De ningún modo podrán los Estados devolver a las víctimas de las inundaciones recientes la vida o las pérdidas sufridas, pero deben revertir la pasividad frente a los fenómenos ineludibles del clima.
Más que nunca se hace evidente la disparidad de los tiempos climáticos y políticos. No hay cronogramas establecidos ni planificación que pueda consensuarse con el calentamiento global; luego de décadas y décadas de negación y minimización, la necesidad de ocuparse de mitigar sus efectos y contribuir a poner freno a los procesos que lo llevaron a este punto es impostergable.
El cambio climático no es un fantasma, sino una realidad que ya afecta la vida de las personas y debe ser afrontado con decisión política, conocimiento científico, recursos financieros y participación ciudadana.
Si algo debiéramos esperar de nuestros representantes frente a un desastre de esta magnitud, son respuestas contundentes, eficaces, rápidas, que aprendan de otras experiencias, se nutran de conocimiento experto y brinden certidumbres y mejores condiciones a la población para enfrentar eventos que ya no son excepcionales.
Los efectos del calentamiento global no nos son ajenos, aun antes de esta tragedia: en la cordillera comprobamos el retroceso de glaciares, y disminución de caudales hídricos; en la Cuenca del Plata, más agua y más inundaciones.
Causa de las consecuencias del temporal es la irresponsabilidad con la que las autoridades han venido tomando el cambio climático. No alcanza con lo hecho hasta ahora, que de por sí es muy poco, sólo políticas certeras en materia ambiental podrían evitar catástrofes como las ocurridas en Buenos Aires y La Plata.
Más allá de la urgencia de obras clave para hacer frente a los efectos ya conocidos, se debe avanzar en políticas firmes de disminución de las emisiones locales. Los gobiernos deben rever las políticas ambientales, energéticas y de transporte que hoy están vigentes a nivel local y nacional.
En la Cumbre de Desarrollo Sustentable de Naciones Unidas del año pasado en Río de Janeiro (Río +20), el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se comprometió, a reducir en 2030 el 33% de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) con respecto al 2008. Esto incluye políticas de residuos, urbanización, transporte y consumo energético. Sin embargo, hasta el momento sólo son declaraciones, no hay metas ni planes concretos.
El gobierno nacional, por su parte, tiene entre los pendientes revisar la política energética local y el cumplimiento de las leyes ambientales que hoy están frenadas o demoradas. Del mismo modo, luego de los malos resultados alcanzados en Durban, la posición argentina en las negociaciones internacionales para combatir el cambio climático debe dejar de ser un decálogo de excusas por los gases de efecto invernadero que no emitimos, para exigir y consensuar compromisos diferenciados, pero responsables, para contribuir a la elaboración de un acuerdo ambicioso y vinculante a escala global.