Por: Federico Gaon
El último 7 de junio, Turquía celebró elecciones generales y ya se discute que el resultado electoral podría tener implicaciones trascendentales para la escena política del país. Siendo una república parlamentaria, el primer ministro no es electo por voto popular directo, sino por los miembros del Parlamento. Las elecciones determinan el número de bancas que cada partido político tendrá en la Gran Asamblea Nacional situada en Ankara, de modo que, en este caso, lo más destacable de los recientes comicios ha sido la pérdida de la tradicional y cómoda mayoría con la que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Recep Tayyip Erdogan solía contar.
Para tener una mayoría constituyente un partido debe obtener como mínimo 276 bancas de un total de 550, y resulta que, en está ocasión, por primera vez luego de doce años de dominación, el AKP ha perdido su predominio sobre la Asamblea. La fuerza filoislamista de Erdogan, formalmente liderada por su escudero Ahmet Davutoglu, ha conseguido 258 bancas, razón por la cual por lo pronto le será más difícil convenir un nuevo Gobierno. Llegado el caso, nos encontramos ante un cambio de paradigma en la política turca que podría traer importantes repercusiones tanto en el panorama doméstico como en el escenario internacional.
Para empezar, si bien el AKP sigue siendo la plataforma política más popular, llevándole una diferencia de 126 bancas a la segunda fuerza más votada, puede discutirse que a partir de ahora el oficialismo ya no sobrepasará el sistema con relativa facilidad. El AKP en este sentido viene siendo duramente criticado por sus opositores por el estilo personalista y autocrático de Erdogan. A veces referido por sus detractores como “el sultán”, Erdogan viene impulsando una reforma constitucional para dotar a Turquía de un sistema presidencial, en el cual sería el presidente, y no el primer ministro, quien se convertiría en el Jefe de Gobierno. El oficialismo defiende la propuesta argumentando que un presidencialismo haría de Turquía un país más estable y eficiente, desplazando al frágil sistema de coaliciones e interminables discusiones en donde el parlamentarismo ha sido propenso a caer. Pero, por otro lado, dicha reforma le permitiría al AKP, que todavía es mayoría, dirigir el país (con el liderazgo del etiquetado sultán) sin la inconveniencia de tener que mediar y negociar con legisladores de otros espectros políticos.
Trabado por la oposición que no le permite llevar a cabo sus designios, lo cierto es que Erdogan ha buscado enaltecer la posición simbólica del presidente, intentando facilitar una suerte de transición cultural hacia un sistema donde el poder ejecutivo deje de descansar en el primer ministro. Por esta razón, en 2007 el AKP logró pasar una reforma electoral para que el presidente, pese a su posición ceremonial, fuese electo por voto popular y no ya por el parlamento, incluida la posibilidad de la reelección. Además, en agosto de 2014, Erdogan, entonces primer ministro, decidió postularse a presidente y cederle la primera jefatura de la nación a Davutoglu. Habiendo ganado casi el 52 por ciento de los votos, los comentaristas y analistas presentaban la maniobra como una ávida jugada estratégica para consolidar poder y en efecto hacer más digerible la prospectiva transición a un presidencialismo con Erogan a la cabeza. Otro hecho que da cuenta del mismo propósito es el majestuoso e imponente palacio presidencial que el Gobierno inauguró en octubre del año pasado, con un costo estimado en los 615 millones de dólares.
Hasta ahora los analistas explicaban el éxito del AKP en base a dos cuestiones importantes. Primero, Turquía con Erdogan ha tenido una gran bonanza económica que ha elevado la calidad de vida de millones de habitantes. Durante la década pasada la economía turca creció exponencialmente gracias a bajos intereses y poca inflación, factores que permitieron un incremento destacable en el consumo doméstico y la atracción de capital extranjero. Como resultado, el producto interno bruto (PIB) per cápita incrementó drásticamente, de alrededor de 6.000 dólares en 2003, hasta alrededor de 8.700 para comienzos de 2014. En segundo lugar, más intangiblemente pero indubitablemente capitalizable, durante la gestión de Erdogan Turquía adquirió una renovada vitalidad como actor internacional. Empleando una retórica y política exterior que los analistas han etiquetado como “neo-otomanista”, en los últimos años el populista viene articulando un discurso nacionalista, antisraelí y antioccidental, atractivo tanto en Anatolia como en un nivel regional; compatible con las plataformas masivas que han surgido en el mundo árabe tras las protestas de 2011.
No obstante, las circunstancias han cambiado. En tiempos recientes la economía turca ha comenzado a mostrar signos estar desacelerándose. La inflación y el desempleo se han disparado, el crecimiento ralentizado, y con un déficit en su cuenta corriente el país ha perdido competitividad. Acaso un flagelo común a todo populismo, con su notoriedad aún en auge, desde 2007 en adelante muchos analistas discuten que el Gobierno desvirtuó su responsabilidad fiscal inicial, para dar lugar a proyectos más cortoplacistas –socavando la estabilidad monetaria con empréstitos y malversación de las arcas públicas. Erdogan está convencido que altas tasas de interés causan inflación, y sobre esta cuestión viene peleándose con el Banco Central, una entidad que al día de hoy retiene su independencia frente a las presiones de la facción gobernante.
Bajo la dirección de Erdogan la experiencia económica turca en algún punto encuentra paralelos con la realidad de algunos países latinoamericanos. El semanario británico The Economist sostiene que el Gobierno cayó en “la trampa del ingreso medio”, esto es, su apremio por resultados en el campo de la industria de productos básicos con salarios bajos, y la falta de interés en reformas estructurales a largo plazo para incentivar la innovación y la promoción de una industria avanzada. Al igual que en América Latina, un problema de fondo que gravita sobre Turquía, que desalienta las inversiones privadas y ergo reduce los prospectos de la economía, tiene que ver con el debilitamiento institucional que ha dejado la prolongada gestión personalista de un líder que no se muestra muy dispuesto a compartir o transferir la batuta.
La misma desazón ha dejado la política exterior, virtualmente conducida por Erdogan, quien como resultado de su unilateralismo ha aislado incluso a funcionarios de su propia plataforma. A partir de la Primavera Árabe la agenda exterior turca incrementó la proyección de Ankara en la región, mas no sin también proyectar un nacionalismo en casa para consumo de las masas. Este doble juego, sin embargo, ha puesto al país en ridículo por el grado de irresponsabilidad con el cual ha lidiado con la guerra civil siria y la crisis humanitaria que se está desarrollando en los territorios lindantes. El caso más claro que ejemplifica la ineptitud turca ha sido la ambivalente posición del Gobierno en relación al Estado Islámico (ISIS). Siendo que los turcos tienen sus razones para desconfiar de los kurdos, Ankara se negó a ayudar directa o indirectamente a los militantes de esta etnia en su lucha contra los yihadistas, esencialmente por temor a desbalancear la ecuación en favor de separatistas que le reclaman a Turquía independencia. Esta postura no ha sido bien recibida en las capitales occidentales, y la inacción del Gobierno de cara a la crisis siria y al ISIS sustenta la noción de que Turquía está perdiendo prestigio y relevancia, no solamente desde la mirada de los analistas, pero desde aquella de los turcos corrientes también.
Las protestas que sacudieron Turquía en 2013 hicieron eco de muchos de los agravios que preocupan a la oposición. Grupos de derecha como de izquierda canalizaron sus quejas en cuanto al estilo autoritario del “sultán”, el deterioro de las instituciones y la libertad de expresión, la política exterior, y la paulatina imposición de pautas islámicas en la vida pública. Gonul Tol, experta en asuntos turcos, afirma sin rodeos que “Erdogan es su propio peor enemigo”. Ciertamente podemos convenir que el no tan simbólico presidente desconoce las limitaciones de su cargo, y se comporta como si su reforma presidencialista ya hubiese sido puesta en marcha. Desde luego este no ha sido el caso, y para dificultar sus anhelos, una encuesta reveló que el 77% de los tucos no apoya semejante iniciativa. Llegado este punto, en mi opinión creo que cualquier Gobierno de tinte populista con doce años de gestión consecutiva estaría (si es que ya no lo está) a un paso de la crisis. Su narrativa simplemente no se condice con la realidad, y esto genera resquemor y expectativa por un cambio entre segmentos de la población.
Una encuesta conducida por el Pew Research Center el año pasado mostraba a la sociedad turca altamente polarizada en estos temas. Desde lo general, alrededor de la mitad de los ciudadanos estaban en desacuerdo tanto con el capitán Erdogan como con el compás que empleaba para tramar el rumbo del país. Volviendo pues al aquí y ahora, en palabras de Cengiz Çandar, destacado periodista turco, con el resultado de las elecciones “la política turca ha dejado de ser un show unipersonal”. Desde el lunes de la semana pasada, el AKP tiene concretamente 45 días estipulados por la Constitución para ponerse de acuerdo con la oposición y formar un nuevo Gobierno. La decepcionante pérdida de popularidad ha forzado a Davutoglu a presentarle su renuncia a su “sultán” y benefactor; y bien, de no alcanzarse acuerdo, Erdogan ya adelantó que será necesario llamar a elecciones anticipadas, las cuales él tiene potestad de convocar.
Desde otro lugar, también debe destacarse que los kurdos tendrán por primera vez representación en la Asamblea. Habiendo alcanzado un 13 por ciento de los votos, superado el umbral legal que exige que las fuerzas políticas consigan al menos un diez por ciento de los mismos para obtener bancas en el parlamento, el Partido Democrático de los Pueblos (HDP) de sustrato kurdo se ha asegurado presencia con 80 parlamentarios. Esto es definitivamente una buena noticia en virtud de conceder representatividad a un grupo étnico que representa entre el 15 y el 20 por ciento de la población de Turquía, y hasta ahora excluido de las deliberaciones. No obstante el hito suscita fuertes controversias. Si bien el HDP ha apoyado el proceso de paz entre el Gobierno y los separatistas del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), una agrupación considerada terrorista por el grueso de la comunidad internacional, los líderes democráticos del primer grupo están acusados de mantener vínculos cercanos con la dirigencia terrorista del segundo.
Algunos analistas sugieren que, de convocarse a nuevas elecciones, Erdogan podría recuperar votos apelando a instintos otomanistas tradicionales que devienen de un largo historial de “turquificación” de las minorías étnicas para quitarle protagonismo a una fuerza política que despierta mucha oposición por su mera esencia sectaria. De obrar así, esto sería bastante irónico siendo que fue Erdogan quien combatió esta tendencia durante sus primeros años en el poder, ofreciéndole a los kurdos ciertos derechos culturales oprimidos durante décadas anteriores. Pese a esto, y en todo caso, dado que ninguna fuerza política está cómoda con perpetuar la influencia del conocido mandamás, habiendo también discordia dentro de las propias filas del AKP, es muy plausible que con independencia de lo que deparen los próximos meses este sea el inicio del fin de la era Erdogan. Los últimos comicios pueden ser perfectamente interpretados como un referéndum personal a la figura del líder, y si hay algo que ha quedado en evidencia es que los turcos no quieren a un sultán como presidente vitalicio.