El candidato del aparato

No hay mérito en subsistir o perdurar en el tiempo. Estar en la fila esperando, durante muchos años, a que toque el turno no puede ser el único argumento para llegar a la Presidencia de la Nación. El kirchnerismo parece resignarse cada vez más al hecho casi consumado de que Scioli será su candidato. Un candidato que ellos desprecian, pero que parece ser el único que puede brindar no sólo un salvoconducto para los protagonistas de esta década ganada, sino también un triunfo con lo justo.

Pero las encuestas que lo muestran ganador no logran darle méritos para ocupar el sillón de Rivadavia. Todos recordamos el aprieto en el que lo puso en aquel entonces el Ejecutivo cuando amenazó con no transferirle los fondos para pagar sueldos. Buenos Aires es todavía una provincia que no logra sostenerse con sus propios ingresos, a pesar de la gran cantidad de impuestos que recauda. La gestión evidentemente no fue el fuerte del Gobernador en estos años.

Pero tampoco lo fue la seguridad, que a fuerza de propaganda y medidas tan estridentes como ineficaces, se intentó imponer como un tema al que se le ha brindado la mayor de las atenciones. Todos lo sabemos: cruzando la General Paz el delito aumenta.

Salvo algún que otro municipio aislado, la Provincia no ha evolucionado en la última década. Nadie en su sano juicio felicita al piloto por no haber estrellado la nave: es lo que se espera, que la nave no se estrelle.

En la reciente entrevista que le hizo Joaquín Morales Solá a Scioli quedó de manifiesto que la situación de la Provincia no es sólo una cuestión de contexto, sino de conducción. Hace unos años tuve un entrenamiento de prensa. Hicimos una simulación de conferencia de prensa en una situación de crisis. El único grupo que logró salvar la situación fue aquel que se dedicó a imponer su idea en lugar de contestar a las preguntas de los periodistas. La moraleja fue que no importa lo que te pregunten, vos tenés que decir aquello que querés que la gente escuche. A Daniel Scioli seguramente le dieron el mismo entrenamiento, pero no tuvo siquiera un ápice de sutileza al momento de aplicar la estrategia: Morales Solá le dijo de manera directa que “no estaba respondiendo la pregunta”. Y aquí no es cuestión de interpretación, por más adoración que uno sienta por Scioli, lo cierto es que se esforzaba por no dar respuestas. Pero llegó un punto en el que el esfuerzo se notaba demasiado y parecía ya sordo a cualquier interpelación del periodista.

Es notorio también que no recuerde ninguna gran idea del Gobernador. Pareciera moverse en una vacuidad casi absoluta. Ni siquiera ha heredado del kirchnerismo ese don de hablar de izquierda mientras se actúa por derecha. Tanto la Presidente como algunos miembros del gabinete utilizan la palabra para transmitir alguna idea: contradictoria, inconsistente, pero idea al fin. Scioli parece no estar contaminado con ninguna ideología, es antiséptico.

Demuestra que se trata de una cuestión de conducción el hecho de que desde el inicio de su carrera ha sido un mar se sonrisas para con todos, incluso para quienes lo han maltratado públicamente, como lo hizo el kirchnerismo en tantas oportunidades. Y en todos los casos, ante las agresiones y los atropellos, Scioli reaccionó con una lealtad casi impensada. Sostenerse paciente a pesar de las provocaciones pueda ser una estrategia calculada, pero nunca puede esta estrategia durar una década. No espero de ningún gobernador que depende de las arcas nacionales una rebeldía brutal y caudillezca, pero sí al menos cierta marca, cierto ponerse de pie y mirar con firmeza. Otros gobernadores lo han hecho.

Pero a pesar de todo esto, Scioli logra erigirse como un candidato plausible en las próximas elecciones. Es el milagro del aparato y de la operación política. Un aparato que está enquistado en la Provincia de Buenos Aires y que se nutre de la conveniencia de los intendentes que marchan con resolución bajo el ala de aquel que les pueda garantizar la eterna permanencia. También La Cámpora se fue plegando con sutileza a su nuevo paladín: pura conveniencia. A esto se suman los operadores políticos del oficialismo que ven alguna esperanza de continuidad, no del modelo, sino de su propia carrera.

Así es como entre operadores y aparato han pujado y pugnado para que Scioli hoy se encuentre en el podio, alimentando las esperanzas de quienes de otra forma deberían batirse en retirada, dispersos y con temor a ser juzgados por sus crímenes de corrupción. Pero la última palabra la tendremos nosotros en las urnas.

Un legado preocupante

El tiempo pasa y con él se van enfriando hasta las emociones más fuertes. ¿Cómo veremos dentro de diez años esta etapa del kirchnerismo que ya está llegando a su fin? ¿Qué diremos de nosotros mismos cuando contemplemos esta época desde otra perspectiva?

En un par de años solamente, el fanatismo de quienes han sabido lucrar con la “epopeya” kirchnerista desaparecerá y no habrá seguramente demasiado que confiesen haber sido adeptos de este gobierno. Las remeras del Nestornauta serán una suerte de reliquia y la pregunta de “¿vos no eras de La Campora?”, la negaran tres veces y cantará el gallo. No sería extraño que con el mismo fervor con el que vitorearon a Cristina, termine siendo denostada en un futuro no muy lejano.

Ni hablar de quienes han estado dirigiendo esta relato, al igual que hicieron otros en el pasado, darán la espalda a su anterior benefactor al grito de “muerto el rey, viva el rey”. Ni las fotos con los jerarcas del viejo régimen los harán confesar su pecado de antaño. ¿O acaso queda algún menemista? Tampoco quedarán kirchneristas.

¿Y qué diremos los demás? Los que nos mantuvimos al margen de la locura, pero vimos con nuestros propios ojos como se desperdiciaba una oportunidad única de ser un gran país. Seguiremos hablando de aquel “Argentina potencia”, rememorando los tiempos en los que éramos el mejor alumno de América Latina… ¿seremos junto con Venezuela el peor en diez años? Nuestros ojos mirarán a nuestros hermanos latinoamericanos, que alguna vez supieron vernos como un ejemplo y envidiarán su pasado y su porvenir.

La mayoría veremos con horror la locura en la que estuvimos envueltos. No podremos creer que durante doce años nos gobernaron un grupo de prepotentes que socavaron hasta los cimientos de la república. Y diremos con consternación: “Pero la gente los votó”. Esta etapa será la prueba más contundente de que una democracia sin república es como manejar por la cornisa: un descuido y nos fuimos para abajo.

Pero yo creo que sobre todo nos lamentaremos por el cambio cultural que este Gobierno ha impreso en la Argentina. Nos hemos convertido en un país donde el trabajo no es un valor, donde la gente se ha acostumbrado, todavía más que antes, a esperar del Estado lo que tiene que venir de su propio esfuerzo. Pero también fue la década de los derechos, de aquellos que reclamaban para sí, sin darse cuenta que lo que unos reciben alguien lo tiene que dar. Con el latiguillo de que se le sacaba a los grupos concentrados para darle a la gente, todo era válido. Se fomentó más que nunca la falsa idea de que los recursos públicos son infinitos. Todo es para todos. Todo fue para todos. Pero al final no fue para nadie, porque no había recursos ni para empezar a distribuir.

También se ha generado una división en nuestro país. Se ha empujado todas las situaciones a resolverse con un conflicto: patria o buitres, Clarín o Cristina… son innumerables las contraposiciones que nos han acostumbrado a los argentinos a pensar que en todo hay una batalla: uno gana y otro pierde. La realidad no es un juego de suma cero, no se trata de que uno gane y otro pierda, sino de pensar cómo hacemos para ganar todos. Se habló mucho de redistribución, pero poco de generación. Porque si no se piensa cómo hacer para generar la riqueza, lo que se redistribuye es la pobreza, práctica que han llevado adelante tanto Venezuela como Cuba. El foco siempre estuvo en sacarle a otros en lugar de buscar la forma de que haya más para todos.

A fuerza de mentiras, el kirchnerismo logró convencer a muchos de cosas que son absurdas fantasías. La inflación no viene de la excesiva emisión, sino de malvados grupos concentrados que quieren ver sufrir a la gente. Y tal vez, muchas de estas mentiras perduren varias décadas en el imaginario popular. Es que es más fácil pensar que los problemas los produce una entidad maligna, a esforzarse por entender las verdaderas causas.

En diez años, mientras esté tomando un café con un amigo, evocaré con asombro esta “década ganada”. Recordaré lo cerca que estuvimos de perder nuestra república. Y espero también, que dentro de diez años también pueda decir con alivio “por suerte, los que vinieron después se encargaron de que la república siga existiendo”. Pero no tengo la misma esperanza con el cambio cultural que sufrió nuestro país. Tal vez dentro de diez años, ese mismo café de por medio, me esté quejando de que nuestros valores han cambiado y que todavía, a pesar de los esfuerzos hechos, no los hemos recuperado.

La negativa política

Dicen quienes están hoy en las filas del Gobierno que durante esta década ha vuelto, gracias a ellos, a surgir la militancia, cuando en realidad no hemos visto más que la fuerza de un aparato clientelista de magnitudes desconocidas en la Argentina. Esta forma de llevar adelante la cosa pública le ha hecho mucho daño a la política en sí misma y deja una herencia terrible que necesitamos revertir.

Hemos caído, sin darnos cuenta tal vez, en una política enfocada en las personas y no en las ideas: por eso han surgido con tanta fuerza los personalismos y se han disuelto los movimiento. Los referentes hoy son personas solitarias, ya no hay ideas, ya no hay un partido. A estos últimos les ha tocado la suerte de convertirse en meros vehículos electorales. Por supuesto que los “movimientos” basados en el clientelismo no cuentan: son sólo mercenarios que trabajan para quien pague por sus servicios.

La política es buena, es necesaria, porque es justamente en ese terreno en donde se define cómo vamos a vivir los argentinos. Nuestro país tiene problemas y el debate de esas soluciones se da justamente en la política. Pero entre otras cosas, se define también en este terreno, quién tendrá el poder.

El debate de ideas, en este contexto, se torna imprescindible. Hemos perdido por completo este hábito y con él la capacidad de encontrar solución a muchos de los problemas que hoy agobian a nuestro país. El debate de ideas encierra en sí mismo una premisa: la solución más creativa no necesariamente está en una sola persona o grupo de personas. Esto último es casi una herejía en el paradigma político actual, donde todo emana de la absoluta certeza del fanatismo. Hoy hay un combate entre enemigos. Los unos de un lado, los otros del otro y un ataque permanente. Nuestros diarios se han convertido en una tribuna local desde donde se abuchea a los de enfrente. Y esto, lo digo y estoy seguro que casi todos lo comparten, no contribuye en nada a construir el país en el que queremos vivir.

Pero es natural, porque estamos viviendo una época en el que hay enemigos y no adversarios. Porque los enemigos combaten entre ellos, mientras que los adversarios luchan por una idea. Y es justamente de esta lucha entre adversarios que la sociedad se nutre para decidir cuál es la mejor solución a los problemas que hay, para optar por el país en el que quiere vivir.

Estas reflexiones son necesarias: que todos los que pensamos distinto nos juntemos en una mesa a escucharnos y discutir es la forma más segura de llegar a entender un problema y por lo tanto a plantear las soluciones más inteligentes. La demostración empírica de que este sano intercambio no existe es el hecho de que la Argentina tenga problemas casi endémicos, fáciles de solucionar, pero que siguen golpeándonos como si fueran nuevos. La marginalidad y el desempleo son dos de esas cuestiones: no se ha esbozado siquiera un principio de solución porque no hay nadie que se ocupe de pensar en esos temas y ambos se siguen atacando desde una perspectiva eminentemente económica, como una cuestión colateral de la marcha general de la economía. Claro, es lo más fácil y lo que requiere menos esfuerzo.

Pero hay una razón para esto: la política ha perdido su vocación de hacerse desde las ideas. Hoy quienes llegan a ocupar cargos electivos o incluso políticos dentro de la administración, carecen de ideas y ni siquiera se fijan en ellas. La política parece haberse convertido en un camino más para hacer negocios: la corrupción siempre existió, pero hoy hay personas que se acercan a la política  con el único objetivo de amasar una fortuna. Hoy la corrupción no es el pecado de  un idealista o la tentación del que piensa el futuro de nuestro país, es la razón por la que muchos se han volcado al servicio de la cosa pública.

Entre todas las cosas que habrá que reconstruir cuando este gobierno se extinga, es justamente la concepción de la política la más importante, porque si no empezamos por ahí, la historia se seguirá repitiendo. El kirchnerismo se ha alzado con el monopolio de todo, porque se ha creído un movimiento profético, cuando se comportó en realidad como una asociación con fines muy concretos. Nos han querido convencer que gracias a ellos volvió a surgir la política en la argentina, cuando en realidad han profundizado un paradigma donde llega más alto quien mejor sabe operar: por eso se ha basado tanto en construir poderosos mecanismos de inteligencia.

La política es una tierra arrasada, otra más que ha dejado atrás este gobierno, otro aspecto más que necesitamos reconstruir los argentinos. Para eso tenemos que empezar a entender que la política es la discusión de las ideas, el debate y sobre todo, el saber que el otro puede tener la solución que yo no encuentro, la inteligencia que me falta. Pero es también una cuestión cultural, el argentino por su naturaleza desprecia lo que piensa el otro, se cree un genio: claro que en soledad nuestra voz es la del hombre brillante, pero entre muchas otras se torna sólo una idea más y eso nos aterra. Tenemos que perderle el miedo al pensamiento del otro, porque no es muestra de debilidad el apreciar la capacidad de los demás, sino más bien el gesto de la más grande fortaleza.

Todos los argentinos tenemos el deber de volver a construir la política, de volver a armar este espacio de ideas donde se define el país en el que vamos a vivir. Si no lo hacemos, seguiremos improvisando al ritmo de las tragedias y terminaremos viviendo en el país que nunca quisimos tener.

De espionajes y decadencia

El caso del fiscal Nisman ha sacado a la luz mucho más que de lo que dice la denuncia. Lentamente van apareciendo distintos personajes, distintos testimonios y con ellos se revela una metodología de esta década. 

Los eventos de los últimos días trajeron a nuestra memoria otras historias de espionaje que hemos escuchado en estos diez años. Primero es importante entender que “Inteligencia” es aquel área que se ocupa de conseguir información con un determinado fin y ordenarla. En un gobierno democrático la Inteligencia es necesaria y no tiene ninguna connotación negativa. La policía necesita recopilar información sobre los delincuentes para poder presentarla como pruebas y que la justicia pueda encarcelarlos. El ejército necesita recopilar información sobre posibles amenazas externas (terrorismo por ejemplo) para neutralizarlas. La Inteligencia es, en todo caso, una herramienta necesaria de cualquier República: para protegerla de aquellos que desde afuera la quieren socavar y para resguardarla de quienes desde adentro no respetan las leyes.  Continuar leyendo

El gen del autoritarismo

El atropello es, en esencia, una cualidad intrínseca de cualquier autoritarismo. Porque quien atropella al otro también lo ignora. Está tan centrado en sus ideas y pensamientos que se termina olvidando que existen los demás. Pero sobre todo le quita valor al otro, no considera que tenga algo importante o interesante para decir, al punto que en muchos casos el otro se torna un enemigo por el solo hecho de interponerse, aunque con razón, a sus objetivos.

Quien atropella tiene además cierto grado de fanatismo y la absurda convicción de que es mejor que los demás y que por lo tanto tiene derecho a ese atropello. Con el tiempo, ese derecho a pasarle por encima al otro le termina abriendo las puertas a ese otro derecho, tan brutal y peligroso, que es el de creer que los adversarios no deben existir. La lógica del monopolio.

Es lógico que uno crea que está en lo cierto y que quiera convencer a los demás que tiene la razón. Incluso es esperable que las personas muy seguras de sí mismas se expresen como si hablaran con la verdad. Esos son sólo rasgos de carácter, pero el problema es cuando se cruza la línea de las convicciones para pasar a la necesidad de la desaparición de los oponentes.

El atropello se nos hace evidente cuando lo ejecutan los poderosos y sobre todo cuando se oprime a un gran número de personas. Tendemos a asombrarnos de las atrocidades que han cometido algunos personajes de la historia, pero no nos aterramos ante ínfimas actitudes de autoritarismo: pareciera que la importancia de las cosas está en su dimensión y no en su esencia. Lo cierto es que el daño que una determinada actitud causa es una cuestión circunstancial: una recepcionista corrupta, un ingeniero civil corrupto y un diputado corrupto son, en esencia, lo mismo, pero las circunstancias hacen que la dimensión del mal que causan sea distinta. Sin embargo, si la recepcionista deviene en diputado entonces podrá causar un daño mayor.

Incluso después de varios gobiernos de facto, desde el seno de la democracia, el kirchnerismo ha logrado imponer un autoritarismo que ha causado mucho daño a las instituciones y a la cultura democrática de nuestro país. ¿Cómo es esto posible?

Yo creo que los argentinos llevamos un gen, lo tiene nuestra cultura y por lo tanto se ve en todos los planos de nuestra vida, incluido el plano político. Es el gen del autoritarismo, que fue el que posibilitó en el pasado los gobiernos de facto y las guerrillas de izquierda, ambos con los mismos métodos, pero alguna idea distinta. Es el mismo gen que nos llevó a votar un proyecto de país que prácticamente desde sus comienzos ha demostrado su vocación por las prácticas antidemocráticas. Porque si el gobierno no ocultó en ningún momento esta vocación, porque no lo ha hecho, es porque sabe que la gente no desaprueba sus métodos. Pareciera que nadie se asusta en nuestro país porque se atropelle a las instituciones democráticas.

Pero ese gen, que es el que nos condena a vivir en una democracia que no termina de madurar, se puede ver en la calle, en las actitudes nuestras de cada día. Quien decide violar una norma de tránsito lo hace ciertamente con la convicción de que tiene derecho a hacerlo, sino sería un caso patológico. Lo hace porque cree que lo que él piensa vale más que las normas y que las normas no son para él. El que viola una norma de tránsito lleva el gen del autoritarismo. Es el mismo gen que en otras circunstancias le haría creer que lo que piensa vale más que la independencia de los tres poderes. Quien escucha música a un volumen alto cree que su música vale más que tranquilidad de los demás y asume que todos quieren escuchar la música que él escucha: en el peor de los casos ni siquiera le importa si molesta o no a los demás. En otro contexto cortaría una avenida para realizar su reclamo. Sin ir más lejos, el delincuente también tiene la convicción de que sus necesidades valen más que los derechos de los demás.

Es ese gen del autoritarismo, el que nos lleva a atropellar a los demás, el que crea este entorno tan frágil desde el punto de vista institucional. En otros países donde se respetan las instituciones, donde han aprendido que importa más el derecho que la fuerza, la gente respeta las normas de tránsito y no molesta a los demás con sus ruidos. Pero nosotros, en lugar de indignarnos por esas actitudes, muchas veces las celebramos como un acto de viveza o de “alegría”, cuando en realidad no es más que un grupo de gente que decide atropellar a los demás porque cree que sus derechos son más importantes. Es el gen del autoritarismo en acción. Es el mismo gen que no nos ha permitido indignarnos cuando el Kirchnerismo cruzaba una y otra vez la línea, cuando atacaba a las instituciones y socavaba la democracia. En países con una mayor tradición y valores democráticos, en un país que tiene el gen de la república y no el gen del autoritarismo, este gobierno no hubiera sido viable.

Con esto no quiero caer en decir que “lo de afuera es mejor”, porque no lo es. Pero en lo que se refiere a comportamiento democrático y respeto a las instituciones y a los derechos de los demás, ciertamente nos queda mucho por aprender. Tal vez esta década de ataques a la República nos sirva para aprender que el autoritarismo, por más que sea votado por la mayoría, sólo trae la decadencia de la vida social y económica de un país.

El día del juicio

Pronto se iniciará el año en que se terminará el mundo kirchnerista. Ya es casi un hecho consumado que el oficialismo de hoy será una ínfima secta a partir del año 2016: cuando ya no haya con qué retribuir a los aplaudidores, estos huirán hacia su próximo benefactor. Un militante de La Cámpora será casi una reliquia de época.

Alemania perdió la guerra en 1945, quedando literalmente en ruinas. Pero el llamado “milagro alemán”, que fue el responsable de convertir a la Alemania destruida por la guerra en un país próspero, comienza a gestarse recién en 1948. Una vez, mientras estaba viviendo en allí, en Friburgo, el propietario del lugar que estaba alquilando me mostró una foto de la ciudad al finalizar el conflicto bélico: sólo estaba en pie la catedral, el resto era literalmente tierra arrasada. A los alemanes les tomó tres años poder comenzar a diseñar ese camino que luego recorrerían y que se conoce como el “milagro alemán”.  Continuar leyendo

La izquierda como atraso

Allá por los 70 el mundo hablaba en dialecto comunista. No se podía ser un intelectual sin ser de izquierda y todo el mundo estaba enamorado de esos regímenes que mostraban el paraíso del proletariado, mientras en su seno ocultaban las mayores brutalidades. Pero la realidad es más fuerte que el relato y la llamada izquierda, afín a la doctrina marxista, ha visto su fin allá por el 89, cuando caía el muro de Berlín. Sólo algunos países sobreviven bajo el rótulo del comunismo, que demostró su evidente fracaso. Sin embargo, sólo unos muy pocos son realmente fieles a esa doctrina, el resto son sólo un sistema totalitario, una tiranía sin color ni contenido.

En el mundo entero esas ideas han desaparecido, porque quedó demostrado que las cosas estaban cambiando y la gran mayoría de los países desarrollados entendieron por fin que nada podía pasar por el marxismo. Y así fue como el rojo, excepto en algunos reductos, se vio extinto en pocos años.

Pero en Argentina, tal vez sea por esa sistemática negación que tenemos al futuro, hoy hay todavía personas que sueñan con ideas de izquierda. Tal vez la culpa de esto la tenga el hecho de que en muchas universidades públicas todavía existen docentes aferrados a esas entelequias del pasado: nunca tuvieron que salir del claustro a conocer la realidad y por eso seguramente el marxismo les resulta seductor.

Hoy la izquierda representa el mayor de los atrasos, es la mirada al pasado y el resentimiento del paraíso perdido. Y con todo eso sobre sus hombros sale a buscar la revancha. Hoy tenemos un ministro de Economía que aplica recetas de izquierda: porque la izquierda, por su propia naturaleza, niega la libertad a las personas. Tanto afán por mejorar la vida de las personas los convierte en jueces y mesías. En su obsesión transforman sus buenas intenciones de un mundo mejor en una epopeya totalitaria: los demás tenemos que recibir ese mundo mejor por las buenas o por las malas. De ahí surgió el terrorismo que implementó la izquierda en el pasado.

Y el actual gobierno, que parece nutrirse de la izquierda, todo lo quiere controlar, en todo quiere inmiscuirse. La Unión Soviética cayó por una sola razón: la pérdida de eficiencia. Todo costaba mucho más, porque un control tras otro sólo hacen que crezcan las burocracias. Así, uno termina haciendo y diez controlando. Por eso las personas en los sistemas comunistas vivían en la pobreza: hay muy poca gente trabajando y por lo tanto escasean los bienes y servicios.

Cuando estaba haciendo mi maestría, en el curso de macroeconomía nuestro profesor dijo una vez que “las economías pueden ser más o menos planificadas, pero siguen siendo lo mismo”. Porque no hay una economía de izquierda y otra economía de derecha, sólo que la izquierda quiere digitar todo. Y así es como empiezan a surgir los problemas. Pero la poca creatividad de los que se conciben a sí mismos como “progresistas” sólo sabe solucionar los problemas con controles. Y si algo no funciona, entonces se necesitan más controles. Así bajó el dólar, con controles. Pero el problema persiste, sólo que explotará por otro lado o bien se difiere su explosión en el tiempo.

En la Unión Soviética, cuando las cosas estaban mal, se intentaba suplantar la realidad con el relato, de ahí la persecución que realizaba el régimen para con todos aquellos que intentaban mostrar lo que sucedía. El comunismo totalitario también creía que a fuerza propaganda se podía transformar la realidad.

Es que la izquierda, más que una ideología, más que una doctrina, ha demostrado ser una colección de métodos para transformar las cosas, métodos regidos por los principios del control y la propaganda. Lo sé, todos los totalitarismos tienen esos métodos, lo que sólo quiere decir que la izquierda no es más que otro totalitarismo: las ideas se convirtieron sólo en la forma en que se justifican las aberraciones.

En nuestro país también se aproxima la caída del muro. Pronto este experimento que fue el Kirchnerismo verá su fin. Pero mientras en la Argentina haya personas que sigan teniendo fe en que la izquierda es un camino viable para nuestro país, entonces corremos el riesgo de volver a caer en este error.

Yo no creo que el Kirchnerimos tenga ideología, simplemente ha sabido leer en la sociedad un anhelo que los 90 ayudaron a construir: más Estado y más izquierda, para contrarrestar el saqueo que se hizo bajo la falsa bandera del neoliberalismo. El Kirchnerismo, que nació bajo el rótulo del peronismo, encontró en la izquierda la justificación para todo lo que vendría después de la 125, punto de inflexión en el discurso del gobierno. Pero eso fue lo que hizo que personajes que han estado siempre en espacios de izquierda se hayan puesto al servicio del poder: les vino bien el viraje ideológico.

Pero ciertamente todo esto fue posible porque en la Argentina no tenemos esa aversión por la izquierda que tienen otros países. Todavía creemos que más Estado y más control todo lo pueden: es ese totalitarismo que parece inspirarnos como país. Este proceso concluirá y nuestro actual ministro de Economía, con todas sus metodologías soviéticas también se irá. Pero más importante que su conclusión es que no se vuelva a repetir en la historia de nuestro país un nuevo experimento como este, que a fuerza de fanatismo nos hizo perder una década que podría haber sido verdaderamente ganada.

Esperando el final: ¿podrá la gestión sustituir al mito?

Todos creemos que el día que el actual gobierno ceda el mando al nuevo podremos respirar aliviados, pensamos que llegará ese “por fin se terminó”; sin embargo, será en ese preciso instante en donde todo comenzará.

Este gobierno ha tenido, hay que reconocerlo, una increíble capacidad para contener a todos los estamentos sociales, dándoles al menos algo de lo que necesitan (o quieren) para aplacarlos y serenarlos. Durante estos once años ha sabido negociar con todo el mundo oportunamente, ha abierto de a un frente por vez y ha sabido fustigar con todas sus fuerzas ese frente. Y con esa habilidad ha logrado navegar diversas tormentas y seguramente llegará intacto para entregar el mando a su sucesor. Más allá de las discrepancias que yo tenga con el kirchnerismo, debo reconocerle este gran mérito. Y a raíz de esto no puedo evitar preguntarme si quien venga después tendrá esta capacidad de surcar tormentas. Continuar leyendo

Banalizar el sufrimiento ajeno

Todos se han lanzado en las últimas horas contra el periodista Víctor Hugo Morales, que desafortunadamente dijo que vivir en una villa no estaba tan mal. Quiero aclarar que la base de su pensamiento, aunque rechazado ampliamente por todos aquellos que tienen algo de sentido común, es también la base del pensamiento de muchos de los que ven la villa al pasar por la autopista. Víctor Hugo fue al menos sincero al decir que juzga esto desde su estilo de vida, que es en definitiva algo que todos naturalmente hacemos.

Es muy difícil acercarse a una realidad con la mirada del que la vive. Aunque nos cueste admitirlo, la única realidad que podemos contemplar desde el lugar de quien la vive es sólo la nuestra; el resto lo vemos como turistas. Y no importa qué tanto esfuerzo haga, siempre seguirá siendo sólo un turista. Esto significa que naturalmente juzgamos a los otros y a sus realidades desde nuestra perspectiva, lo que nos impide ver todos los elementos que existen y son relevantes para otras realidades.

Quienes vivimos fuera de la villa no logramos comprender las problemáticas que encierra la marginalidad. Porque la villa como lugar geográfico no es distinto de ningún otro. Podrá ser más precario, podrá tener menos infraestructura, pero es sólo otro lugar dentro de la ciudad. El mayor problema es hoy lo que significa vivir en la villa. Conceptualmente, quien vive allí es porque no puede estar fuera y esto es una realidad. Si bien también es cierto que muchas personas prefieren vivir en la villa antes que vivir en otro lado, porque entienden que en la villa hay más oportunidades, esto sólo pone de manifiesto las pocas alternativas que hay en otros lados, no lo maravillosa que es la villa. Que la gente prefiera un barrio carenciado significa que el lugar del que vienen es peor.

Vivir en la villa es hoy sinónimo de marginalidad, es estar fuera, es no ser parte. Y si bien alguien puede elegir vivir en la villa, nadie elige ser marginal, es una circunstancia de la cual posiblemente no se puede salir en los términos en lo que se construye hoy nuestro país.

Pero Víctor Hugo no logra comprender lo que significa ser marginal. Como tampoco comprende los problemas de inseguridad y ausencia del Estado que la marginalidad implica, independientemente de si se vive en una villa o no.

Desde la construcción mental de la clase media, el tiempo propio, el tiempo para el ocio, es algo vital. Por eso se apresuró a decir que él prefiere vivir en una villa antes que perder cinco horas por día en un viaje para ir a trabajar. Lo que posiblemente no entienda Víctor Hugo es que el ocio es una construcción que viene no sólo con la educación, sino también con los medios necesarios para poder disfrutar de ese tiempo. Generalmente el ocio en los ambientes de marginalidad termina derivando en situaciones de riesgo para los jóvenes, que caen en la delincuencia y el consumo de drogas. El pobre no tiene alternativas para usar su tiempo ocioso.

Pensar que en la villa la gente vive bien es también un concepto que sólo puede construirse desde la visión de la clase media. Que tengan una antena de televisión satelital es percibido muchas veces como una cuestión de bienestar, al igual que las altas construcciones de la villa 31: parece que son elementos de jerarquía. Claro, porque en la clase media lo son. Al igual que el plasma o los celulares. Pero para quien vive en la marginalidad tal vez sea lo único que hay.

Pero lo que realmente más me dolió de las palabras de Víctor Hugo fue cuando aseveró con tanta tranquilidad que el crecimiento de las villas es consecuencia de las cosas positivas que han sucedido en el país. Esa aseveración no es más que una burla a todos aquellos que día a día tienen que sufrir la pobreza y la degradación que les imprime la marginalidad.

Yo intenté entender a Víctor Hugo, pero no hay lógica que resista esa brutal afirmación. Que haya o no pobreza no es una cuestión de fe: no se trata de creer que no hay pobreza, se trata de medirla. Y si el Gobierno realmente  confía en que la pobreza ha disminuido, debería entonces transparentar sus mediciones, hacerlas creíbles.

Yo quise entender a Víctor Hugo, pero ese comentario hasta me pareció agresivo, porque si uno no va a hacer nada para cambiar las cosas, al menos debería mantener un respetuoso silencio ante el sufrimiento ajeno.