En los últimos meses han ocupado parte sustancial de los análisis periodísticos y académicos las tensiones cada vez más evidentes que se dan entre gobiernos con matrices teocráticas y fundamentalistas en el Medio Oriente con el normal desarrollo de procesos políticos democráticos y las garantías y derechos individuales. La situación en Egipto fue el epicentro de estas discusiones, con el ascenso al poder el año pasado de la Hermandad Musulmana y su posterior derrocamiento por un golpe de Estado pocas semanas atrás. En un escenario de manifestaciones cruzadas y ascendente violencia, amplios sectores de la población y la casi totalidad de las FFAA venían cuestionando al presidente Morsi, que llegó al poder por ser una primera minoría electoral, por sus planes crecientemente autoritarios y “cesarísticos“. Otro caso que genera particular atención, y con implicancias estratégicas aun mayores de las ya importantes que se dan en la tierra de los faraones, es Turquía. Allí, un fundamentalismo pretendidamente moderado ocupa el Poder Ejecutivo, pero ha venido dando muestras de crecientes turbulencias por sus acciones y medidas y generando malestar y temor en amplios sectores sociales en general y en los militares en particular.
Desde hace años un sobresaliente politólogo como Giovanni Sartori advierte acerca de las tensiones propias que existen cuando se busca cambiar teocracia y democracia. La razón básica es que, en esta última, la voz del pueblo es la voz de Dios en tanto que en la primera la voz de Dios se escucha de la boca y pluma de los religiosos y teólogos-políticos que la decodifican y retransmiten a la sociedad. El caso más extremo y conocido es el Irán post revolución de 1979. Allí, la palabra final de quién y cómo se presentan a los diferentes cargos electivos la tienen los mandos religiosos y en especial el jefe político y espiritual del país, el Ayatollah. La gente vota, pero sólo a aquellos que pasan el filtro. Usualmente sólo un 20 o 30%, o aún menos son autorizados.
Si uno centrara los análisis en la zona del Medio Oriente podría llegar a la conclusión de que las tendencias a chocar con garantías propias de la democracia y sociedades libres se debe a la matriz teocrática que aún persiste en esa zona del mundo. No obstante, América Latina se erige también en un factor que modera o balancea en parte esta afirmación taxativa. Nuestra región es básicamente secular y ligada por razones culturales, históricas, económicas, comerciales, al mundo occidental. Aun así, los especialistas en ciencia política no dudan en detectar crecientes cuestionamientos a la idea de democracia (voto popular libre y no fraudulento) y ni qué decir a la idea de república (división de poderes y rol central de las instituciones por sobre las personas). Ya a mediados de los 90 intelectuales como Fareed Zakaria hablaban de América Latina como una zona fértil para democracias “iliberales“, haciendo con ello referencia a regímenes que llegan al poder vía elecciones sustancialmente transparentes pero que una vez aposentados en el poder tienden a caer en prácticas con rasgos autoritarios y búsqueda de perpetuación en el poder con buenas y malas artes. Para la misma época, el más destacado politólogo argentino, Guillermo O’Donnell, acuñó el termino “democracia delegativa” para analizar esta tendencia y en especial el caso más extremo del Perú de Fujimori.
Con una gran repercusión en sectores políticos y académicos progresistas de centro-izquierda que veían sus argumentos como forma de explicar y criticar al mandatario de aquella época en la Argentina, el argumento se basaba en que las mayorías electorales no justificaban conductas bonapartistas y que pasaran por arriba de instituciones, frenos y contrapesos. Todo ello, condimentado por la afirmación de que este cesarismo facilitaba y alentaba la corrupción y quitaba espacios de diálogos y consensos para replanteos de políticas y decisiones frente a problemas y crisis. Dos décadas después, el debate en la región parece ser un espejo invertido en donde los puritanos de la institucionalidad ven como óptimo o como un mal necesario bonapartismos bolivarianos o progresistas. En tanto, aquellos que participaron activamente del cesarismo neoliberal del pasado o han cambiado pragmáticamente de piel para adaptarse y respaldar este nuevo decisionismo o, en el menor de los casos, se aferran al republicanismo que en el pasado blandían algunos sectores de izquierda y progresistas. Quizás una de las diferencias sustanciales con los ’90 sea que en aquella época los gobiernos partidarios de la democracia delegativa no hacían alharaca de su agenda no republicana. En otros términos, más acciones que palabras en este sentido. En la actualidad, en cambio, los gobiernos autodenominados bolivarianos no dudan en cuestionar la idea de democracia liberal y, de más está decir, el concepto burgués y eurocéntrico de república. Un amplio sector de los partidarios de este ideario aceptan la idea de “una persona, un voto”, pero enfatizando la relación directa de la masa con el líder, con la menor cantidad de intermediación parasitaria o institucional posible.
La alternancia en el poder es considerada contranatura e innecesaria. En tanto, a un sector minoritario quizás le cuesta hasta soportar la idea del voto y se inclina por sincerar la situación y avanzar hacia un modelo cubano de partido único. En otras palabras, las dificultades políticas, socioeconómicas y culturales que presenta la consolidación democrática y republicana en los países en vías de desarrollo distan de ser meramente motivadas por el factor religioso o fundamentalista. Allá donde las sociedades no se han adentrado en lógicas seculares, sin duda la advertencia de Sartori es clave así como otros factores como la pobreza, desigualdad, falta de educación, inseguridad, tradiciones culturales, memorias colectivas, etcétera. Todos factores, exceptuando lo religioso, que están más que presentes en Latinoamérica. Quizás, cabría retomar la advertencia de uno de los máximos exponentes del pensamiento republicano como lo fue Immanuel Kant a fines del siglo XVIII cuando afirmaba que los regímenes políticos compatibles con la libertad política y económica de los individuos son construcciones endógenas complejas, largas y dificultosas. Procesos que no pueden ser impuestos desde afuera ni trasplantados y que no necesariamente van a fertilizar y crecer en todas las sociedades ni mucho menos. Ni qué decir cuando circulan ciertos clichés o “saber convencional” que detecta el fracaso del capitalismo occidental pos caída de Wall Street de septiembre del 2008, y del poder y hegemonía estadounidense de la mano de los ascendentes BRIC. Todo ello apuntalado por el boom de las materias primas y la quintuplicación en los últimos 10 años del precio de la soja, petróleo, cobre, etcétera, que le ha dado a muchos gobiernos y regímenes las espaldas económicas-financieras más amplias para consolidar su poder y desafiar recetas vistas como impuestas desde el exterior. En algunos casos, potenciando la idea de estar en condiciones de reinventar la rueda o las reglas básicas de la física y las matemáticas por el mero hecho de tener la voluntad de que así sea.
Confundir la tradición democrática y republicana con los ascensos o caídas de Wall Street y la mayor o menor hegemonía estadounidense, enojaría sobremanera a dos milenios de pensadores y filósofos. Quizás algunos de ellos, incluyendo al propio Maquiavelo y su ferviente republicanismo, sonreirían pícaramente y felicitarían a los que propalan estos chichés. Siempre y cuando, ellos mismos no se los tomen en serio.