Por: Dardo Gasparre
Hace hoy 70 años, una movilización de unos 120 mil a 200 mil trabajadores (otras cifras son voluntaristas) clamaba a los gritos en plaza de Mayo por la liberación de Juan Perón, detenido cuatro días antes. Cerca de la medianoche, desde el balcón de la Casa Rosada, el coronel tranquilizó a la multitud que lo vivaba.
Esta jornada popular fue más tarde consagrada como el Día de la Lealtad, emblema y embrión del movimiento justicialista que ha regido, por presencia o ausencia, los destinos del país hasta hoy.
Se debe retroceder en el tiempo para entender ese particular momento y el endiosamiento del modesto coronel. Desde el golpe de Estado que derrocara a Hipólito Yrigoyen, comandado por el general José Félix Uriburu en 1930, el Ejército había intentado tener una continuidad con alguna apariencia democrática.
En 1932, los militares entregaron el poder a un Gobierno supuestamente democrático presidido por uno de los golpistas, el general Agustín P. Justo, que fue elegido mediante tramoyas electorales, sistema que, con la marca registrada de “fraude patriótico” subsistió a lo largo de la ominosa década infame.
En esa dudosa democracia, Justo fue continuado por otro militar, Roberto M. Ortiz, también vencedor en elecciones fraudulentas, quien murió en ejercicio y fue sucedido por Ramón S. Castillo, finalmente depuesto porque el Ejército no quería a quien él había seleccionado a dedo para sucederlo.
Ese nuevo golpe de Estado de 1943 coincidió con un movimiento interno en el Ejército: el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una suerte de influyente logia interna en la que Perón era el coronel más joven y el menos pronazi, según cuenta el gran historiador Robert Potash. El golpe tiene, a su vez, un golpe interno: el desplazamiento de su jefe, el general Arturo Rawson, reemplazado tras dos días de mandato por el general Pedro Ramírez, un filonazi con formación en la peor Alemania.
La exigencia de Estados Unidos para que Argentina declarase la guerra al Eje produjo la llegada del general Edelmiro Farrell y, con él, el aumento de la influencia en el poder del GOU y del coronel preferido por los americanos: Juan Perón. Ese día, el 24 de febrero de 1944, nació el mito que nos ha signado.
Perón fue el sucesor democrático para ser continuador de las dictaduras militares que habían asolado durante una década y media a la Argentina. Su prestigio popular y su poder fueron cuidadosamente bombeados desde ese momento. No es casualidad que un año y medio más tarde llegara a ser simultáneamente vicepresidente de la nación, secretario de Trabajo y ministro de Guerra.
En un período de apenas un año, Farrell aprobó una serie de leyes que ayudó a acrecentar el prestigio y la influencia entre los trabajadores del futuro líder. Curiosamente, en sólo seis días de octubre se fabricó un litigio dentro del poder, se convocó a elecciones, se organizó una escisión interna. Perón fue repudiado por sus camaradas golpistas, se victimizó, renunció, pronunció un discurso de despedida a los trabajadores en la Casa Rosada. Se fue a una isla del Tigre, avisó de su paradero a los militares, que lo detuvieron y lo enviaron a Martín García. Se declaró enfermo y lo trasladaron convenientemente al hospital Militar, donde fue liberado horas después.
Con la ciudadanía acostumbrada a las operaciones políticas más impensadas, hoy nadie hubiera creído esa historia.
También en ese breve lapso de 4 días, la Confederación General del Trabajo declaró una huelga general, pero no en apoyo a Perón, sino en protesta por algunas medidas deliberadas del Gobierno para provocar a los trabajadores.
Tanto la dictadura militar como la Policía fueron complacientes con las manifestaciones supuestamente en su contra, algo difícil de imaginar en 1945, con un ejército de orientación alemana que no estaba entrenado para la tolerancia y una sociedad acostumbrada al totalitarismo.
Si bien la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar y otras organizaciones realizaron huelgas en apoyo a Perón, la gran mayoría de los manifestantes provenía de la zona sur de la capital del país, La Plata y Berisso, donde estaba el fuerte sindicato de los frigoríficos, conducidos por el mítico Cipriano Reyes, también fundador del partido laborista. Posteriormente, el líder le pagaría su lealtad disolviendo ese partido y quitándole la virilidad por la acción de las picanas de los terribles hermanos Cardoso.
Meses después, el 4 de junio de 1946, Perón asumió como presidente de la nación. Los militares habían cumplido su propósito de autosucederse democráticamente en el poder. El mismo sueño que luego acariciarían otros golpistas, sin sentido del ridículo, vergüenza ni éxito.
La humilde clase trabajadora, postergada y manoseada tenía por fin su líder, su reivindicación y su esperanza.
El resto de la historia cada uno lo sabe. Y cada uno tiene su versión.