La droga, Francisco y Mujica

Eduardo Amadeo

Cuando de un problema no se puede resolver, una de las alternativas más peligrosas es la búsqueda de soluciones mágicas; atajos que lleven a resolver lo que la constancia no logra. Es el caso de la droga, una cuestión que parece insoluble para Occidente y para la que abundan propuestas tan geniales como vacías. La más popular y ya -lamentablemente- de “sentido común” es la legalización. Su fundamento es que si la droga se vendiese libremente bajaría el precio; el crimen organizado perdería poder y de tal manera menos violencia. Pero sus defensores no aceptan la posibilidad de la venta totalmente libre de cocaína o paco (¿quién quisiera que sus nietos pudiesen comprarla en la esquina?), con lo cual siempre habrá un mercado negro; ni consideran el enorme costo social que el aumento del consumo traería aparejado.

A pesar de estas obviedades, el discurso mágico seguía ganando terreno hasta que el papa Francisco, con su enorme autoridad moral, volvió a centrar la discusión, con dos frases: “No es la liberalización del consumo de drogas, como se está discutiendo en varias partes de América Latina, lo que podrá reducir la propagación y la influencia de la dependencia química“, y “Es preciso afrontar los problemas que están a la base de su uso promoviendo una mayor justicia, educando a los jóvenes en los valores que construyen la vida común, acompañando a los necesitados y dando esperanza en el futuro”. En síntesis: no hay atajos; los atajos son perversos y fracasarán, porque ocultan lo que esta realmente detrás del consumo: la marginación. El camino de la equidad, del acompañamiento a los jóvenes, de la lucha contra el delito y la corrupción asociadas son más largos pero son el único camino viable; y constituyen un desafío enorme para la coherencia de las políticas públicas.

En esta discusión entra también la decisión del presidente Mujica de legalizar y abrir el consumo de marihuana, con activa participación del Estado. El objetivo de Mujica es doble: a) refirmar la idea de que el consumidor individual no debe ser penalizado; b) cerrar el camino a los traficantes (la droga será producida y comercializada por el Estado uruguayo). Ingeniosa como parece la solución, y compartiendo que no tiene sentido someter a juicio a quien posee una mínima cantidad para consumo personal y discreto, la decisión uruguaya abre camino a uno de los peores inductores del consumo: la tolerancia social. ¿Cómo afirmar que la droga daña si el Estado la provee? Porque -no hay duda- la marihuana daña, aunque se la venda como un estimulante menor; y sobre todo introduce a la droga como parte aceptada de la construcción de la felicidad, lo que es mas que objetable.

El mensaje de Francisco debería representar una dura admonición para las autoridades argentinas que con su lenidad han permitido una expansión del narcotráfico como no tuvimos en nuestra historia. Pero sobre todo, debe reforzar e inducir el trabajo comunitario, en el que el Estado aproveche la enorme energía social que ya existe para construir una malla de contención que salve a miles de chicos excluidos de buscar la respuesta a su exclusión en la magia perversa de la droga.