Elogio internacionalista de la rebelión popular

Diego Rojas

Fuego, agua, tierra y aire. Los cuatro elementos que, para los antiguos, componían la materia de todo lo existente sirven todavía para ser usados en las metáforas que expresan lo que sucede en varios lugares alrededor del mundo. La chispa que logró que todo se incendie, la gota que rebalsó el vaso, el barro sublevado, el final de la asfixia de la inmovilidad social.

De este modo, la rebelión que sacude a Turquía –puerta de entrada al Oriente Medio y, por lo tanto, resguardo geográfico físico de los intereses económicos y políticos estadounidenses y europeos– comenzó como el rechazo civil al proyecto de construcción de un emprendimiento comercial en la central plaza Taksim, sita en la legendaria ciudad de Estambul. Escenario de acontecimientos históricos imposibles de enumerar en una sola columna periodística –no debería olvidarse que el espíritu de la historia en regiones como aquélla lleva sobre sí el peso de generaciones y generaciones y generaciones–, la plaza Taksim es también la representación de la memoria de una nación. Así lo interpretaron quienes se solidarizaron con el puñado de manifestantes ambientalistas –eran a lo sumo cincuenta– que fueron desalojados el 28 de mayo cuando iniciaron la protesta, y que volvieron el 29 y el 30 y que el 31 ya eran acompañados por diez mil personas y el 1º de junio vieron su protesta –que ya no era meramente ambientalista– se había extendido a otras ciudades del país. Después de décadas de silencio social –que permitió que los diferentes gobiernos turcos cometieran una brutal política bélica de opresión contra la minoría kurda en el este del país– decenas de miles salieron a las calles para reclamar por el estado de las cosas, para apuntar su decontento contra el presidente islamista moderado Recep Erdogan, para reconstituir el organismo vivo que produce un sujeto político activo. Ese despertar se produjo a fuerza de la indignación contagiosa que provocaba la brutalidad policíaca que, además, impuso que se recurriera a la memoria de los más viejos y a las organizaciones que resguardan las tradiciones combativas para recomponer los métodos de lucha que anidan en los pueblos, desde la instalación de barricadas hasta la batalla de posiciones callejera, pasando por el clásico armado de bombas molotov. No debería soslayarse, sin embargo, las novedades que nuestros tiempos le otorgan a esa memoria histórica: el uso de las redes sociales virtuales es parte ineludible ya de la organización de la protesta –así como también de la difusión local y mundial de los acontecimientos–, tanto como el uso de las máscaras antigás que portan en estas movilizaciones las primeras filas más aguerridas de los manifestantes. Escenas épicas, multitudes extraordinarias, combates intensivos se han repetido en estas semanas de incremento de los reclamos a los que –punto central de la situación– se ha plegado la clase obrera organizada, que ha protagonizado varias jornadas de paro general contra los abusos del poder estatal. Hasta el momento cuatro personas han dejado sus vidas en esta rebelión, muertes que son responsabilidad del gobierno de Erdogan, que día tras día incrementa la salida represiva y que acaba de amenazar con sacar a las calles al Ejército para enfrentar a una ciudadanía que hace colapsar a la policía turca. Los acontecimientos en este país tienen una importancia mayúscula no sólo para el desarrollo de una corriente política transformadora en la sociedad turca, sino que lo que suceda allí cobra relevancia internacional para el incremento de las rebeliones en una Europa atravesada por la crisis económica mundial como para la rebelión política siempre latente en Medio Oriente tantas veces inflamado de sublevaciones populares.

No es necesario atravesar medio mundo para asistir a sucesos de esta naturaleza. Cruzando las fronteras argentinas el gigante brasileño es testigo de una rebelión inmensa de contenido político trascendente. También comenzó con un reclamo no equiparable con el contenido posterior de las movilizaciones. En San Pablo, centro industrial latinoamericano, los jóvenes tomaron las calles para protestar contra el incremento de las tarifas en el transporte en una ciudad que ya tiene uno de los costos más altos en la materia. “Mientras en Madrid el viajero tiene que trabajar 6,52 minutos para pagar su billete, el paulista debe invertir casi 14 minutos”, informa el diario El País, de España. Pero así como sucedió en Turquía, la consigna inicial se transformó, cobró vida nueva mediante la elevación política. En una sociedad en la que el cuarenta por ciento de la población está por debajo de los índices de pobreza (dato que da cuenta de los intereses que defienden tanto kirchneristas como opositores locales al elogiar el modelo de Brasil potencia) las manifestaciones atravesaron una veloz escuela política y comenzaron a cuestionarlo todo. En Brasil, quizás la sociedad más festiva en relación al fútbol de todo el orbe, la protesta se centró en los gastos multimillonarios que provoca la realización del próximo mundial en ese país cuando los maestros ganan sueldos miserables, o las favelas se extienden por toda la geografía o se atenta contra el medio ambiente en función de los intereses empresariales. En pocos días, no sólo se incrementó el número de movilizados de miles a decenas de miles y luego centenares de miles en varias ciudades del país (tal como lo registró el fotógrafo Michel De Souza en Río de Janeiro –ver video–) sino que el incremento se percibió en la esfera política: las consignas cuestionan el motor de la sociedad capitalista, se enfrentan a su ley de existencia –defendida por un gobierno que dice, falsamente, representar los intereses de la clase trabajadora, tal como señala el nombre del partido de la presidenta Dilma Roussef–. Estos días de primavera brasileña cuando comienza el invierno conforman una formidable escuela de acción y pensamiento, unos momentos que no pasarán al olvido en el mediano plazo de los acontecimientos políticos del vecino país.

Hechos que comenzaron con protestas menores, si se quiere, comparadas con su devenir. No hay que olvidar que así comenzó la Primavera Africana –esa sublevación de masas en varios países del continente que aún hoy se debate entre las posibilidades de la reforma y la revolución– cuando un vendedor ambulante tunecino se prendió fuego en protesta porque le habían quitado el permiso para poder vender fruta en su carrito. Luego el gobierno caería. Son hechos que no concluyen una etapa, sino que la inician o resignifican profundamente. Quienes formamos parte de la tradición socialista internacionalista sentimos como propios los acontecimientos que se desarrollan ahora mismo en diversos lugares del  planeta. Son las masas populares las que producen a la historia, las que la paren. De cada experiencia en las regiones donde estos sectores se lanzan a la lucha política potente aprendemos también en este lugar del mundo, conforman también nuestra escuela. Porque formamos parte del mismo magma que compone a esas masas. Porque nosotros mismos tuvimos una educación imborrable de acción política en aquellos meses agitados de fines de 2001 y 2002. Porque la vida de las multitudes estaría condenada a la tristeza y el fracaso si finalmente nos resignáramos a que el capital y sus condiciones persistan por siempre marcando los destinos de nuestra existencia. Y porque, más tarde o más temprano, los sectores laboriosos de esta Argentina también se sacudirán del letargo, ampliarán el espectro reivindicativo de sus acciones y se lanzarán a la lucha política que sólo responderá a intereses estratégicos si adquiere un horizonte transformador, es decir, revolucionario.