¿Puede el Estado dilapidar?

Se suele poner demasiada ideología en la concepción del Estado. Es lógico, porque es algo que sirve al bien común y a todos nos preocupa. Pero la ideología, a diferencia de las ideas, está vacía de razón y sustento, fundamentándose exclusivamente en algunos dogmas que sólo el fanatismo puede entender como válidos. Abogar por que las cosas sean estatales no es un enfoque, es ideología. Lo importante no es que las cosas sean estatales o privadas, sino que los ciudadanos puedan tener garantizados sus derechos y que las cosas funcionen. Estatal o privado es una cuestión secundaria, que tiene que decidirse sobre la base de la cultura y las necesidades de un país. En Argentina quedó demostrado a lo largo de los años que todo lo estatal funciona peor que lo privado: no es así en otros países del mundo. Nadie pretende la eliminación del Estado, sino encontrar el tamaño adecuado que tiene que tener para que nuestro país funcione, pero que a la vez no trabajemos todos sólo para sostenerlo.

Sobre todo desde la izquierda se suele oponer, sin razón alguna, la idea de que un Estado eficiente es un Estado ausente. El Estado, como cualquier otra organización, tiene un fin, tiene un objetivo y existe para cumplirlo. Dejando de lado la discusión de cuál es el objetivo del Estado, todos entendemos que para cumplir con su misión necesita disponer de una serie de recursos. Dichos recursos, por practicidad, se miden en unidades monetarias, es decir, dinero. Sin embargo, el dinero es en realidad una herramienta de gestión, porque detrás hay siempre bienes y servicios y, por lo tanto, el trabajo de las personas. Esto quiere decir que en última instancia el Estado se sostiene con el trabajo de todos nosotros. Independientemente del bolsillo del que sale el dinero para pagar los impuestos, todo lo generamos los argentinos con nuestro trabajo. Continuar leyendo

Por qué está desprestigiado el empleo público

El Estado ha crecido en estructura en la última década, sin que por ello haya crecido su solidez o su presencia. Básicamente, lo que ha hecho es incorporar cada vez más gente, sin que quede claro si esos nuevos empleados están realmente haciendo algo o no y si lo que hacen realmente es necesario y contribuye a la sociedad, o es simplemente una forma de paliar el desempleo.

Sin empleados, el Estado no puede cumplir su función, todos entendemos esto. La discusión tampoco está en si debe haber o no Estado: debe existir y debe ser fuerte. Dicho de otra forma, necesitamos un Estado fuerte y presente que a través de sus funcionarios garantice los derechos de los ciudadanos. El problema está en dimensionar los recursos y entender cuántas personas necesitamos trabajando en el Estado para que pueda cumplir todas sus funciones principales.

El Estado es una organización y por lo tanto suceden las mismas cosas que en el resto de las organizaciones, incluidas las privadas: hay acomodos, hay gente que ocupa un lugar sin tener las capacidades o el talento necesario para ello, hay quien cobra más de lo que debería y también quien no hace nada. Cuando eso pasa, en una empresa o en otra organización privada, no nos preocupamos, porque no son nuestros bolsillos los que mantienen esa situación. Será una injusticia, pero no nos quita el sueño. Sin embargo, sí nos molesta que nos saquen el 21% cada vez que vamos al supermercado para sostener esas situaciones. No debemos olvidar que es a través de todos los impuestos que pagamos que se sostienen los salarios del Estado y que si se reduce el gasto, entonces podremos pagar menos impuestos y lo que ganamos nos alcanzará para más. Continuar leyendo

Un legado preocupante

El tiempo pasa y con él se van enfriando hasta las emociones más fuertes. ¿Cómo veremos dentro de diez años esta etapa del kirchnerismo que ya está llegando a su fin? ¿Qué diremos de nosotros mismos cuando contemplemos esta época desde otra perspectiva?

En un par de años solamente, el fanatismo de quienes han sabido lucrar con la “epopeya” kirchnerista desaparecerá y no habrá seguramente demasiado que confiesen haber sido adeptos de este gobierno. Las remeras del Nestornauta serán una suerte de reliquia y la pregunta de “¿vos no eras de La Campora?”, la negaran tres veces y cantará el gallo. No sería extraño que con el mismo fervor con el que vitorearon a Cristina, termine siendo denostada en un futuro no muy lejano.

Ni hablar de quienes han estado dirigiendo esta relato, al igual que hicieron otros en el pasado, darán la espalda a su anterior benefactor al grito de “muerto el rey, viva el rey”. Ni las fotos con los jerarcas del viejo régimen los harán confesar su pecado de antaño. ¿O acaso queda algún menemista? Tampoco quedarán kirchneristas.

¿Y qué diremos los demás? Los que nos mantuvimos al margen de la locura, pero vimos con nuestros propios ojos como se desperdiciaba una oportunidad única de ser un gran país. Seguiremos hablando de aquel “Argentina potencia”, rememorando los tiempos en los que éramos el mejor alumno de América Latina… ¿seremos junto con Venezuela el peor en diez años? Nuestros ojos mirarán a nuestros hermanos latinoamericanos, que alguna vez supieron vernos como un ejemplo y envidiarán su pasado y su porvenir.

La mayoría veremos con horror la locura en la que estuvimos envueltos. No podremos creer que durante doce años nos gobernaron un grupo de prepotentes que socavaron hasta los cimientos de la república. Y diremos con consternación: “Pero la gente los votó”. Esta etapa será la prueba más contundente de que una democracia sin república es como manejar por la cornisa: un descuido y nos fuimos para abajo.

Pero yo creo que sobre todo nos lamentaremos por el cambio cultural que este Gobierno ha impreso en la Argentina. Nos hemos convertido en un país donde el trabajo no es un valor, donde la gente se ha acostumbrado, todavía más que antes, a esperar del Estado lo que tiene que venir de su propio esfuerzo. Pero también fue la década de los derechos, de aquellos que reclamaban para sí, sin darse cuenta que lo que unos reciben alguien lo tiene que dar. Con el latiguillo de que se le sacaba a los grupos concentrados para darle a la gente, todo era válido. Se fomentó más que nunca la falsa idea de que los recursos públicos son infinitos. Todo es para todos. Todo fue para todos. Pero al final no fue para nadie, porque no había recursos ni para empezar a distribuir.

También se ha generado una división en nuestro país. Se ha empujado todas las situaciones a resolverse con un conflicto: patria o buitres, Clarín o Cristina… son innumerables las contraposiciones que nos han acostumbrado a los argentinos a pensar que en todo hay una batalla: uno gana y otro pierde. La realidad no es un juego de suma cero, no se trata de que uno gane y otro pierda, sino de pensar cómo hacemos para ganar todos. Se habló mucho de redistribución, pero poco de generación. Porque si no se piensa cómo hacer para generar la riqueza, lo que se redistribuye es la pobreza, práctica que han llevado adelante tanto Venezuela como Cuba. El foco siempre estuvo en sacarle a otros en lugar de buscar la forma de que haya más para todos.

A fuerza de mentiras, el kirchnerismo logró convencer a muchos de cosas que son absurdas fantasías. La inflación no viene de la excesiva emisión, sino de malvados grupos concentrados que quieren ver sufrir a la gente. Y tal vez, muchas de estas mentiras perduren varias décadas en el imaginario popular. Es que es más fácil pensar que los problemas los produce una entidad maligna, a esforzarse por entender las verdaderas causas.

En diez años, mientras esté tomando un café con un amigo, evocaré con asombro esta “década ganada”. Recordaré lo cerca que estuvimos de perder nuestra república. Y espero también, que dentro de diez años también pueda decir con alivio “por suerte, los que vinieron después se encargaron de que la república siga existiendo”. Pero no tengo la misma esperanza con el cambio cultural que sufrió nuestro país. Tal vez dentro de diez años, ese mismo café de por medio, me esté quejando de que nuestros valores han cambiado y que todavía, a pesar de los esfuerzos hechos, no los hemos recuperado.

La negativa política

Dicen quienes están hoy en las filas del Gobierno que durante esta década ha vuelto, gracias a ellos, a surgir la militancia, cuando en realidad no hemos visto más que la fuerza de un aparato clientelista de magnitudes desconocidas en la Argentina. Esta forma de llevar adelante la cosa pública le ha hecho mucho daño a la política en sí misma y deja una herencia terrible que necesitamos revertir.

Hemos caído, sin darnos cuenta tal vez, en una política enfocada en las personas y no en las ideas: por eso han surgido con tanta fuerza los personalismos y se han disuelto los movimiento. Los referentes hoy son personas solitarias, ya no hay ideas, ya no hay un partido. A estos últimos les ha tocado la suerte de convertirse en meros vehículos electorales. Por supuesto que los “movimientos” basados en el clientelismo no cuentan: son sólo mercenarios que trabajan para quien pague por sus servicios.

La política es buena, es necesaria, porque es justamente en ese terreno en donde se define cómo vamos a vivir los argentinos. Nuestro país tiene problemas y el debate de esas soluciones se da justamente en la política. Pero entre otras cosas, se define también en este terreno, quién tendrá el poder.

El debate de ideas, en este contexto, se torna imprescindible. Hemos perdido por completo este hábito y con él la capacidad de encontrar solución a muchos de los problemas que hoy agobian a nuestro país. El debate de ideas encierra en sí mismo una premisa: la solución más creativa no necesariamente está en una sola persona o grupo de personas. Esto último es casi una herejía en el paradigma político actual, donde todo emana de la absoluta certeza del fanatismo. Hoy hay un combate entre enemigos. Los unos de un lado, los otros del otro y un ataque permanente. Nuestros diarios se han convertido en una tribuna local desde donde se abuchea a los de enfrente. Y esto, lo digo y estoy seguro que casi todos lo comparten, no contribuye en nada a construir el país en el que queremos vivir.

Pero es natural, porque estamos viviendo una época en el que hay enemigos y no adversarios. Porque los enemigos combaten entre ellos, mientras que los adversarios luchan por una idea. Y es justamente de esta lucha entre adversarios que la sociedad se nutre para decidir cuál es la mejor solución a los problemas que hay, para optar por el país en el que quiere vivir.

Estas reflexiones son necesarias: que todos los que pensamos distinto nos juntemos en una mesa a escucharnos y discutir es la forma más segura de llegar a entender un problema y por lo tanto a plantear las soluciones más inteligentes. La demostración empírica de que este sano intercambio no existe es el hecho de que la Argentina tenga problemas casi endémicos, fáciles de solucionar, pero que siguen golpeándonos como si fueran nuevos. La marginalidad y el desempleo son dos de esas cuestiones: no se ha esbozado siquiera un principio de solución porque no hay nadie que se ocupe de pensar en esos temas y ambos se siguen atacando desde una perspectiva eminentemente económica, como una cuestión colateral de la marcha general de la economía. Claro, es lo más fácil y lo que requiere menos esfuerzo.

Pero hay una razón para esto: la política ha perdido su vocación de hacerse desde las ideas. Hoy quienes llegan a ocupar cargos electivos o incluso políticos dentro de la administración, carecen de ideas y ni siquiera se fijan en ellas. La política parece haberse convertido en un camino más para hacer negocios: la corrupción siempre existió, pero hoy hay personas que se acercan a la política  con el único objetivo de amasar una fortuna. Hoy la corrupción no es el pecado de  un idealista o la tentación del que piensa el futuro de nuestro país, es la razón por la que muchos se han volcado al servicio de la cosa pública.

Entre todas las cosas que habrá que reconstruir cuando este gobierno se extinga, es justamente la concepción de la política la más importante, porque si no empezamos por ahí, la historia se seguirá repitiendo. El kirchnerismo se ha alzado con el monopolio de todo, porque se ha creído un movimiento profético, cuando se comportó en realidad como una asociación con fines muy concretos. Nos han querido convencer que gracias a ellos volvió a surgir la política en la argentina, cuando en realidad han profundizado un paradigma donde llega más alto quien mejor sabe operar: por eso se ha basado tanto en construir poderosos mecanismos de inteligencia.

La política es una tierra arrasada, otra más que ha dejado atrás este gobierno, otro aspecto más que necesitamos reconstruir los argentinos. Para eso tenemos que empezar a entender que la política es la discusión de las ideas, el debate y sobre todo, el saber que el otro puede tener la solución que yo no encuentro, la inteligencia que me falta. Pero es también una cuestión cultural, el argentino por su naturaleza desprecia lo que piensa el otro, se cree un genio: claro que en soledad nuestra voz es la del hombre brillante, pero entre muchas otras se torna sólo una idea más y eso nos aterra. Tenemos que perderle el miedo al pensamiento del otro, porque no es muestra de debilidad el apreciar la capacidad de los demás, sino más bien el gesto de la más grande fortaleza.

Todos los argentinos tenemos el deber de volver a construir la política, de volver a armar este espacio de ideas donde se define el país en el que vamos a vivir. Si no lo hacemos, seguiremos improvisando al ritmo de las tragedias y terminaremos viviendo en el país que nunca quisimos tener.

El costo de los derechos

Hay una frase muy conocida que realmente me gusta: “Donde hay una necesidad nace un derecho”. Si la frase no se toma a la ligera o como una excusa para la demagogia, es cierto que la verdadera necesidad del prójimo debe generar un derecho. Eso implica que hay un Estado que se hace responsable por garantizar que ese derecho se cumpla y que detrás de ese Estado hay muchos ciudadanos que contribuyen con su trabajo para que eso sea así. Y es justamente esta última idea la que nunca se termina vislumbrando.

Empiezo por decir que todo derecho genera una obligación, en principio, la obligación del Estado. Pero detrás de esa obligación está otra, que es la de los ciudadanos a contribuir a ese Estado, lo cual se hace a través del pago de impuestos. Pero el Estado, que en el fondo es un espacio de poder, ha sabido con el tiempo disimular ese pago de impuestos y a veces nos cuesta dimensionar con claridad todos los impuestos que estamos pagando.

A muchos les asalta un ataque de rabia cuando ven que les descuentan el impuesto a las ganancias del sueldo, pero pocos se indignan cuando al gastar mil pesos, cerca de ciento setenta y cinco pesos, van directo al arca del Estado (el IVA). Y estos son sólo los impuestos que terminamos pagando todos los ciudadanos. También están los impuestos que pagan las empresas, sobre todo las grandes empresas. Esos que cuando el Estado los crea salimos todos a festejarlos, porque creemos que por fin están pagando los grandes en lugar de los chicos. Otra ilusión: como especialista en gestión sé muy bien que las empresas cuando tienen que pagar un nuevo impuesto suben los precios. Esto quiere decir que, por más que los aplausos quieran ocultarlo, cada vez que se le agrega un impuesto a una empresa, somos todos los ciudadanos los que sin darnos cuenta nos solidarizamos y lo pagamos en el precio de lo que nos venden.

¿Cuántos días trabajamos por año para pagar impuestos? Hay muchos valores, pero he visto alguno que roza los 215 días al año: es decir que en el año, una persona puede aprovechar el fruto de su trabajo, recién después del día 215, porque hasta ese día ha trabajado sólo para pagar impuestos. Sin detenerme en el valor, quiero llegar finalmente al punto: nuestro trabajo es la forma que tenemos de contribuir al Estado, para que éste haga lo suyo y garantice los derechos de las personas.

Entonces, volviendo a la frase con la que abrí mi artículo, si ante cada necesidad se crea un derecho, significa que ante cada necesidad los argentinos deberemos trabajar más y más para garantizar los derechos de todos, porque serán necesarios más impuestos para poder financiar ese derecho. Esto muchas veces no lo entrevemos con claridad y entonces reclamamos más derechos para todos, sin darnos cuenta que terminaremos pagándolos entre todos, siendo los que llevan la peor parte los trabajadores. Porque en definitiva, los más débiles, los que no pueden o no quieren trabajar, se ven beneficiados por este sistema. Así, la tentación de convertirse en un “débil” es cada vez más grande. Y en este punto hay que dejar algo en claro: el trabajo estatal no cuenta realmente como “trabajo”, porque son justamente los mismos trabajadores los que pagan esos sueldos, no surgen de una actividad económica.

Yo soy un partidario de que necesitamos un Estado fuerte que genere condiciones para que se cumplan los derechos de las personas. Y estoy convencido de que la necesidad realmente crea derechos. Pero tampoco podemos tener una masa de trabajadores que día a día se despiertan y van a su trabajo para garantizar los derechos de otros muchos que no tienen el mismo nivel de esfuerzo.

Hay quienes dicen que sólo es cuestión de que el Estado administre mejor los recursos que tiene, pero no olvidemos que el Estado es también un espacio de poder y como tal tiene que ser sostenido: lamentablemente a fuerza de beneficiarios y gente que muchas veces se aprovecha de su posición, lo que nunca va a cambiar. Hay un adaggio que reza: “Es fácil administrar la abundancia, lo difícil es administrar la escasez”. Los operadores del Estado primero se pagarán a sí mismos lo que les corresponda, con salarios o dádivas, y luego se ocuparán de los derechos de los ciudadanos. Y cuando haya escasez, entonces deberán recortar derechos… y si no recortan derechos, entonces tendremos que trabajar cada vez más días al año para sostenerlo: muchas más alternativas no hay. Hoy el Gobierno ante la escasez favorece el impuesto inflacionario, variable de ajuste que la Argentina ha fomentado siempre para cubrir las ineficiencias de un Estado que cada vez exige más a sus ciudadanos.

No nos engañemos, los derechos son algo maravilloso, pero recordemos que alguien tiene que pagar por ellos. Cada vez que se crea un nuevo derecho, cada vez que se anuncia un aumento jubilatorio, que se crea un subsidio o que se fomenta alguna actividad desde el Estado, somos todos nosotros los que pagamos, por más que nos quieran hacer creer que le van a cobrar más impuestos a los grandes. Los grandes y el Estado nunca son los primeros en sufrir, antes que ellos sufran, se va a desangrar primero el pueblo entero.

La izquierda como atraso

Allá por los 70 el mundo hablaba en dialecto comunista. No se podía ser un intelectual sin ser de izquierda y todo el mundo estaba enamorado de esos regímenes que mostraban el paraíso del proletariado, mientras en su seno ocultaban las mayores brutalidades. Pero la realidad es más fuerte que el relato y la llamada izquierda, afín a la doctrina marxista, ha visto su fin allá por el 89, cuando caía el muro de Berlín. Sólo algunos países sobreviven bajo el rótulo del comunismo, que demostró su evidente fracaso. Sin embargo, sólo unos muy pocos son realmente fieles a esa doctrina, el resto son sólo un sistema totalitario, una tiranía sin color ni contenido.

En el mundo entero esas ideas han desaparecido, porque quedó demostrado que las cosas estaban cambiando y la gran mayoría de los países desarrollados entendieron por fin que nada podía pasar por el marxismo. Y así fue como el rojo, excepto en algunos reductos, se vio extinto en pocos años.

Pero en Argentina, tal vez sea por esa sistemática negación que tenemos al futuro, hoy hay todavía personas que sueñan con ideas de izquierda. Tal vez la culpa de esto la tenga el hecho de que en muchas universidades públicas todavía existen docentes aferrados a esas entelequias del pasado: nunca tuvieron que salir del claustro a conocer la realidad y por eso seguramente el marxismo les resulta seductor.

Hoy la izquierda representa el mayor de los atrasos, es la mirada al pasado y el resentimiento del paraíso perdido. Y con todo eso sobre sus hombros sale a buscar la revancha. Hoy tenemos un ministro de Economía que aplica recetas de izquierda: porque la izquierda, por su propia naturaleza, niega la libertad a las personas. Tanto afán por mejorar la vida de las personas los convierte en jueces y mesías. En su obsesión transforman sus buenas intenciones de un mundo mejor en una epopeya totalitaria: los demás tenemos que recibir ese mundo mejor por las buenas o por las malas. De ahí surgió el terrorismo que implementó la izquierda en el pasado.

Y el actual gobierno, que parece nutrirse de la izquierda, todo lo quiere controlar, en todo quiere inmiscuirse. La Unión Soviética cayó por una sola razón: la pérdida de eficiencia. Todo costaba mucho más, porque un control tras otro sólo hacen que crezcan las burocracias. Así, uno termina haciendo y diez controlando. Por eso las personas en los sistemas comunistas vivían en la pobreza: hay muy poca gente trabajando y por lo tanto escasean los bienes y servicios.

Cuando estaba haciendo mi maestría, en el curso de macroeconomía nuestro profesor dijo una vez que “las economías pueden ser más o menos planificadas, pero siguen siendo lo mismo”. Porque no hay una economía de izquierda y otra economía de derecha, sólo que la izquierda quiere digitar todo. Y así es como empiezan a surgir los problemas. Pero la poca creatividad de los que se conciben a sí mismos como “progresistas” sólo sabe solucionar los problemas con controles. Y si algo no funciona, entonces se necesitan más controles. Así bajó el dólar, con controles. Pero el problema persiste, sólo que explotará por otro lado o bien se difiere su explosión en el tiempo.

En la Unión Soviética, cuando las cosas estaban mal, se intentaba suplantar la realidad con el relato, de ahí la persecución que realizaba el régimen para con todos aquellos que intentaban mostrar lo que sucedía. El comunismo totalitario también creía que a fuerza propaganda se podía transformar la realidad.

Es que la izquierda, más que una ideología, más que una doctrina, ha demostrado ser una colección de métodos para transformar las cosas, métodos regidos por los principios del control y la propaganda. Lo sé, todos los totalitarismos tienen esos métodos, lo que sólo quiere decir que la izquierda no es más que otro totalitarismo: las ideas se convirtieron sólo en la forma en que se justifican las aberraciones.

En nuestro país también se aproxima la caída del muro. Pronto este experimento que fue el Kirchnerismo verá su fin. Pero mientras en la Argentina haya personas que sigan teniendo fe en que la izquierda es un camino viable para nuestro país, entonces corremos el riesgo de volver a caer en este error.

Yo no creo que el Kirchnerimos tenga ideología, simplemente ha sabido leer en la sociedad un anhelo que los 90 ayudaron a construir: más Estado y más izquierda, para contrarrestar el saqueo que se hizo bajo la falsa bandera del neoliberalismo. El Kirchnerismo, que nació bajo el rótulo del peronismo, encontró en la izquierda la justificación para todo lo que vendría después de la 125, punto de inflexión en el discurso del gobierno. Pero eso fue lo que hizo que personajes que han estado siempre en espacios de izquierda se hayan puesto al servicio del poder: les vino bien el viraje ideológico.

Pero ciertamente todo esto fue posible porque en la Argentina no tenemos esa aversión por la izquierda que tienen otros países. Todavía creemos que más Estado y más control todo lo pueden: es ese totalitarismo que parece inspirarnos como país. Este proceso concluirá y nuestro actual ministro de Economía, con todas sus metodologías soviéticas también se irá. Pero más importante que su conclusión es que no se vuelva a repetir en la historia de nuestro país un nuevo experimento como este, que a fuerza de fanatismo nos hizo perder una década que podría haber sido verdaderamente ganada.

Tiempo de dejar creer en los mitos

Durante esta última veintena de años, y no sólo en la Argentina, las compañías automotrices han hecho lobby para que todos nosotros, los ciudadanos, pongamos plata de nuestro bolsillo para garantizar su subsistencia. No directamente, claro, pero la infinita bondad con la que son tratadas estas compañías por el Estado se financia con dinero que todos nosotros aportamos a través de nuestro trabajo diario.

Es un lobby del que torpemente se hacen eco sindicatos y políticos, incluso los medios y la sociedad en general. Es un lobby que engaña, que a fuerza de falacias consigue lo que casi ninguna empresa logra en el mundo: que el Estado transforme su negocio inviable en uno viable.

Todos entran en pánico cuando una automotriz amenaza con cerrar o con suspender a sus trabajadores. Los sindicatos inmediatamente corren detrás de la fuente de trabajo: absurdo y anacrónico eufemismo para referirse a su ignorancia para proponer soluciones que garanticen un trabajo digno a todos y que se pueda sostener en el tiempo. Porque lo importante no es que la fuente de trabajo no se destruya, sino que haya trabajo para todos.

Tal vez por sostener una fuente de trabajo no se está permitiendo que las mismas se multipliquen. Un ejemplo concreto: ¿qué genera más trabajo, mil pesos gastados en un restaurante o mil pesos gastados en un auto? En el primer caso se trata de una actividad de mano de obra intensiva, en el segundo, la mayor parte del dinero se termina gastando en materia prima y energía. Porque si bien el auto se construye con trabajo, cuestan más la materia prima y la energía utilizadas que los salarios. Pero la pereza intelectual de los sindicatos no les permite hacer este balance y se arrojan sobre la fuente de trabajo que se pierde, en lugar de concentrarse en la fuente de trabajo que se podría generar. Siempre los ojos puestos en el hoy y nunca en el futuro.

Desde el gobierno inmediatamente se les presta ayuda -subsidios, financiación, exenciones y facilidades- para que puedan seguir generando un producto que la gente quiere a toda costa: los argentinos parecieran estar más enamorados de sus autos que de sus mujeres. Se piensa en la pérdida para la economía y entonces se incurre en una pérdida aún mayor, para evitar aquella que era menor. Así absurdo como suena, así sucede. Si la gente no compra autos, porque no puede, entonces gastará su dinero en otra cosa, por lo que aquello que no absorbe la industria automotriz, lo absorberá otra industria.

Pero nadie se da cuenta de esto. Parece que si la gente no gasta su dinero en comprar un auto, entonces prenden fuego los billetes. Si desaparecen las automotrices, entonces otro sector se encargara de dinamizar la economía y de contribuir a su desarrollo. No es necesario que todos los ciudadanos “ayudemos” a estas gigantescas empresas para que sigan desarrollando su lucrativa actividad a costa nuestra.

Con el tiempo algunos negocios que se consideraban genuinos han pasado a ser odiados por todos. Pensemos en el tráfico de esclavos: en algún momento se dejaron de comerciar esclavos. A nadie se le ocurrió continuar con este negocio porque se iban a perder fuentes de trabajo o porque la economía iba a perder dinamismo. Lo mismo sucede con las tabacaleras: nadie en su sano juicio diría que hay que fomentar el consumo de tabaco para que no se pierdan fuentes de trabajo de la industria tabacalera. Y por último, nadie aceptaría reducir las normativas con respecto al cuidado del medioambiente que tienen que respetar las petroleras (las pocas que tienen y que cumplen), sólo para dinamizar la economía.

Ninguna nación cayó porque el tráfico de esclavos se terminó, ninguna economía quebró porque disminuye el consumo de tabaco. Pero parece que el mundo se va a hundir si se fabrican menos autos. Este mito lo han creado las propias automotrices, sobre todo los ejecutivos de las mismas, para salvar sus trabajos y sus salarios.

La industria automotriz es además un problema para la salud de nuestro planeta. Incentivarla implica directamente incrementar la contaminación y por lo tanto atentar contra nuestro nivel de vida. La sociedad ha desacreditado ya a las tabacaleras y a las petroleras. Pronto será el turno de las automotrices. ¿Llegará el día en que también les haremos juicio por los problemas respiratorios y la disminución en la esperanza de vida que nos causan sus productos? Hoy la Ciudad de Buenos Aires, según la Organización Mundial de la Salud, registra niveles de contaminación que son perjudiciales para la salud. Sabiendo esto,  ¿quién quiere ahora que haya más autos circulando? ¿Quién quiere que con nuestro dinero se financie la contaminación de nuestro aire y la consecuente reducción de nuestros años de vida?

Los tiempos de nuestra ignorancia, aquellos en los que veíamos la contaminación y creíamos que era un signo de progreso, ya se terminaron. La industria automotriz no es la única forma de dinamizar la economía y tampoco es la única que genera puestos de trabajo. No sólo eso, los productos de la industria automotriz contaminan nuestro aire y disminuyen nuestra calidad de vida. Pero todo esto lo ignoran los principales actores de nuestra escena nacional, e incluso del mundo entero (recordemos que varios países han rescatado a GM de la quiebra). Es hora de que dejemos de creer en estos mitos de las automotrices.

Las villas no son un “problema”

Es curioso, por emplear un término neutral, que se hable tanto del “problema de las villas”. La forma en que nombramos a las cosas suele implicar muchos otros conceptos que no estamos enunciando explícitamente. Resumir toda una realidad llamándola “el problema de las villas”, habla de una perspectiva inapropiada y por lo tanto la “solución” que se sugiera, desde su concepción, va a estar lejos de tener algún sentido o aplicación práctica. Porque la perspectiva, aunque a veces no lo parezca, determina la metodología y los pasos a seguir; por eso tratar a las villas como un problema nunca va a resolver ninguna de las problemáticas de estos asentamientos.

La enfermedad, el hambre, la contaminación. Todos estos son problemas. Porque necesitan una solución, porque no son parte de nuestro mundo ideal, sino que queremos que dejen de existir. Las villas no son un problema, son una realidad. Como toda realidad tiene sus problemáticas, sus desafíos y sus dificultades. No es sólo una cuestión meramente verbal, sino que calificarlas de “problema” pone de manifiesto un reduccionismo que olvida que, quienes habitan estas áreas de la ciudad, tienen también el derecho a participar de la solución y ser meros espectadores de intentos “civilizadores”.

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La marginalidad está fuera de la ley

Quienes hemos trabajado en el sector privado y conocemos la dinámica del mercado, sabemos perfectamente que para que una empresa pueda posicionar exitosamente un producto es necesario que ese producto sea bueno. El mercado es cruel. Si el producto no es bueno, desaparece pronto. La palabra “bueno”, que parece tan vaga y amplia, se refiere a la preferencia de quien lo vaya comprar, es decir que ese producto sea apropiado para mi mercado objetivo. Si yo quiero venderle autos a la gente rica, entonces voy a hacer un auto caro y con todos los lujos. Si yo quiero venderle un auto a la clase media baja, entonces voy a hacer un auto barato y bonito. Es decir que voy a adaptar mi producto a lo que mi cliente quiere o necesita. De aquí que las empresas tengan claro que lo más importante es siempre el cliente.

El concepto de cliente, que tanto suele disgustar a quienes están vinculados a organizaciones sin fines de lucro y mucho más aún al sector público, es un concepto básico que pone el foco en el hecho de que estamos haciendo las cosas para alguien y que es justamente ese alguien quien juzga si lo que hacemos es bueno o no para él. Desde esta perspectiva podemos decir sin problema que el Estado tiene clientes: es decir, todos nosotros. Y los clientes somos siempre lo más importante.

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