Por: Dardo Gasparre
Habría que hurgar mucho para encontrar un momento tan triste y difícil de explicar en nuestra historia como la Guerra de la Triple Alianza.
Fruto de la ambición imperialista de Brasil para muchos, del inefable fantasma inglés para el revisionismo, del delirio de poder del presidente-heredero de Paraguay, Francisco Solano López, en otras visiones, la guerra tuvo un alto costo en vidas (más de la mitad de la población paraguaya, 50.000 argentinos).
También un alto costo económico, al decir de Juan Bautista Alberdi, mucho más cara que toda la guerra de la independencia. Y por supuesto, creó una nueva deuda para el país.
Domingo Sarmiento llega a la Presidencia en 1868, en el momento bélico más sanguinario y enconado. Las batallas se dirimían prácticamente por aniquilación. Muchos esperaban que detuviera la masacre. Pero ello era imposible. La alianza no podía romperse y la guerra solo terminaría con la muerte del caudillo paraguayo, como ocurrió.
Sarmiento, que había perdido a su querido Dominguito en batalla, había apoyado desde el comienzo la guerra. También se había ocupado, fiel a su estilo, de denostar de mil modos a López y de paso a todos los guaraníes, clamando por su sangre y por la desaparición de la faz de la tierra de todo el gauchaje e indiaje que lo apoyaba como perros, en sus palabras. (No se privaba de expresar su desprecio y su sentencia de muerte colectiva, que, en este caso, se cumplió.)
Alberdi, más que cualquier otro detractor moderno, fue quien más fustigó al sanjuanino, a Bartolomé Mitre, al Partido Colorado uruguayo y a todos los atacantes de Paraguay, y si bien con más clase, tampoco se privó de criticar duramente a “estos liberales”, como los encasilló para distanciarse de los dos grandes próceres.
Pese a la crítica que el antisarmientino José Hernández hace de la leva de gauchos en su monumental Martín Fierro, en la guerra participaron pocos gauchos argentinos, y muchos negros, que constituían la clase más pobre y fácilmente reclutable. Los gauchos no eran buenos para la lucha tampoco.
Se ha sostenido que la masonería (de la que el gran educador llegó a ser Gran Maestre) provocó el conflicto con Paraguay para defender los intereses ingleses. Lo dudo. Tantos próceres masones supuestamente anglófilos conspirando debieron haber logrado que Los Pumas cantaran “God Save the Queen” en vez del ululante “¡O juremos!” de hoy.
Desde la óptica de la historia, más grave que su accionar en la conflagración, que fue despiadado, son sus palabras, sus escritos, sus cartas y sus declaraciones los que han permeado hasta hoy. Sarmiento era un apasionado, un loco, como se le llamaba, se enardecía y no temía decir lo que sentía. Luego hacía.
Consideraba que el gaucho era imposible de educar, vago e indolente. Y abogaba por su desaparición por cualquier medio. En el caso de Paraguay, se ensañó especialmente con ellos, aunque ya en su Facundo se había despachado a gusto contra los equivalentes locales.
No estaba tan errado en su diagnóstico, aunque sí en la solución: Los que en ese entonces se llamaban gauchos eran una especie de parias, mezcla de vagos y ladronzuelos, mal averiguados y pendencieros, ciertamente incapaces de trabajar. Alberdi había sugerido resolver el problema mediante la promoción de la inmigración europea, Sarmiento proponía su eliminación física.
“¡Gloria y loor! ¡Honra sin par!”, dice el himno a Sarmiento, ya olvidado, como tantas otras cosas que hemos olvidado. La visión maniquea que se tiene de los próceres, la superficialidad del análisis y la corrección política nos hacen escandalizar por los dichos sarmientinos.
Nuestros grandes hombres no intentaban ser personajes perfectos de Billiken. Actuaban con toda la fuerza de sus pasiones, sus convicciones, sus egoísmos y sus odios. La grandeza estaba en sus ideas, sus conocimientos, su capacidad de hacer, su coraje, su patriotismo y sus aportes. Fueron grandes, a pesar de sus defectos.
¿No creemos hoy mismo que una buena parte de la población argentina es irrescatable e irredimible? La diferencia entre aquellos prohombres y estos lamentables políticos de hoy no es la bondad y la sensibilidad. Es la falta de ideas y de talento.
Sarmiento era una formidable máquina de ideas. Y además de pensarlas, las aplicaba y las realizaba. Y lo hizo así desde cualquiera de los cargos que ocupó en su vida, desde cualquiera de sus actividades públicas o privadas. Un fundador, un hacedor. A él no le habría cabido la admonición de Ortega: “¡Argentinos, a las cosas!”.
Finalmente, logró su propósito de eliminar la indolencia, la ignorancia y la pereza del gaucho que denostaba: le dio escuelas.
El país se debate nuevamente en la rutina del fracaso. Si Sarmiento viviese, primero nos insultaría prolijamente. Y luego nos pondría en marcha.
Gloria y loor.