Venezuela sepulta la libertad de prensa

Eleonora Bruzual

Para los psicólogos y también para sociólogos, ese sentimiento duro y hostil que conocemos como desprecio no es más que una intensa sensación de falta de respeto por el que nos lo motiva. No hay posibilidad de reconocimiento alguno hacia el que llegamos a despreciar porque simplemente nos mostró su total falta de integridad moral, su desvergüenza ante la mentira, su tranquilidad cuando humilla al otro.

El desprecio sin dudas nace de un sentimiento de superioridad. Y sí, sí hay una conciencia de superioridad cuando nos comparamos -y, en mi caso, me comparo- con aquellos que despreciamos infinitamente. Esos hipócritas, esos hedonistas bajo el concepto cirenaico; acomodaticios hasta las náuseas que les importa un bledo el país y el dolor ajeno.

Y por donde me asomo los encuentro, y eso me lleva a parecerme casi a un personaje de Moravia de la novela que tituló “El desprecio”. Y aunque mi frustración es bien racional -a diferencia de aquella padecida por Ricardo Molteni y su mujer- igual que ellos me distancio, me horrorizo, me decepciono de los que por siempre imaginé decentes en la extensión más llana del término.

Venezuela cada vez se hunde más en un lodazal amoral y de allí no puedo sacar otra cosa que no sea amargura e ironía. Amargura e ironía, y unas ganas infinitas de poner distancia entre los que no merecen respeto, no merecen afecto y también de aquellos que en el terreno sin ley ni principios éticos que creemos un país, ponen cara de tontos, no se enteran o fingen no hacerlo, y estiran el tiempo donde sus gordiflones egos gozan de un espacio para pontificar mientras hacerlo complazca o no moleste al dueño nuevo, que -con seguridad- les dejará en tanto hacerlo convenga a la imagen que hay que mostrar por un tiempito.

Pero al cuerno con esas consejas repulsivas que te dicen que escribas sobre filosofadas que no comprometan y te metan en el círculo ridículo del mutuo bombo. O que llenes cuartillas con bravuconadas que no toquen a los nuevos patrones pero que te sirvan para aparentar coraje.

Al cuerno la mal llamada prudencia cuando realmente es vivarachería. El pretender –si eres columnista de opinión de un diario- pasar agachado y meterte en la misma dolorosa realidad de periodistas profesionales y activos que han sido abandonados a su suerte en una Venezuela donde ya casi no quedan medios independientes y por tanto no hay puertas que tocar y no les queda más que rogarle a Dios el milagro que haga verdad lo que saben una mentira en boga.

Porque lo único real es que el periódico El Universal, fundado hace 105 años (1909), ese que logró sobrevivir a los dictadores Juan Vicente Gómez y Marcos  Pérez Jiménez, cayó abatido por la peste roja. El Universal también fue engullido por un monstruo que estrena cabezas, ya que hay muchas siempre listas a servirle al mejor postor.

Lo único real es que un hecho tan terrible para la libertad de información y opinión en este lupanar caribeño que es ahora Venezuela no sea tema ni preocupación para esos que por muchos, muchos años -y otros más recientemente también- tuvieron en él tribuna, que no lo denuncien, lo rechacen, lo cuestionen.

El gigante centenario también ha sucumbido frente a la barbarie y me duele infinitamente, ya que crecí con su slogan en mi corazón y mi mente: “Porque nada convence más que la verdad”. Tristeza tengo en mi alma y mucha ira ante la complicidad hecha modus vivendi.

La verdad es que sus dueños, que aunque les respeto el derecho a vender su propiedad, pudieron mostrar más consideración hacia los que por años han hecho posible con su talento, profesionalismo y lealtad que El Universal siguiera siendo un gran periódico y la empresa una corporación respetable. Y es que del secretismo tengo derecho a pensar mal. Sólo comparo por ejemplo, la venta del diario colombiano El Tiempo a un grupo español tan fuerte como Planeta, o la compra de Radio Chile por el grupo Prisa. Qué decir de cómo el dueño de Amazon, Jeff Bezos, compró The Washington Post. Claridad sin secretismos. Pero en esta provincia n° 15 de la asquerosa tiranía cubana hemos comprado sus modos, sus abusos y anda que al secretismo lo llamaron “cláusula de confidencialidad”.

Lo real, lo feo es que vendieron El Universal a una fulana empresa española que nadie conoce, que desembolsa 90 millones de euros, pero su capital fundacional, hace menos de un año, es de €3.600. Que un portal gobiernero como Aporrea nos pretende vender a un tío llamado Eduardo López de la Osa Escribano como el George Soros de la Madre Patria, y además con títulos y blasones. En dos platos “Un grande de España”, que de tan excéntrico opera su emporio desde un apartamentucho en el N° 18 del madrileño barrio de Paseo del Pintor Rosales. Un tío que aparentemente –vaya a saberse por qué rollo freudiano-  decide humillar a Venezuela imponiendo en la presidencia de El Universal, ese diario pleno de tradición y valores fundado en 1909 por un Poeta (Andrés Mata), a un personaje famoso por ser actor de reparto en el vergonzante affaire Banco Latino, una de las grandes estafas bancarias de la historia delincuencial nuestra. Alguien al que el mismo Universal en el año 1998 refería como prófugo de la Justicia…

Personajes sombríos y desconocidos. Confidencialidad que sirve de mampara para que un régimen decidido a sepultar la libertad de prensa maquille de operaciones mercantiles lo que es simple apoderamiento de todos los medios de comunicación.

La neotiranía castrochavista aprendió del error de cerrar Radio Caracas Televisión y robarles sus equipos. Después de eso, se han agenciado cómplices para expropiar circuitos radiales, canales de televisión y medios impresos, con la farsa de que “emprendedores empresarios” ven divertido invertir donde no hay seguridad jurídica, no hay divisas, no hay democracia, no hay ni papel toilette ni papel para imprimir periódicos.

Globovisión, su accionista mayoritario, Guillermo Zuloaga se lo vendió al gobierno a través de la mampara de Juan Domingo Cordero, y unos descarados boliburgueses de groseras fortunas bajo el amparo de la Robolución. Nada mal el negocio por cierto.

Al Grupo Capriles un tal Latam Media Holding, perteneciente a otro desconocido Hanson Group (empresa registrada en Curazao el 26 de septiembre del año 2013), lo compró y lo silenció. Trató de amordazar a sus periodistas, hubo un éxodo de honestos y terminó con una larga tradición de libertad de opinión e información.

Otros medios se han vendido ya y otros están en la cola. Debí escribir mi columna de esta semana en El Universal. No quise. Me despido del diario donde por décadas escribí con toda libertad y pleno respeto. Es mi derecho porque si un rico alega patrimonio, herencia de sus hijos, derechos empresariales, sería una vileza no permitirme alegar mis valores que en resumen para mí son capital valiosísimo.

Escribo lo que siento, lo que debo decir porque comprendo la pesadilla que se está viviendo en ese edificio grande, con muchos pisos vacíos y muchas ilusiones vaciadas y quién me crea capaz de irme contra periodistas que deben callar mientras tiemblan de ira frente al nuevo abusador que sabe de su necesidad, no me conoce.

Y sé que no hay bozal más cruel, más lacerante que el bozal de pan o de arepa. ¿Cómo dejas a tus hijos en la calle? ¿A dónde vas si ya no quedan opciones laborales? Por eso, los que podemos hablar no debemos callar. Hay que fortalecer el espinazo para que no puedas doblarlo aunque te obliguen.

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