Por: Diego Guelar
Desde el año 1995 —en que asumiera la Presidencia Fernando H. Cardoso— hasta el año 2011 —incluyendo las 2 presidencias de Lula da Silva—, el Brasil creció en forma sostenida y logró un progreso extraordinario de inclusión social que sacó de la pobreza a 40 millones de brasileños. Al final de este ciclo virtuoso, había alcanzado el número seis entre las economías mundiales, superado a Inglaterra y se había convertido, junto a los otros países integrantes de BRIC, en un motor fundamental de la reactivación global para salir de la crisis iniciada en 2008.
A partir del 2011 comenzó a estancarse y encerrarse con sus principales socios regionales, Argentina y Venezuela, en un Mercosur que abandonaba sus aspiraciones de convertirse en un mercado común. Así marchamos, desde la unión aduanera “imperfecta” a partir del 1.° de enero de 1995, hasta retroceder al estatus de “zona de libre comercio muy imperfecta” actual.
Mientras tanto, el mundo se integraba en regiones cada vez más pujantes. La Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) y toda el área Asia-Pacífico con una competencia entre China y los Estados Unidos para abarcarla con acuerdos de libre comercio. La Alianza del Pacífico: México, Chile, Perú y Colombia en nuestra Latinoamérica. En el norte, la consolidación del Tratado de Libre Comercio en Norteamérica (NAFTA, por sus siglas en inglés). También en Eurasia se produjo una nueva asociación entre Rusia y China; “el camino de la seda” se va constituyendo en un eje vertebrador de la relación entre China y la Europa comunitaria.
Ese Brasil que venía convirtiéndose, por primera vez, en una sociedad de clase media —ciento veinte millones de brasileros ya la integran— comenzó a exigir servicios de educación y salud de mayor calidad, empleos bien remunerados y viviendas con confort a la altura de sus nuevas y justas demandas.
Pero el proceso de industrialización se amesetó y el éxito en las exportaciones de commodities —soja, petróleo, azúcar, etanol y hierro— tendió a primarizar la producción. Esos ingresos no son suficientes para financiar el crecimiento social producido durante los 16 años de boom económico.
El sistema político recibió una fuerte señal de advertencia en noviembre del 2014, cuando el Partido de los Trabajadores (PT) y sus aliados ganaron por el margen más estrecho desde la recuperación de la democracia.
El “tsunami” pegó con todo en el primer trimestre del 2015 y se extendió como una mancha de aceite en el segundo y el tercer trimestre. La crisis es centralmente política, porque los “fundamentals” de la economía siguen sólidos, incluyendo sus casi cuatrocientos mil millones de dólares de reservas. El tipo de cambio de 3,9 reales por dólar es, finalmente, el mismo que tenía el Brasil en el año 2002 y sólo expresa la necesidad de ajustarlo en función de las devaluaciones ya producidas en el dólar, el yen, el yuan y el euro.
El verdadero ajuste no provendrá de la economía, sino de la adaptación del sistema político a los nuevos desafíos internos y externos que el mundo y la sociedad brasileña reclaman. Lo mismo ocurre, con sus características locales, en Venezuela y Argentina.
El año 2016 será un año de grandes cambios que incluirán una renovación de la dirigencia política y la actualización del Estado como herramienta fundamental del crecimiento y la justicia social.
El tiempo de la ideología como cubierta de la corrupción está llegando a su fin. El debate de ideas será más fecundo y plural, al servicio de los logros sociales postergados.
Pero tenemos que tener paciencia y recién en el 2017 llegará el premio por las conductas correctivas a aplicarse en el 2016. No serán medidas de ajuste, sino la puesta a punto para, por fin, despegar.