Abundan en el mundo entero los casos de personas que, habiendo militado con el credo y en organizaciones comunistas, enfrentan, a la hora de renunciar o renegar de tales experiencias, una tormenta de insultos, anatemas y descalificaciones morales.
La doctrina marxista en la medida en que se cristalizó en programas de partidos se asimiló cada vez con mayor fuerza a una vivencia religiosa o, si se quiere, a una religión civil. Por eso, abandonar el dogma era considerado un acto de traición y el mayor pecado. El marxismo se vendió como un pensamiento científico o una ciencia, pero, a diferencia de esta, no toleraba la duda, la incertidumbre ni los cuestionamientos a las altas directivas o al gran líder.
De manera que dejar de ser o cambiar de ideas, algo normal en todo sistema de pensamiento crítico, siempre ha sido objeto de punzantes comentarios y agravios en las esferas comunistas y en las de otras ideologías de corte fundamentalista.
Para facilitar la comprensión del problema que quiero plantear, haré a un lado los casos de oportunismo de quienes cambian abruptamente de bando motivados por un “plato de lentejas”, ambiciones de gloria o simple arribismo, sino a aquellos cuya renuncia es motivada.
Huele a traición allí donde se jura el sacrificio de la propia existencia en nombre de la finalidad suprema. El marxismo, doctrina que da sustento a los partidos y los grupos que se reclaman comunistas, convoca a la revolución proletaria, al uso de la violencia revolucionaria, a la instauración de la dictadura del proletario, a agudizar la lucha de clases y a abolir el capitalismo.
La realización de actos de heroísmo, como levantarse en armas contra el sistema, está escrita en el libreto del militante. Por eso se integra en estructuras encriptadas, secretas, verticales, en las que la disciplina, el compromiso, la lealtad y la disponibilidad de tiempo completo son parte de sus atributos. No obstante su proclamada irreligiosidad, los comunistas reconfirman su fe en la victoria y su compromiso con la causa, a través de rituales cuasireligiosos. Utilizan himnos, consignas, canciones, matrimonios, héroes, onomásticos, fiestas revolucionarias, mártires, banderas, narraciones elegíacas e historias ejemplares en el despliegue ceremonial de votos y juramentos.
En esa atmósfera nace la condena, el vituperio y el calificativo de renegados contra quienes abandonan las filas, cambian de pensamiento o de militancia. No se admite ni se tolera ese pecado. Y si llegare a darse ante comunistas en trance de lucha armada, puede terminar en fusilamiento.
Renegar, renunciar o abjurar del credo y la militancia comunista no es pues asunto fácil, puesto que como buenos fundamentalistas (igual que los de extrema derecha, extrema izquierda, ultranacionalistas, racistas o extremistas religiosos), no toleran la renunciación. El compromiso, según su evangelio, debe ser para toda la vida, aunque se derrumbe el edificio en que habita esa “razón suprema”.
Los comunistas que se aferran tercamente a su credo a pesar del fracaso del modelo y el dogma marcan con dedo acusador a todo aquel que, por el desencanto causado por la revelación de los crímenes horrendos de los dictadores comunistas, o por análisis críticos, o por observación sistemática de la experiencia negativa, o por pérdida de la fe, se han atrevido a alejarse del credo y a cambiar de ideas políticas.
“¿Cómo es posible que fulano de tal, tan comunista ayer, sea hoy defensor del sistema?”, como si la creencia en el paraíso terrenal marxista fuese inmune a los yerros, crímenes, locuras, al fanatismo y el dogmatismo, y al paso demoledor de los hechos, de los tiempos y de la inteligencia.
Me atrevo pues a preguntar: ¿Qué hay de malo en renegar o renunciar a una ideología totalitaria y dictatorial cuya aplicación ha sido un fiasco económico y ocasionado un mar de sangre inocente? Grandes y reconocidos intelectuales, filósofos, artistas, literatos y dirigentes políticos han transitado, en medio de amenazas, inculpaciones, incomprensiones y sufrimientos, el espinoso camino de renegar de la militancia o la simpatía con el comunismo.
Tan difícil era cuestionar o elevar una crítica que hasta entre los mismos camaradas se desataba la carnicería como le ocurrió a la vieja dirigencia bolchevique y a León Trotsky, creador del ejército rojo ruso, expulsado del partido, del país y luego asesinado por orden de Stalin.
El balance dejado por el comunismo ha llevado a algunos países a tomar medidas prohibicionistas para evitar su retorno o su acceso al poder: Italia, Hungría, Ucrania, Alemania, Austria y República Checa, entre otros, prohibieron la publicidad, la organización de movimientos y la exhibición de símbolos comunistas, fascistas y nazis.
Para quienes creímos, en medio de delirios románticos y fiebres juveniles, en la doctrina comunista, militando o como simpatizantes en una de las mil secciones que tuvo en Colombia, y luego, a partir del análisis de la experiencia, de reflexiones filosóficas y éticas y de descubrimientos históricos, hicimos el tránsito hacia la imperfecta y siempre inacabada democracia liberal y a los valores clásicos de la Modernidad, ha sido un alivio poder vivir y pensar en libertad y sin el misticismo que surge de la búsqueda de la perfección humana o del paraíso en la tierra.