Por: César Guaragna
El 9 de abril, apenas sólo un día después de la presentación de las iniciativas del Poder Ejecutivo para democratizar la Justicia ante el Congreso Nacional, en la Facultad de Derecho (UBA) comenzaron las reacciones.
A través de su boletín de noticias, se informó que expusieron en el Salón Rojo, Mariano Grondona (paradójicamente, amigo de los coroneles “azules”) y Daniel Sabsay. Para otro momento dejaremos la discusión sobre los nombres de los salones de la Facultad -Rojo, Azul, Verde- al igual que las salitas de los jardines de infantes.
En aquella jornada, Sabsay mencionó que nuestro país atraviesa desde hace veinte años un proceso de “desconstitución“; y agregó: “La Constitución establece un sistema republicano y federal (…) Sin embargo, no somos una república en el sentido pleno (…) Y ¿por qué no somos una república en sentido pleno? Porque no se respeta la división de poderes”. Esta afirmación es un buen punto de partida para señalar que lo que dice es cierto y aún más importante lo que calla.
Desde hace dos siglos en este país los jueces usurpan un lugar que corresponde a los ciudadanos, ocupan el lugar que pertenece a los jurados, como también hoy resisten la integración democrática del Consejo de la Magistratura a través del sufragio universal.
Reitero, hace dos siglos se oyen reclamos, pero “la Justicia” -cuya imagen estereotipada es no vidente- también sufre de hipoacusia. Esa sordera la podemos diagnosticar a partir de 1827, cuando en la apertura de sus cursos en la Academia de Jurisprudencia de Buenos Aires, el antiguo juez en materia civil y criminal Guret Bellemare proclamaba como indispensable para mejorar la administración de justicia penal el establecimiento de jurados.
Para que la población empiece a ver a “la Justicia” primero debe ella recuperar la visión y leer la Constitución Nacional. También recobrar la audición para escuchar los ecos de Bellemare: “Ustedes los argentinos deben estar de acuerdo conmigo en que en los últimos veinte años han vivido en una república, sin embargo, apenas han disfrutado de sus beneficio, no gozaron un instante de libertad, porque no han tenido instituciones completas de acuerdo a la naturaleza de su propia forma de gobierno. ¿Cuál fue el resultado de todo esto? Tratar de volar sin alas ha causado la pérdida de veinte años de revolución”.
Le pido al lector que recuerde estas palabras y las confronte con las de Sabsay. Ambos hablan de la república, plena o completa, pero ¿la república que busca alcanzar los Bellemare es la misma que persiguen los Sabsay? Es hora de que las autoridades del Poder Judicial dejen de ser refractarios a estas ideas republicanas y nos engañen con su interpretación de la república. Pasamos de “la ley es lo que los jueces dicen que es” a “la Constitución es lo que los jueces dicen que es” para terminar en “la República es lo que lo jueces dicen que es”.
Es hora de que los magistrados dejen de controlar el proceso penal. A pesar de la Revolución de Mayo, la Independencia monárquica y la sanción de la Constitución Nacional, queda en pie un monopolio, el de la ley penal aplicada a casos concretos. Aún hoy el poder de castigar es ejercido sin control por magistrados “expertos”.
Pero los jueces, fiscales y defensores que se oponen a la democratización de la justicia no sólo niegan a los ciudadanos su derecho republicano y constitucional de integrar un jurado, sino que también niegan otra forma de participación en “la Justicia”, la elección de los integrantes del órgano que administra el Poder Judicial. Son los mismos personajes los que privan la participación ciudadana en los juicios y los que rechazan el control y la publicidad de sus actos de gobierno. Porque cada sentencia es un acto de gobierno aunque lo nieguen, el Poder Judicial gobierna y es hora de que ese gobierno sea atravesado por la democracia.
No es sólo la opinión de un sector de quienes integramos “la Justicia” o de la población vulnerable por el sistema judicial, habituada a encontrarse desprotegida o perjudicada en relación al ejercicio de sus derechos. Insisto, no sólo es la opinión de Justicia Legítima, tampoco un clima político partidario; es la voluntad de la comunidad internacional. Es un interés universal.
Sólo hay que leer el artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que establece el derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos; y acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país. Además reafirma que “la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público”.
Del mismo año pero algunos meses antes, en términos similares quedó plasmado el derecho de sufragio y participación en el gobierno en el artículo 20 de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre.
La consolidación de estos derechos y oportunidades continuó en 1984 en el artículo 23 del Pacto de San José de Costa Rica, donde se consagraron los derechos políticos: participar en la dirección de los asuntos públicos; votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores.
Se autolesiona, por incompatible con el derecho positivo vigente, el abogado constitucionalista que sostiene que desde hace 20 años se desconstituye nuestra Carta Magna. Llama la atención que justamente hace dos décadas -mediante la reforma de 1994- se incorporaron a nuestro bloque constitucional (art. 75, inc. 22, CN) los instrumentos internacionales referidos.
Lo último también me lleva a otra imagen de la Facultad de Derecho (UBA): la mañana del 26 de abril en sus escalinatas. Los allí presentes, en contra de la “reforma judicial”, alzaron en sus manos ejemplares de la Constitución Nacional. Tal vez esas ediciones eran previas a 1994, o no incluyeron entre sus páginas los pactos internacionales de derechos humanos.
Habrá que hacérselos llegar urgente, porque de otra manera no se comprende cómo sostienen que las iniciativas significan un “atropello contra la democracia” cuando en realidad hacen efectivo el derecho universal a votar o ser elegido en un órgano de gobierno. Hasta un ex fiscal acusó al Gobierno de querer “adueñarse de la Justicia” cuando justamente los magistrados usurpan el lugar de los jurados cuyo verdadero dueño es la ciudadanía.
Dejando de lado la ironía, aquellos que se oponen a los cambios seguramente conocen el derecho y lo enmudecen, privándole a “la Justicia” un tercer sentido sensorial –además de la vista y el oído. Por eso, los que aún conservamos el gusto y nos asquean muchas de las prácticas del sistema judicial que conocemos a diario, nos sumamos al apoyo de esta reforma que mitiga la amargura que padecemos.
Desde nuestro lugar entendemos necesarios estos cambios, pero la transformación no es completa. Es un buen inicio, hay mucho camino al andar.