Yo fui inmigrante en una escuela pública

Claudia Peiró

Hace un par de semanas, en nota en este mismo diario, señalé la incongruencia de la iniciativa de Flacso (*) de invitar a la Argentina a un pedagogo –Philippe Meirieu- que en su país de origen, Francia, es señalado como el numen de las teorías que han llevado a la escuela francesa a un derrumbe en calidad -los números son inapelables- que alarma a las autoridades.

El carácter polémico del tema y de mi artículo suscitó muchas reacciones. La virulencia de algunas de ellas -más bien del orden de la descalificación y el epíteto- no es sino el signo de hasta qué punto se ha arraigado en las mentalidades el “pedagogismo”, nombre que engloba a un conjunto de teorías de constructivismo extremo. El mal afecta a ambos países por igual y los resultados son los mismos, como lo acaban de corroborar las pruebas PISA, las que, tanto en el caso de Francia como de Argentina, confirman la decadencia educativa.

La declaración de que “el niño construye su propio saber” se traduce en la deslegitimación del rol del docente, que “no es el dueño del conocimiento”, que no debe coartar la “libertad de expresión” del alumno, ni traumatizarlo calificando su trabajo o aburrirlo con ejercicios monótonos, etcétera. (Más sobre estas teorías en ¿Por qué los niños ya no saben leer ni escribir?).

Pero hubo un argumento que quiero responder porque, por experiencia personal, me consta que es falso. Alguien señaló que la crisis de la escuela francesa no se debe a razones pedagógicas sino a problemas socioeconómicos, entre ellos, la inmigración. Es cierto que hoy hay más inmigrantes en ese país y con frecuencia esos niños llegan a la escuela con un desconocimiento parcial o total del idioma.

Pero no es cierto que eso vaya en detrimento de su capacidad de aprender. Siempre y cuando alguien quiera enseñarles. Y es ahí donde está la falla en la actualidad: en la declinación de la voluntad de instruir.

Yo fui inmigrante en la escuela pública francesa; no en la de ahora, inficionada de pedagogismo, metodologismo y psicologismo, sino en la anterior a estos ismos. Cuando llegué a Francia, con 6 años, no tenía el menor conocimiento del idioma, como no lo tenían tampoco mis hermanas, de 8 y 11 años, ni mis padres.

Ello no evitó que nos escolarizaran de inmediato, cada una en el nivel que correspondía a la edad. El idioma lo aprendimos en la escuela. Los mismos maestros nos daban “apoyo escolar” en los recreos o mientras los otros chicos estaban ocupados en alguna tarea. No fuimos tratadas como minusválidas por no conocer el idioma. Basados en su experiencia y sentido común, los maestros entendieron que, a esa edad, éramos capaces de absorber información con una velocidad que no se vuelve a repetir en ningún otro momento de la vida. Y efectivamente, en pocas semanas, nos pusimos al día. No fue fácil, pero los adultos no deberían olvidar que los niños aman los desafíos y respetan sólo a los maestros que los consideran capaces y les exigen en consecuencia.

Mis hermanas y yo no fuimos niveladas para abajo, por ignorar el idioma: al revés. Hasta hace unos 30 años, la escuela francesa era extremadamente exigente. Pero no pedía nada que un niño no pudiera lograr. Y no se trataba de un establecimiento de elite. Vivíamos en un barrio de clase media baja. Entre mis compañeros había muchos hijos de obreros. Eso sí, detrás de nuestros guardapolvos éramos todos iguales y se nos exigía de la misma manera.

Se me dirá que ahora hay más inmigrantes que antes. Quizá. Pero tampoco es excusa. La escuela a la que asistí estaba en Estrasburgo, capital de Alsacia, donde la lengua materna es el alsaciano. La mayoría ingresaba al primer grado sin hablar fluidamente el francés. Eso no impedía que aprendieran a leer y escribir en un año, algo que las autoridades educativas de la Argentina consideran imposible. Por eso eliminaron la repitencia en primer grado, con la excusa del derecho a la “continuidad educativa”.

¿Tenemos tan poca memoria los argentinos que ya olvidamos que nuestra escuela formó con excelencia a generaciones enteras de inmigrantes, muchos de los cuales no eran hispanohablantes?

Pobres y extranjeros, chivos expiatorios

En el fondo, detrás del argumento de culpar a los inmigrantes por la decadencia educativa -en Francia o en cualquier otro país- hay un preconcepto social, porque con frecuencia la condición de inmigrante va asociada a la de bajos ingresos.

Y, detrás de los fundamentos para prohibir la repitencia en nombre de la inclusión, está el prejuicio de que un niño pobre es menos capaz de aprender. Lo cual no sólo es falso sino discriminatorio. Con estas teorías, la escuela argentina ha perdido el rol de motor social que tuvo alguna vez, cuando potenciaba al hijo de obrero y le abría las puertas de la universidad.

Cuando se vanaglorian por los números de la inclusión en una escuela que no cesa de retroceder en su nivel, en el fondo están aceptando con resignación que esta es una institución que priva a las actuales generaciones de la oportunidad que tuvieron nuestros padres y abuelos. Dejemos de bastardear el concepto de inclusión: no hay inclusión si no hay calidad, oportunidades, excelencia y rigor en la formación.

La escuela argentina a la cual regresé, dos años después, no tenía nada que envidiar a la europea de entonces. El contraste vino con la siguiente generación. Varios años después, en una escuela pública de la Capital Federal, la propia directora le sugirió a mi hermana que sacara a su hija de ese establecimiento porque allí no iba a aprender nada. Mi sobrina tenía otras opciones, pero ¿qué hay de los chicos que siguieron en aquella escuela? Son los estudiantes que hoy llegan a la universidad sin entender lo que leen.

En la escuela de hace 30 años, el maestro era un egresado del secundario -las llamadas Escuelas Normales- a tal punto éste era de excelencia. Hoy, los docentes cursan un terciario de 3 años y no están por eso mejor preparados, como lo demuestran los resultados.

El problema, reitero, es ideológico. Es el de una concepción que privilegia los métodos por encima del contenido. Un ejemplo lo aclara todo.

Como se afirma que el niño construye su propio aprendizaje, el maestro no le debe corregir en el inicio los errores de ortografía. No hay que cohibirlo, hay que dejar que se exprese, eso es lo importante. Más adelante habrá tiempo para explicarle la ortografía o la descubrirá solo. He escuchado a maestras afirmar que no debe decírsele al chico que una palabra está “mal” escrita. Eso lo traumatizaría. No está mal escrita, está escrita como él lo sintió, dedujo, bla, bla, bla. Por si no basta con el sentido común para apreciar el dislate, recordemos que nadie vuelve a aprender jamás a la velocidad que lo hace un niño hasta los 8 ó 9 años. Si le corregimos cuando dice “dastimaduda” en vez de “lastimadura” o “sabí” en vez de “supe”, y lo hacemos porque de otro modo hay ruido en la comunicación, ¿por qué no corregirle un error de ortografía?  Que en definitiva es un código inventado por los humanos para entenderse, por lo que debe ser respetado. ¿O es lo mismo leer habitación que avitasión?

Desaprovechar la infancia, perdiendo tiempo en nombre del delirio de que el niño debe experimentar y aprender por sí mismo, no sólo es criminal sino que va contra la naturaleza humana. Porque lo que distingue al hombre del animal es justamente la capacidad de acumular y transmitir conocimiento. Un mono o un perro, por más entrenados que estén, no podrán enseñarles a sus respectivas crías lo que saben.

Enseñar ortografía o la tabla de multiplicar no es traumatizar, sino iniciar al niño en la lógica, las estructuras, los sistemas, y ejercitar la memoria; prácticas que sirven para toda la vida. Por ejemplo, para sostener con fundamento una opinión crítica. Y para desarrollar la creatividad porque ésta no brota de la nada sino que es estimulada por el propio conocimiento.

La excusa de los pedagogistas es proteger de la frustración a los más débiles o menos “listos”, pero logran lo contrario. Porque el chico más despierto o más estudioso aprenderá solo la ortografía. El otro conservará los vicios de origen de por vida.

Otro invento del pedagogismo son los llamados “soportes” de lectura. Es el descubrimiento del agua tibia. Los niños, dicen, cuando están aprendiendo a leer, apelan a textos de diferente tipo: por ejemplo, practican leyendo los carteles de propaganda, las etiquetas del cereal del desayuno, los chistes del diario o los números de las placas de los autos. Se les ocurrió entonces reemplazar los “aburridos” textos escolares por propagandas, historietas, etcétera. Para desestructurar, aligerar, hacer más atractiva la lectura. Es decir que, lo que es simplemente un efecto del aprendizaje (el chico empieza a leer fuera de la escuela porque está aprendiendo adentro) se convierte para esta gente en el “camino de aprendizaje que el niño construye por sí mismo”. Entonces, incluyen esos soportes en los contenidos en detrimento de la lectura de clásicos. Como si el niño no estuviera lo suficientemente estimulado para leer historietas por sí mismo…

Es decir, en vez de darle las mejores herramientas, los textos más profundos e interpelantes, los que sí o sí deben leerse con la guía de un maestro y que los habilitarán en adelante a aproximarse a todo lo demás, la escuela se pone demagógicamente al nivel de los niños, al nivel de la calle.

Los resultados están a la vista.

(*) Cabe aclarar que la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales no es una universidad privada, sino un organismo internacional, intergubernamental, regional y autónomo que integran varios países, el nuestro entre otros.