Por: Claudio Avruj
Se celebran hoy 20 años del inicio de las relaciones diplomáticas entre el Estado Vaticano y el Estado de Israel, un hecho de enorme significado político para toda la humanidad, no sólo para judíos y católicos.
Shmuel Haddas (1931-2010) fue el primer embajador israelí ante la Santa Sede, algo que enorgulleció al judaísmo argentino, pues se trataba de un hijo suyo, nacido en la comunidad judía de la provincia del Chaco que desarrolló su vida en Israel logrando esta enorme distinción.
El embajador Haddas resaltaba las afirmaciones del papa Juan Pablo II durante la ceremonia de presentación de sus cartas credenciales en junio de 1994, cuando en su discurso afirmó que este acuerdo y el tiempo que se abría tenía un “significado histórico” y que una “nueva era” se iniciaba en las relaciones entre ambos estados, expresando su confianza que éstas contribuirían a la intensificación del diálogo entre la Iglesia Católica y el pueblo judío, permitiendo a ambos “servir mejor a las grandes causas de la humanidad”.
Se debe recordar que el acuerdo culminó un largo proceso que se inició en 1904, cuando el Papa Pío X concedió una audiencia al fundador del movimiento sionista, Theodor Herzl, quien esperaba obtener una respuesta política con el apoyo del Vaticano al proyecto sionista. Por su parte, Pío X, luego de escucharlo, respondió desde la teología rechazando la idea fundamentando que la Iglesia no podía reconocer al pueblo judío ni sus aspiraciones en Palestina, ya que los judíos “no habían reconocido a Nuestro Señor”.
Se debe decir también que el acuerdo no sólo era largamente buscado por Israel sino que fue por décadas un tema de “alta prioridad” de la agenda del liderazgo político judío de todo el mundo, por cuanto la inexistencia del vínculo diplomático y el diálogo que él conlleva dificultaba la vida en las comunidades de la diáspora y su relación con la Iglesia en cada país.
¿Qué ha cambiado con el establecimiento de relaciones diplomáticas?
En primer lugar, la atmósfera general en el diálogo, logró firmarse el acuerdo que otorga un estatuto jurídico definitivo a la Iglesia Católica por vez primera en su historia en Tierra Santa y se ha establecido una mayor confianza entre las partes y se ha hecho posible una participación más constructiva de la Santa Sede en el proceso de paz, desde una posición más equilibrada.
Tuvieron que transcurrir cuarenta y cinco años desde la creación del Estado judío hasta que pudieran establecerse las relaciones diplomáticas y transcurrir 17 años hasta que, en 1965, el Concilio Vaticano II decidiera dar un viraje histórico, iniciando un período de toma de conciencia, asumiendo nuevas actitudes frente al pueblo judío a fin de intentar superar un pasado pleno de prejuicios, persecuciones, odios y menosprecio alimentados por las enseñanzas de la Iglesia.
Y ese proceso llegó a un momento culminante precisamente en 1998 (año del 50º aniversario de la creación del Estado de Israel) con la publicación, por parte de la Santa Sede, del importante documento. Recordamos una reflexión sobre la Shoá, en el que la Iglesia Católica expresa arrepentimiento por la conducta de sus miembros frente al pueblo judío y condena enfáticamente el antisemitismo, considerándolo un pecado contra la humanidad. Este documento es un avance en el diálogo católico-judío, por cuanto la Santa Sede admite que en sus acciones muchos católicos no se comportaron a la altura de las circunstancias y condena sin ambigüedades el antisemitismo y llama a una cooperación entre judíos y católicos para que jamás pueda repetirse una tragedia como la Shoá.
Hoy somos testigos de una profundización de estas relaciones con el anuncio del Papa Francisco de su próxima visita a Israel y su enfática y sostenida tarea de diálogo permanente con el judaísmo.
A 20 años de este hito el diálogo, aunque no carente de dificultades y por momentos de tensiones, es fluido. La buena disposición de ambas partes permite superar gradualmente un largo período de incomprensiones y alejamientos y puede, tal como afirmó días atrás la embajadora de Israel en nuestro país, Dorit Shavit, servir como ejemplo y modelo. Este espíritu puede y debe servir como la luz que ilumine y guíe nuestros actos, en la perspectiva constante en la que el diálogo y la comprensión entre los pueblos es la única garantía para la construcción de un futuro de convivencia en la diversidad, en definitiva: un futuro de paz.