Por: Dardo Gasparre
Más allá de las polémicas y las reacciones que ha creado la aparición de Uber en el país —que no son el objeto de esta nota—, su sola presencia ha tenido algunas virtudes notorias.
Para comenzar, ha mostrado con enorme claridad las consecuencias del estatismo, con su maraña de reglas paralizantes e innecesarias, siempre en nombre de la bondadosa protección que supuestamente se ofrece a la población.
También ha expuesto los males del sindicalismo, que se basa en la obligatoriedad de afiliación y que culmina siempre en la esclavitud de quienes dice defender.
De paso, llamó la atención sobre el proteccionismo y el prebendarismo empresario privilegiado, que, unidos simbióticamente al estatismo, tornan ineficiente cualquier sistema y anulan todas las libertades, tanto de quien ofrece como de quien demanda bienes, servicios o prestaciones de cualquier tipo. Al mismo tiempo, ha evidenciado cómo el Estado es simultáneamente amo y esclavo de su propio totalitarismo, en una confusión que abre paso a todas las sospechas y a todos los extremos.
Como propina, ha exhibido el derecho a la prepotencia que las regulaciones confieren, sobre todo cuando los regulados terminan por regular al regulador, por cualquiera de los medios que puedan imaginarse.
Un argumento no menor en la vehemente disputa pública fue el costo del servicio y la imposibilidad de elegir, lo que resulta un interesante aporte didáctico sobre el efecto para el consumidor de ese paquete totalitario y siempre corrupto en los altos precios que paga, la poca calidad que obtiene y los pocos derechos que le asisten.
En resumen, la simple irrupción de una nueva forma de remisería pareció servir para recordar los beneficios de la libertad. ¿Comprenderá la sociedad que esto que ocurre en el transporte pasa en todos los órdenes de la actividad económica? No hay diferencia alguna entre el monopolio taxista (efectos y accionar) y el proteccionismo que impide comprar autos al precio de Chile, o que nos transforma en esclavos de las empresas de servicios, desde el cable hasta los bancos, o en benefactores de las petroleras.
No es distinta la discusión ni los groseros costos que se pagan por exenciones como las de Tierra del Fuego, o las limitaciones a la importación de cualquier producto por los medios que fuere, o que los impuestos al trabajo disfrazados de aportes jubilatorios, o la afiliación compulsiva a sindicatos (o mejor, empresas sindicales) bajo el paraguas dialéctico de las fuentes de trabajo, que terminan costando al consumidor diez o veinte veces los sueldos que pagan.
La discusión sobre Uber debería expandirse a todo el sistema económico, si fuéramos capaces de ser coherentes. Profundizando: ¿no deberíamos aplicar el concepto que defendemos en el caso de Uber a todo nuestro sistema político y democrático?
En la era de las aplicaciones, de los sistemas financieros en línea, de los bitcoins y su tecnología blockchain, de la inminente desaparición del dinero físico, de la dirección digital, del expediente y el proceso judicial integral electrónico, de la tarjeta Sube, del pago sin contacto, ¿vamos a seguir llamando al taxi político con un silbido, un grito o con una señal de la mano?
¿Qué quiere decir ir a votar a las escuelas, cuando se puede votar con una aplicación, y no sólo por cargos electivos, sino por temas centrales del país? ¿Qué clase de democracia es votar por una lista de veinte desconocidos propuesta por un partido oscuro cuando se puede elegir a los veinte que cada uno considere mejores, sin intermediarios ni corrupción ni “robo para el partido”?
Licitaciones, presupuestos del Estado, contratos, ejecuciones deben ser públicos y deben poder discutirse en foros especiales. La ley de información pública debe ser digital e instantánea. La Constitución debe incorporar mecanismos obligatorios de consulta popular en línea en ciertos temas, al igual que mejores y más serios sistemas de tratamiento obligatorio de propuesta popular.
Las aplicaciones y los foros dedicados deben reemplazar a los partidos u obligarlos a cambiar diametralmente y salir de su oscuridad de hoy. Incluso en la elección de las propias autoridades partidarias.
Todo el sistema judicial debe funcionar sobre expedientes digitales y con mecanismos de workflow o similares que controlen la eficiencia y los plazos. Lo mismo para todas las administraciones gubernamentales. ¿Y por qué no un método de revocación de mandato iniciado en línea?
Se escucha ahora: “El pueblo eligió a un presidente con las Cámaras en contra”. Mentira. El pueblo no elige con el actual sistema. Sólo tiene un esquema de multiple choice reducido que le es ofrecido por partidos llenos de conspiradores y muchas veces corruptos.
Se escuchan objeciones a cualquier sistema de voto digital. Me parecen tan anticuadas como si se descartara el uso del avión por su peligrosidad, o el uso del email por su hackeo, aunque quienes así opinen esgriman su condición de expertos informáticos en casi todos los casos.
En una sociedad global, donde todo el destino financiero pende de algunos servers, donde el poderío bélico consiste en archivos encriptados, donde las capas más instruidas de la humanidad cuelgan su intimidad de Facebook, donde la cirugía más delicada se hace con robots infalibles, donde los Estados controlan matrixialmente a propios y extraños y le rastrean digitalmente hasta la respiración, creer que la única mejora al sistema electoral es un voto en papel con una lista única pero sábana es un avance parece demasiado pobre.
La aplicación de Uber, como tantas otras, marca, sin proponérselo, el camino de la libertad, la democracia verdadera y la trasparencia. Esto que llamamos democracia es un viejo taxi destartalado y sucio manejado por un descontrolado maleducado protegido por un Estado y un sindicato prepotentes.
El sistema democrático de hoy es un monopolio asegurado por el Estado. El futuro —y la libertad— es la democrappcia.