un gran compensador a la pena que seguramente provocará con la descripción del país que encontró.
La Argentina está ávida de que le digan que el país es elegible como destino de inversiones millonarias, de instalación de fábricas, de proyectos nuevos que empleen miles de personas, de que aquí —como en el mundo— comiencen a verse los carteles de las marcas de más renombre, que se le ponga fecha y hora a la reconstrucción del ferrocarril, que se le expliquen los kilómetros de rutas que se construirán, que se le hable de cómo se sacará de la prehistoria al norte argentino, de cómo, quienes generen ideas, podrán convertirse en millonarios sin que la burocracia les aborte su ascenso y no les deje margen para la fortuna que no sea la corrupción. La Argentina está ávida de todo eso. Nadie que tenga un programa que pueda entregárselo debería temer las reacciones que puedan producirse cuando le cuenten desde dónde partimos.
Sólo los pueblos de carácter conquistan, no únicamente el mundo, sino su propia felicidad. Durante mucho tiempo, muchos Gobiernos prefirieron asumir que el argentino era un pueblo sin carácter. Probablemente “gallito”, pero sin carácter y sin fibra, que son cosas que no tienen nada que ver con los guapos de arrabal y los bravucones anónimos.
Es hora de que un Gobierno ponga a prueba nuestra determinación como nación. Para eso debe, al mismo tiempo, decirnos la verdad y entregarnos un horizonte de esperanzas que se base en realizaciones posibles. Ojala que el 1.º de marzo sea la oportunidad para que el Presidente ponga en marcha por primera vez en 150 años aquello que José Ortega y Gasset definía como nación: “un proyecto sugestivo de vida en común”.