El impuesto como método

La gestión tiene varias herramientas a su alcance para que una organización cumpla sus objetivos. En el caso del Estado, que es una organización, puede acceder a un sinnúmero de ellas, que le permitan mejorar la forma en que viven los argentinos. La estructura tributaria es justamente una de esas herramientas, que no sólo sirve para recaudar, sino también para establecer políticas de Estado y orientar los esfuerzos de los argentinos al bien común.

Cuando se trata de optimizar procesos en una organización, quienes nos dedicamos a diseñarlos sugerimos siempre que no haya controles manuales, sino automáticos, siempre que eso sea posible. Pero por sobre toda las cosas, ningún proceso debe verse interrumpido porque un “guardián” demora en ejecutar controles. Esto significa que las cosas deben fluir y debe haber un proceso paralelo de control que no interrumpa el flujo de trabajo, sino que lo observa desde afuera. En caso de que se detecte una irregularidad, el proceso de control intervendrá, pero sin interrumpir el trabajo, solamente marcando el error. De esta forma nos evitamos, por un lado, que los guardianes acumulen poder y, por el otro, que el trabajo se vea detenido por la falta de proactividad de un guardián. Continuar leyendo

Hundidos en el presente

El problema que tenemos los argentinos es que estamos hundidos en el presente o en el corto plazo, que no es más que un presente extendido.

Los debates que se dan hoy en nuestra sociedad pasan por cuestiones económicas de corto plazo como el cepo al dólar y la devaluación. Incluso discutimos sobre cuestiones institucionales básicas, como la transparencia de los comicios. Llevamos más de treinta años de democracia, hemos celebrado nuestro bicentenario y nuestros debates continúan en la senda de lo embrionario, de aquello que los países más avanzados han definido y resuelto hace ya varios años.

Que estemos discutiendo sobre cómo hacer que las elecciones sean transparentes es un debate que nos regresa al momento en que se promulga la ley Sáenz Peña, más de cien años atrás. No digo que el debate no sea necesario, lo es, porque lo que pasó en Tucumán revela con contundencia que nuestro país es un gran reino lleno de feudos y eso se tiene que terminar. La Argentina, cien años después de que se declarara el voto secreto y obligatorio para romper con el régimen de fraude sistemático al que estaba sometida, se encuentra hoy nuevamente con barones del conurbano y gobernadores eternos. Continuar leyendo

Tiempo de dejar creer en los mitos

Durante esta última veintena de años, y no sólo en la Argentina, las compañías automotrices han hecho lobby para que todos nosotros, los ciudadanos, pongamos plata de nuestro bolsillo para garantizar su subsistencia. No directamente, claro, pero la infinita bondad con la que son tratadas estas compañías por el Estado se financia con dinero que todos nosotros aportamos a través de nuestro trabajo diario.

Es un lobby del que torpemente se hacen eco sindicatos y políticos, incluso los medios y la sociedad en general. Es un lobby que engaña, que a fuerza de falacias consigue lo que casi ninguna empresa logra en el mundo: que el Estado transforme su negocio inviable en uno viable.

Todos entran en pánico cuando una automotriz amenaza con cerrar o con suspender a sus trabajadores. Los sindicatos inmediatamente corren detrás de la fuente de trabajo: absurdo y anacrónico eufemismo para referirse a su ignorancia para proponer soluciones que garanticen un trabajo digno a todos y que se pueda sostener en el tiempo. Porque lo importante no es que la fuente de trabajo no se destruya, sino que haya trabajo para todos.

Tal vez por sostener una fuente de trabajo no se está permitiendo que las mismas se multipliquen. Un ejemplo concreto: ¿qué genera más trabajo, mil pesos gastados en un restaurante o mil pesos gastados en un auto? En el primer caso se trata de una actividad de mano de obra intensiva, en el segundo, la mayor parte del dinero se termina gastando en materia prima y energía. Porque si bien el auto se construye con trabajo, cuestan más la materia prima y la energía utilizadas que los salarios. Pero la pereza intelectual de los sindicatos no les permite hacer este balance y se arrojan sobre la fuente de trabajo que se pierde, en lugar de concentrarse en la fuente de trabajo que se podría generar. Siempre los ojos puestos en el hoy y nunca en el futuro.

Desde el gobierno inmediatamente se les presta ayuda -subsidios, financiación, exenciones y facilidades- para que puedan seguir generando un producto que la gente quiere a toda costa: los argentinos parecieran estar más enamorados de sus autos que de sus mujeres. Se piensa en la pérdida para la economía y entonces se incurre en una pérdida aún mayor, para evitar aquella que era menor. Así absurdo como suena, así sucede. Si la gente no compra autos, porque no puede, entonces gastará su dinero en otra cosa, por lo que aquello que no absorbe la industria automotriz, lo absorberá otra industria.

Pero nadie se da cuenta de esto. Parece que si la gente no gasta su dinero en comprar un auto, entonces prenden fuego los billetes. Si desaparecen las automotrices, entonces otro sector se encargara de dinamizar la economía y de contribuir a su desarrollo. No es necesario que todos los ciudadanos “ayudemos” a estas gigantescas empresas para que sigan desarrollando su lucrativa actividad a costa nuestra.

Con el tiempo algunos negocios que se consideraban genuinos han pasado a ser odiados por todos. Pensemos en el tráfico de esclavos: en algún momento se dejaron de comerciar esclavos. A nadie se le ocurrió continuar con este negocio porque se iban a perder fuentes de trabajo o porque la economía iba a perder dinamismo. Lo mismo sucede con las tabacaleras: nadie en su sano juicio diría que hay que fomentar el consumo de tabaco para que no se pierdan fuentes de trabajo de la industria tabacalera. Y por último, nadie aceptaría reducir las normativas con respecto al cuidado del medioambiente que tienen que respetar las petroleras (las pocas que tienen y que cumplen), sólo para dinamizar la economía.

Ninguna nación cayó porque el tráfico de esclavos se terminó, ninguna economía quebró porque disminuye el consumo de tabaco. Pero parece que el mundo se va a hundir si se fabrican menos autos. Este mito lo han creado las propias automotrices, sobre todo los ejecutivos de las mismas, para salvar sus trabajos y sus salarios.

La industria automotriz es además un problema para la salud de nuestro planeta. Incentivarla implica directamente incrementar la contaminación y por lo tanto atentar contra nuestro nivel de vida. La sociedad ha desacreditado ya a las tabacaleras y a las petroleras. Pronto será el turno de las automotrices. ¿Llegará el día en que también les haremos juicio por los problemas respiratorios y la disminución en la esperanza de vida que nos causan sus productos? Hoy la Ciudad de Buenos Aires, según la Organización Mundial de la Salud, registra niveles de contaminación que son perjudiciales para la salud. Sabiendo esto,  ¿quién quiere ahora que haya más autos circulando? ¿Quién quiere que con nuestro dinero se financie la contaminación de nuestro aire y la consecuente reducción de nuestros años de vida?

Los tiempos de nuestra ignorancia, aquellos en los que veíamos la contaminación y creíamos que era un signo de progreso, ya se terminaron. La industria automotriz no es la única forma de dinamizar la economía y tampoco es la única que genera puestos de trabajo. No sólo eso, los productos de la industria automotriz contaminan nuestro aire y disminuyen nuestra calidad de vida. Pero todo esto lo ignoran los principales actores de nuestra escena nacional, e incluso del mundo entero (recordemos que varios países han rescatado a GM de la quiebra). Es hora de que dejemos de creer en estos mitos de las automotrices.

La marginalidad deviene en delito

Asumamos por un instante que desaparece toda norma ética y moral en mi vida: esto significa que mis decisiones sólo estarán basadas en los premios o castigos que las mismas me traerán. Pero asumamos también que soy el único que padece este problema, lo que significa que los demás podrían “castigarme” por cometer actos contrarios a la ética y la moral general.

Un día cualquiera me encuentro caminando y paso por la puerta de un supermercado. Entonces veo que una horda se lanza a saquearlo y que todos salen con interesantes productos. Yo tengo dos opciones: sumarme al saqueo o no hacerlo. Sé que no iré a prisión, porque la verdad es que entre tanta batahola será difícil que me puedan individualizar. Sin embargo, veo las cámaras de los distintos canales de televisión. Entonces pienso qué sucedería si determinadas personas me vieran saqueando el supermercado. Tal vez si frente al televisor en ese momento se encuentra algún responsable de los lugares en los que doy clase, seguramente mi carrera académica llegaría a su fin. Si fueran mis amigos los que me ven en flagrante saqueo, seguramente terminen alejándose de mí, porque consideran reprobable mi actuar. Incluso si alguno los clientes que asesoro me viera cometiendo este ilícito, dejaría de contratarme. Ante este panorama, los “castigos” que devienen de mi acto son mayores que el premio que podría dejarme el botín. Se trata fundamentalmente de una decisión “económica”, donde los costos de mi acción son mayores a los beneficios que obtendré de la misma.

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