Por: Dardo Gasparre
La imperiosa necesidad de arreglar los descalabros que nos dejan la corrupción, la impericia y el populismo hace que todas las miradas se posen sobre el nuevo equipo económico. Está en el centro de la tormenta y es natural que la sociedad trate de vislumbrar los caminos que se elegirán, ninguno de los cuales será una línea recta, por la complejidad de los problemas creados a veces deliberadamente por los avasalladores en retirada.
Sin embargo, la tarea más difícil, delicada y la que menos margen de error admite es la que tiene por delante el Ministerio del Interior. Años de Domingo Cavallo en el menemismo, de nadismo en el delarruísmo y de absolutismo en el kirchnerismo han hecho olvidar la importancia de esta área. También se diluyó su peso específico con la invención de la Jefatura de Gabinete, que le restó influencia y decisión.
Sin embargo, la coyuntura, o más bien la profunda zanja en que nos deja empantanados Cristina Fernández, lo ha transformado en la principal herramienta de cambio y de gobernabilidad con que cuenta el nuevo Gobierno.
Empecemos justamente por la gobernabilidad. El Senado residual es de mayoría absoluta kirchnerista o afín. Esta situación no implicaría per se una situación dramática en una democracia normal. Pero esta no es una democracia normal, ni lo es la pronto ex Presidente.
Las instrucciones que han recibido los militantes son las de resistir. Eso significa que por un tiempo, al menos hasta que se acaben los efectos de la plata, la lealtad o el poder remanente de Cristina, los senadores obstruirán la sanción de leyes urgentes, imprescindibles para resolver barbaridades como la de tener un presidente del Banco Central incapaz, o una procuradora general que jamás procesará a los delincuentes públicos que la sociedad conoce.
Tampoco se aprobarán las leyes que permitan salir de la encrucijada con los holdouts, situación que impediría a cualquier país tener un desarrollo financiero simplemente normal. No hay margen para esperar que el tiempo solucione estos problemas. Por caso, noventa leyes podrían sancionarse en este momento, que aumentarían la hipoteca y las arbitrariedades que heredamos.
Será un diálogo inteligente de este ministerio con los gobernadores el que permita salir del atolladero legislativo. Justamente la Constitución creó el Senado como un modo de que las provincias tuvieran fuerza en su continua negociación con el Gobierno nacional.
El Plan Belgrano es un punto de partida importantísimo para comenzar ese diálogo, y también para que la política vuelva a ocuparse de los problemas de la gente, no de obedecer a los caudillos. De paso, un mecanismo de creación de trabajo del que más se necesita hoy, en las zonas que más lo necesitan y un paso trascendente en revertir el éxodo hacia un fatalismo villero en el Conurbano.
Hasta la inoportuna pero calculada decisión de la Corte de ordenar la devolución de las retenciones de coparticipación a dos provincias, que pronto serán más por los me too que se agregarán, será una oportunidad de diálogo y construcción de políticas de federalismo que tanto se reclaman.
La Constitución de 1994 establece dos mandatos: el de dictar una nueva ley de coparticipación, y el de promover y ayudar a la regionalización. Ambos son preceptos fundamentales para un federalismo que ponga más sensatez, equidad y eficiencia en el sistema fiscal, y para evitar los vergonzosos episodios de subordinación y humillación a los que se ha sometido a los Gobiernos provinciales con los tributos no coparticipables y los Aportes del Tesoro Nacional (ATN), verdaderos decretos virreinales con que se doblegó a los mandatarios.
Será este ministerio quien emprenda semejante tarea. Sólo ese logro sería ya hercúleo: la coparticipación tiene tal madeja de reglas y disposiciones, tal foja de acuerdos, excepciones y juicios, tantos planes de reparación histórica que parecería más fácil reescribir los Evangelios que acordar en estos puntos.
Es probable que junto con el estudio sobre la coparticipación deba replantarse el esquema tributario, y hasta sería digno de analizar si no convendría eliminar la coparticipación y reemplazarla por un nuevo sistema rentístico federal, con el que cada estado provincial sería dueño de sus destinos. Eso se integra con la idea de regionalización que menciona la Constitución.
Nada más que este punto implica una construcción refundacional, que ni siquiera Bautista Alberdi logró aplicar, pese a haberlo soñado en sus Bases… Está claro que un Gobierno peronista no estaría en posición de proponer y pilotear estos cambios. Este Ministerio del Interior tiene ese desafío.
Tiene también otra tarea, no menos urgente, ni menos trascendente, ni menos fundacional. La de reformar el sistema electoral para que podamos creer en él. Esto incluye desde la unificación de las elecciones, para evitar manipulaciones y distracciones de los funcionarios, hasta un sistema electrónico seguro que impida conspiraciones mafiosas como las del domingo 22, que aún no se nos han aclarado debidamente.
Pero además, se deben reforzar las normas democráticas tanto de la Constitución como de las leyes. Y hasta los reglamentos de las Cámaras Legislativas. Ello también es urgente y no puede ser dejado para más adelante.
El Consejo de la Magistratura debe cuidarse y blindarse; sus reglas deben ser más comprehensivas y estrictas. El Ministerio Público debe tener un marco más preciso en sus funciones. Las reelecciones deben ser limitadas, incluyendo los intercambios matrimoniales. Y otras normas de las que ya hemos hablado deben ser reforzadas o creadas.
Aunque fuera lo único que hiciera este Gobierno, sería suficiente logro si su legado fuera un fortalecimiento de las normas republicanas. Hemos aprendido lecciones que no se pueden desperdiciar.
Esa enorme tarea, que necesariamente debe surgir de la persuasión, del diálogo, de la negociación y del liderazgo, es la función que se ha encomendado a Rogelio Frigerio. Nos merecemos que tenga éxito en ella.