Montoneros nació en las sacristías

Ceferino Reato

El papa Francisco sorprendió el sábado al lamentar “cuántos muchachos de la Acción Católica, por una mala educación de la utopía, terminaron en la guerrilla de los años ’70″, durante un mensaje a los cardenales que encabezan la Comisión Pontificia para América Latina.

Fue la primera vez que Bergoglio se refirió a la violencia política que afectó a la Argentina en los 70 desde que fue elegido papa, pero seguramente no será la última.

La sorpresa fue que esa primera referencia fuera sobre la responsabilidad de sectores de la Iglesia Católica en la formación de la guerrilla, en especial de Montoneros. Más políticamente correcto habría sido una primera mención a la represión ilegal durante la última dictadura, que fue respaldada por otros sectores de la Iglesia.

Pero, el primer papa jesuita tiene una fuerte, muy definida, personalidad. “El Papa habla como San Francisco y piensa como San Ignacio”, dice uno de los laicos argentinos que más lo trata.

Precisamente, la influencia de la Iglesia en la creación de Montoneros es uno de los temas de mi último libro, ¡Viva la sangre!, que está ambientado en Córdoba en 1975, es decir antes del golpe del 24 de marzo de 1976.

Es que durante los setenta, Córdoba fue un laboratorio donde los sectores en pugna se presentaron en la esencia de sus proyectos, como paradigmas de todo lo que eran, lo que representaban y lo que querían lograr. Córdoba resume la gran tragedia nacional de esa época.

Por ejemplo, en los montoneros cordobeses aparecen nítidas las tres matrices que caracterizaron a la guerrilla peronista: la Iglesia Católica, el nacionalismo y el Ejército a través de la formación en el Liceo Militar General Paz.

Varios de los cordobeses que fundaron Montoneros a nivel nacional y que debutaron con la toma de la localidad de La Calera, el 1° de julio de 1970, habían egresado de ese Liceo Militar y pertenecían a familias del patriciado cordobés, que se dividió frente a la irrupción del desafío armado de las guerrillas.

Es el caso de los Vélez, los Vaca Narvaja, los Roqué, los De Breuil.

Todos eran católicos. Montoneros nació en las sacristías y en los colegios, las universidades, las residencias estudiantiles, los campamentos juveniles y las misiones de ayuda social organizadas por las Iglesia.

Los primeros montoneros cordobeses reflejan la trayectoria típica de tantos jóvenes de buena posición social que, a partir de un compromiso católico, se fueron convenciendo de que la lucha armada era la única salida para terminar con “la violencia de arriba” —de “la oligarquía”, “el imperialismo” y sus aliados— y liberar a “los explotados”, a los sectores populares, que seguían teniendo una fe casi religiosa en Perón. Además, se hicieron peronistas, aunque, en realidad, fueron más bien evitistas: amaban a Eva Perón, la veneraban como una verdadera y perfecta revolucionaria, pero muchos dudaban sobre la ideología, la coherencia y la valentía de Perón.

En el Grupo Córdoba, que luego sería uno de los fundadores de Montoneros, participaron al comienzo Emilio Maza, Héctor Araujo e Ignacio Vélez, y el padre Alberto Fulgencio Rojas. Todos ellos se conocieron en el Liceo General Paz: Maza, Vélez y Araujo se hicieron amigos cursando los últimos años del Liceo, donde Rojas era el capellán y, al igual que su antecesor, el padre Carlos Fugante, pertenecía a los sectores reformistas de la Iglesia.

El cura Rojas instruía a esos cadetes en filosofía e historia, animaba debates sobre la actualidad y organizaba tareas de asistencia social en los barrios pobres de la capital cordobesa.

Ese grupo siguió reuniéndose todas las tardes cuando terminaron el Liceo; el lugar de encuentros fue el Hogar Sacerdotal, en La Cañada y Rioja, un lugar emblemático de la ciudad de Córdoba; allí vivían Rojas y otros sacerdotes. Había nuevos miembros: otro “liceísta”, Fierro; la novia de Vélez, Cristina Liprandi; Losada y su novia, Mirtha Cucco, que fueron acercados por el padre Fugante; Carlos Capuano Martínez, y Susana Lesgart, entre otros.

Muchos sacerdotes estaban consustanciados con el Concilio Vaticano II, que entre 1962 y 1965 renovó y adaptó la Iglesia al mundo contemporáneo, aunque luego desató una puja interna entre las corrientes conservadoras y progresistas sobre cómo había que interpretar y aplicar todos esos cambios. Una de las figuras más carismáticas en la Córdoba de los sesenta fue monseñor Enrique Angelelli, que en 1968 fue nombrado obispo de La Rioja.

Angelelli también participaba de las discusiones en el patio del Hogar Sacerdotal. En eso estaban cuando el 28 de junio de 1966 el general Juan Carlos Onganía desplazó al presidente radical Arturo Illia con el aval de los sindicatos y el peronismo, que seguía proscripto.

Los colaboradores de Onganía provenían de los sectores más conservadores y nacionalistas del catolicismo, formados en los Cursillos de Cristiandad; uno de los primeros blancos de la dictadura fue la universidad pública en el marco de una cruzada contra la izquierda marxista y su influencia en el ámbito de la cultura. El decreto-ley 16.192 suprimió la autonomía universitaria, eliminó el gobierno tripartito (profesores, alumnos y graduados) y disolvió los centros de estudiantes. Los universitarios cordobeses, herederos directos de la Reforma del 18, no podían dejar de reaccionar contra esa afrenta.

La dictadura de Onganía logró exactamente lo contrario de lo que se había propuesto. Por un lado, unificó en las protestas a los universitarios de izquierda con los radicales y los católicos de una corriente llamada Integralismo. Por otro, favoreció la peronización de tantos estudiantes de los sectores medios y altos. En tercer lugar, convenció a muchos jóvenes de que la lucha armada era la única salida para solucionar los problemas de las mayorías populares.

La formación católica los ayudó mucho en esa determinación: “Se solidificó —cuenta Ignacio Vélez— en la conciencia de cada uno de nosotros que éramos los elegidos, que con el sacrificio de nuestras vidas estábamos construyendo el poder armado que derrotaría al brazo armado del imperialismo. Era el mesianismo en todo su esplendor. La convicción profunda de que estábamos elegidos, que nos tocaba cumplir la misión de Cristo: estoy dispuesto a dejar todo, padre, madre, amigos, por tu nombre”. Y eligió “Mateo” como nombre de guerra, en homenaje a uno de los apóstoles y evangelistas.

En esa decisión influyó la relación con Juan García Elorrio, un ex seminarista porteño que en septiembre de 1966 fundó con su esposa, Casiana Ahumada, la revista Cristianismo y Revolución, todo un símbolo de la época porque se propuso reconciliar la militancia cristiana con la lucha armada.

También los curas rebeldes se radicalizaron; fue en Córdoba donde nació el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, en los primeros días de marzo de 1968, con veintiún integrantes que representaban a trece diócesis. Los había inspirado un documento del año anterior firmado por dieciocho obispos del Tercer Mundo que expresaban su deseo de profundizar su compromiso con “los pueblos pobres y los pobres de los pueblos”; criticaba a sus opresores: “el feudalismo, el capitalismo y el imperialismo”, y se “regocijaba al ver aparecer en la humanidad otro sistema social menos alejado de la moral de los profetas y del Evangelio”, en alusión al socialismo. Ningún obispo argentino firmó ese manifiesto, pero sí el brasileño Helder Cámara, cuyo deseo: “Ser voz de los que no tienen voz”, resumió el ideario religioso y político de los “tercermundistas”.