Por: Dardo Gasparre
Las excusas para no bajar el gasto ahora toman forma de reforma fiscal, que es el mecanismo para cargarle el fardo de déficit, subsidios y prebendas a los demás. Muchas voces se explayan sobre lo injusto y regresivo de la carga fiscal y se lanzan a proponer supuestos modos de distribuirla más equitativamente.
Se impone volver a dejar claro un punto fundamental: si no se bajan contundentemente el gasto, el robo, los subsidios y las prebendas, no tiene sentido hablar de nuevos sistemas impositivos, ni de redistribuir la carga fiscal, porque vía lobby, se fundirá a todas las víctimas de esa reforma en beneficio de los mismos de siempre.
Si deja de existir el impuesto inflacionario, que tanto ha ayudado a la recaudación, será imperioso bajar el nivel de gasto. De lo contrario, la carga impositiva será intolerable e impagable. Lo mismo pasará si se actualizan las escalas o se permite el ajuste por inflación y además se reducen las retenciones.
La propuesta más agitada es la del federalismo fiscal, o sea, un esquema en que la nación cobre un mínimo de impuestos para el costo de la administración y las provincias apliquen cada una los impuestos que crea convenientes.
En tal esquema, las provincias dependen para su subsistencia del crecimiento que sean capaces de generar con su sistema fiscal y los estímulos, las oportunidades y las libertades que concedan a las empresas. Con esa concepción, desaparece la necesidad de la coparticipación federal o de los esclavizantes ATN, que han transformado a los gobernadores en mendicantes.
A riesgo de caer en el desprecio de mis correligionarios liberales, afirmo que tal idea no es aplicable de modo instantáneo y acaso no lo sea nunca con la presente división geográfica del país.
Los liberales, en nuestra desesperación al ver los desastres del estatismo, la autocracia y el proteccionismo, queremos aplicar soluciones rápidamente y nos tornamos fundacionales, como si nos creyésemos Juan Bautista Alberdi. Ahora queremos cambiar con una ley la conformación de las provincias, agrupándolas según mejor convenga a su autonomía presupuestaria.
En esa línea, querríamos eliminar el método de la coparticipación y dejar librada a cada provincia y su población, de un día para otro, a su creatividad y su empuje para generar riqueza. Lamentaré que se enojen conmigo, pero esa idea es sencillamente inaplicable.
Se requeriría un paquete de leyes en el orden nacional y también en cada provincia, y una discusión que sería más larga y enconada que las fratricidas disputas previas a la Constitución de 1853.
Aun si fueran superables esos escollos, es impensable que de un día para otro una provincia comience a autofinanciarse vía impuestos y merced a los nuevos desarrollos que genere. A menos que se quiera provocar una secesión o la miseria colectiva en muchas zonas.
Cualquier reforma requerirá una compleja negociación, un plan de entre 5 y 10 años para adecuarse, un mecanismo intermedio para financiarse y una política de Estado con jerarquía constitucional. No hay modo de que con esta idea vayan a lograrse resultados en el corto plazo, menos con la sociedad con tamañas divisiones y un sistema político incapaz de negociar y tomar compromisos serios.
Por lo menos, mientras nos parezca valioso pertenecer al sistema democrático.
Por eso considero que plantear esa salida es simplemente echar humo para confundir la discusión y llegar a la nada. Es posible y deseable encararla, pero no como una solución de coyuntura, sino como un proyecto de largo plazo.
Es algo más viable rediscutir la coparticipación federal, incluir en ella todos los impuestos ahora escamoteados, para evitar la manipulación política y crear compromisos presupuestarios mutuos y metas pactadas, tanto en lo político como en lo económico. De más está decir que tamaña discusión tampoco será fácil, no sólo por los intereses espurios implícitos, sino por los intereses legítimos y la enorme ideologización, el partidismo y la corrupción de la política nacional.
De modo que volvamos a la Tierra:
- La carga fiscal debe reducirse; repartirla de otro modo no cambiaría el problema. Eso implica que, como condición previa, se baje el gasto.
- Las escalas y el mínimo no imponible deben ajustarse a valores reales; hay que eliminar los parches y las graves injusticias de la actual metodología.
- El efecto impositivo de la inflación debe neutralizarse en todos sus aspectos.
- Impuestos como el de débitos bancarios o sellos deberían eliminarse o minimizarse, por su condición de paralizantes de las actividades.
- El sistema de monotributo debe mejorarse para que no sea un castigo a las pymes, sino una real ayuda.
- Un alivio a la torturante carga administrativa que la AFIP coloca día a día sobre los contribuyentes también es imperioso.
- El IVA y el impuesto a las ganancias no deben emparcharse con subsidios, exenciones ni favorecer a determinados sectores en detracción de otros. La idea de arrojar el peso de los impuestos sobre otros sectores, como sería gravar más a consumidores y menos a las empresas, es únicamente otra prebenda.
- Una serie de impuestos nacionales, provinciales, municipales, regionales, específicos que sancionan a los productores y que se han ido agregando a la carga fiscal sólo a efectos de financiar despilfarros deben eliminarse.
- El número y el monto de impuestos que se cobran sobre las facturas de servicios deben reducirse drásticamente, porque no tienen otra justificación que la de resultar de fácil cobro; crecerán exponencialmente cuando se acerquen a la realidad los valores tarifarios.
No creo que el problema central de nuestra economía se deba ni al impuesto a las ganancias ni al IVA, que están dentro de valores normales mundiales.
Cuando el despreciado Alfredo Martínez de Hoz aplicó el IVA en 1976, su tasa era del 13%, pero a cambio se eliminaban cientos de impuestos en todas las jurisdicciones, incluyendo el impuesto a las actividades lucrativas y el de sellos.
Hoy hemos llegado a una tasa del 21% en IVA, pagamos un impuesto inflacionario fenomenal, cuatro puntos en impuesto de sellos y cuatro o cinco en ingresos brutos, los más regresivos que se conocen. Esos impuestos son los que deben desaparecer. Más los cientos de gabelas y cargos específicos que campean en el país. Para no hablar del Fondo del Tabaco.
Y recordemos el delirante impuesto a los débitos bancarios, que cuesta el 1,2% de todo el giro de una empresa, cuanto menos.
Ahí tenemos suficiente material para la reforma fiscal. Si alguien quiere afrontarla en serio.