Por: Claudia Peiró
Una argentina se ciñe, como consorte, la corona de un reino europeo. Más allá de lo impactante de la noticia, el asunto suena anacrónico. Sin embargo, lo formal no debe confundirse con lo real.
“¿Hay que conservar un sistema monárquico obsoleto y en qué condiciones?”, se preguntaba el diario francés Le Monde frente a otro suceso real reciente: la boda del príncipe William, heredero de la dinastía Windsor.
Y, hoy también, incluso en medio de la euforia que estarían viviendo los holandeses ante esta nueva sucesión real, hubo algunas voces discordantes, signo de que no todo es unanimidad en el reino de Guillermo y Máxima, y que existen grupos que piden el fin de esta institución, en nombre del republicanismo.
Frente a esto, más de un desprevenido podría pensar que protocolos, fastos y coronas son rémoras de las que los latinoamericanos nos hemos liberado hace mucho. Dos siglos, para ser más precisos.
Ahora bien, en honor a la verdad hay que decir que las monarquías que aún perviven en “la vieja Europa” son todas constitucionales y mucho más respetuosas de la división de poderes y las libertades públicas que algunos presidencialismos en nuestra región.
Si la monarquía sirve o no para algo es un debate que los súbditos europeos de estas casas dinásticas supérstites deberán saldar. Pero afirmar que es una institución contraria a la república -la forma de organización estatal considerada más ajustada a la democracia- es algo que, en el caso de las realezas europeas, debe ser relativizado. Todas ellas -Holanda, Suecia, Noruega, Bélgica, España, Dinamarca y Reino Unido- son en realidad regímenes parlamentarios.
El rey representa simbólicamente al Estado, a la Nación, pero no gobierna. Los poderes Legislativo y Ejecutivo están en manos de los representantes elegidos por el pueblo mediante el sufragio universal. Inglaterra, una de las monarquías más antiguas, sólo interrumpida por una brevísima experiencia republicana en el siglo XVII, es la cuna del parlamentarismo. Allí nacieron las primeras limitaciones al poder del monarca por parte de representantes del pueblo. El Parlamento es el verdadero protagonista en la administración de los asuntos del Estado: presupuesto, leyes, ejecución de programas, control de gestión, etcétera; todo pasa por ahí.
“Falsa monarquía, verdadera república“. Así define el historiador francés Joseph Savès a estos sistemas europeos.
¿Cuáles son los atributos monárquicos que contradicen el republicanismo?
Básicamente, la sucesión dinástica, la perpetuación en el cargo y la concentración de poder. ¿Están nuestras repúblicas libres de estas tendencias?
La sucesión dinástica es sin dudas un rasgo antirrepublicano, porque, al ratificar los privilegios de cuna, atenta contra uno de los valores esenciales de una república que es la igualdad.
A tal punto es así que algunas repúblicas con sistemas presidencialistas incluyen cláusulas que prohíben la sucesión familiar, para evitar el privilegio que significa para un candidato el parentesco con el presidente en ejercicio. Recordemos el verdadero culebrón que se vivió en Guatemala cuando la esposa del presidente en ejercicio fraguó un divorcio para poder ser candidata a la primera magistratura.
Ni hablar de la verdadera epidemia de nepotismo que padecemos los argentinos en la administración pública, a todo nivel: nacional, provincial y municipal.
La limitación de los mandatos es otro rasgo esencial del republicanismo que en muchos presidencialismos ha sido bastardeada mediante reformas constitucionales que habilitan la reelección eterna. Es el caso de Venezuela. Pero también, nuevamente, el de muchas provincias argentinas donde cada vez es más frecuente que los gobernadores se eternicen en el cargo.
Finalmente, salta a la vista que en muchas repúblicas los presidentes pueden llegar a concentrar tanto o más poder que un monarca (de los de antes). Que a algunos europeos les preocupe o les parezca inapropiado tener un rey es entendible. Pero en esos países la división de poderes no está en juego, como sí sucede en muchos presidencialismos donde los parlamentos se convierten en escribanías del Poder Ejecutivo.
Pensemos en los muchos atajos que le permiten al Ejecutivo en un sistema presidencial avanzar sobre las facultades de los otros poderes, como por ejemplo los decretos de necesidad y urgencia de los que en nuestro país se hizo uso y abuso; por no mencionar la reforma judicial todavía en trámite.
Otro aspecto que irrita a los súbditos europeos es el de los gastos excesivos en los que suelen incurrir los miembros de la realeza y el impacto de los mismos en los presupuestos nacionales. Es quizá el argumento más entendible, pero tampoco en esto los jefes de Estado republicanos son siempre un ejemplo.
La abdicación de la reina de Holanda en favor de su hijo es un evento anecdótico en la vida institucional de ese país, por más multitudinaria que sea la ceremonia que la acompaña. Ese traspaso de coronas no afecta a la continuidad del sistema parlamentario.
En cambio, pasado el entretenimiento de ver una testa argentina coronada, no deberíamos olvidar los peligros que sí acechan a nuestras “repúblicas”, que no están al abrigo de las tendencias absolutistas.