Por: Federico Gaon
Dos trágicas noticias sacudieron recientemente a Israel. Primero está el caso del judío ultraortodoxo con antecedentes penales, quien sin ningún escrúpulo por el quinto mandamiento, se infiltró en una marcha del orgullo gay y apuñaló a seis personas, hiriendo de muerte a una adolescente de 16 años. Luego está la noticia del niño palestino de un año y medio abrasado tras un ataque perpetrado por colonos israelíes en Duma, un pueblo del norte de Cisjordania. El padre del pequeño falleció al cabo de unos días. Su madre y su hermanito de cuatro años salieron con vida, mas con quemaduras graves. Estos incidentes, percibidos con justa razón como tangentes, provocaron una ola de indignación en la amplitud del establecimiento político israelí, como asimismo en gran parte de la sociedad civil.
El sábado primero de agosto miles de personas se congregaron en distintos puntos del país para condenar los hechos de violencia y la intolerancia religiosa subyacente. Articulados por judíos, estos actos fueron catalogados inmediatamente como terroristas y no representan hechos aislados. Las protestas, en este aspecto, hicieron eco de una inquietud arraigada principalmente en los sectores medios, frente a lo que se siente como una tendencia hacia la polarización religiosa; que en vista de muchos, amenaza la identidad pluralista y secular de Israel.
No obstante, sin restar importancia a estos asesinatos, ni a sus detonantes ideológicos, se presenta ahora una oportunidad para deliberar, mediante el ejercicio de la comparación, las diferencias cualitativas entre cómo los israelíes tratan con el extremismo procedente de su bando, y cómo los palestinos tratan con el suyo.
Para empezar, la reacción generalizada del grueso de la sociedad israelí a estas atrocidades nos dice algo. Cualquier observador que haya visitado Jerusalén o Tel Aviv podrá comprobar que la hebrea es una sociedad multicultural, educada a la sazón occidental, y que pese a una conmoción latente entre lo religioso y lo secular, se mantiene unida en un espíritu liberal y el anhelo por la paz. Esta es la esencia que identifica a la mayoría de los israelíes. Sin embargo, no deja de ser cierto que la tensión entre lo laico y lo religioso viene en constante aumento. Desde las cuestiones maritales y aquellas vinculadas con conversiones, a la excepción de los ortodoxos en el servicio militar, el Gran Rabinito de Israel colisiona con el estilo de vida de aquellos que no son practicantes o bien son laxos en su práctica religiosa. Llamativamente, como hecho alegórico de este contraste, suelen trascender casos en donde mujeres son agredidas o insultadas por ultraortodoxos, por negarse a sentarse en la parte trasera de un autobús, o por no vestirse conforme el parámetro de su modestia religiosa. Yendo más lejos, en la conciencia israelí todavía pesa la masacre cometida en Hebrón por un judío, en 1994, como desde luego también el asesinato de Yitzhak Rabin en 1995. Luego está la frecuente provocación de los colonos a palestinos, que a su vez resulta en una escalada de violencia. Sin rodeos, en este sentido es aparente que el terrorismo judío es una realidad que aún no ha sido aplacada.
En vista de muchos, el odio concomitante en los recientes sucesos de Duma y Jerusalén se explica como un derivado del conflicto palestino-israelí. David Grossman, por ejemplo, exponiendo una mirada de la centroizquierda, arremete contra el establecimiento político de su país por fomentar, diligentemente, a lo largo de 48 años de ocupación de Cisjordania, la realidad de un fanatismo oscuro que entiende el conflicto en términos de conquistadores y conquistados. Para Gideon Levy, notorio columnista de Haaretz, todos los israelíes son culpables de apuñalar a homosexuales y de quemar a familias palestinas. “Todos aquellos que pensaron que sería posible sostener islas de liberalismo en el mar del fascismo israelí fueron contrariados este fin de semana, de una vez por todas”, escribió el 2 de agosto el conocido periodista de izquierda. Según Levy, los eventos en cuestión son el resultado de la fatídica experiencia en Cisjordania y Gaza; de la opresión y humillación de los palestinos, y de los excesos que cometen los militares israelíes sin restricción. Más allá de sus desmedidas palabras, para quien ha estado en Israel una cosa es cierta: En efecto es un mar de opiniones, y a juzgar por la reacción del primer ministro, quien no ha dudado en llamar al terrorismo judío por lo que es, y la reacción de la ministra de Justicia, quien siendo más derechista que Netanyahu ha pedido la pena de muerte para los victimarios, la condena a estos acontecimientos trágicos se manifiesta en todo el arco político israelí.
Si bien desde ya no todos los israelíes son culpables por lo que ha ocurrido, los comentarios de Grossman y Levy reflejan el eco de los sucesos en la conciencia de todos. Los israelíes están perturbados, avergonzados y reflexivos frente a la gestación del extremismo religioso en su sociedad. Así, tal como lo marca el periodista israelí Ben Caspit, en contraposición con dichos similares a los anteriores, “es muy temprano para llorar el fallecimiento de la democracia israelí”. La respuesta ha sido contundente y la condena explícita.
Ahora bien, sin excusar la gravedad del asunto, conviene analizar una diferencia circunstancial en la reacción ante el terrorismo en la sociedad israelí y en la sociedad palestina. Si cada quien que haya visitado Israel podrá corroborar su semejanza con Occidente, cada quien que haya visitado y estudiado Cisjordania podrá corroborar que los palestinos tienen aprensión por condenar hechos de violencia, esta vez perpetuados por árabes contra israelíes. Una introspección al mundo de la política palestina muestra que desde hace tiempo existe un doble discurso en su compacto en cuanto al terrorismo perpetrado por palestinos. Dejando de lado a Hamás, que en su accionar resiste todo respeto por la vida, la misma Autoridad Nacional Palestina (ANP) que preside Mahmud Abás es ambivalente frente al tema. Al acontecer un atentado, cuando se habla en inglés, para una audiencia internacional, el mensaje es uno distinto a aquel utilizado cuando se habla en árabe, para una audiencia local, acostumbrada a glorificar la lucha contra el enemigo sionista. Esta es precisamente la diferencia entre el terrorismo palestino y el terrorismo israelí. Explayada por el columnista palestino Basam Tawil, mientras un bando condena contundentemente el terrorismo independientemente de quienes sean sus responsables, el otro lo condena solo cuando los agresores son judíos, celebrándolo cuando los israelíes son las víctimas.
La ANP, que deviene de la populista y autoritaria organización que liderara Yasir Arafat, es responsable de un sistema educativo funesto que demoniza a los judíos y a los israelíes en la tradición del antisemitismo europeo. Como parte del currículo básico, a los niños se les instruye que los límites de Palestina llegan al mar, que Israel es un diablo menudo que será derrotado, y que los judíos son despiadados asesinos que permanecerán inmiscuidos en todos los problemas del mundo. Este proceso de adoctrinamiento es asistido por una cultura que reivindica el terrorismo como martirio, y ergo honra a asesinos nombrando calles y escuelas en su memoria, legitimando sus actos y convirtiéndolos en modelos a seguir. Por ejemplo, hay dos escuelas en Gaza, y dos escuelas en Hebrón, que llevan el nombre de Dalal Mughrabi, una mujer que en 1978 lideró el ataque terrorista más letal en la historia de Israel, dejando un saldo de 37 civiles muertos, 12 de ellos niños. Luego, entre tantos otros ejemplos que instan a la autodestrucción en el nombre de la causa, hay ocho escuelas llamadas Al-Khansa, una poetisa contemporánea a Mahoma, quien se regocijó cuando sus cuatros hijos murieron por el islam como mártires. En dicho aspecto, sería inconcebible que los israelíes llamaran a una escuela, parque o calle con el nombre de Baruch Goldstein, el asesino de 29 palestinos, o Yigal Amir, el asesino de Rabin.
Lo cierto es que la ANP, pese que ha suscrito a la vía de la paz para resolver la disputa territorial, ensalza a terroristas palestinos por el simple hecho de que el martirio es un pilar centrar de la cultura política local. Retroalimentado tales aspiraciones constantemente, la reivindicación del terrorismo tiene réditos políticos, en tanto, alabando a los perpetradores como propios, el liderazgo palestino puede mostrarse combativo. Por debajo de las apariencias de diálogo, la ANP quiere impresionar a sus nacionales con una aspiración maximalista infranqueable, que por cuestiones ideológicas tiene mejor apelación entre las masas que una solución “intermedia” -esto es, la paz con los israelíes. Sea por pragmatismo o por un sincero odio recalcitrante contra Israel (como es claramente el caso con Hamás), la ANP incita a seguir el ejemplo de los abnegados palestinos, que aparentan renunciar a su vida por el bienestar de la comunidad, para conferir a la población una pretensión de lucha y sacrificio, propia del fatalismo que caracterizó históricamente a los árabes, y que en muchos aspectos perdura hasta el presente. Análogamente, por estas razones, existe una opinión entre los analistas, la cual comparto, que indica que en la calle palestina es más importante tener credenciales de afamado terrorista que de burócrata complaciente, educado e instruido, mas sin experiencia en términos de lucha y sacrificio.
En virtud de esta tradición, la ANP sigue presentando como héroes a personas involucradas en actos de terrorismo. El mes pasado la agencia oficial de noticias WAFA confirió el título de mártir a uno de los hombres que acometió, en noviembre pasado, contra una sinagoga de Jerusalén y mató a cuatro creyentes y a un policía. También se agasajó a un hombre que fue abatido al intentar asesinar a un rabino hace un año, y existen muchos más ejemplos similares. Cuando en junio un israelí fue asesinado y otro herido al viajar juntos en auto por Cisjordania, varias facciones palestinas aplaudieron el ataque como “una respuesta natural a la ocupación”. Esto nos muestra que, como resabio de una enemistad que los palestinos no parecen dispuestos a intentar dislocar, a diferencia de lo que sucede entre los israelíes, el terrorismo es laureado como noble y legítimo. En favor del extremismo y en detrimento de la paz, el liderazgo palestino que la comunidad internacional reconoce como moderado y probado representante de las aspiraciones palestinas, no se esmera por cambiar las cosas. Algunos dirían que semejante intento resultaría inevitablemente en el desprestigio del partido secular de Abás y el ascenso de Hamás en Cisjordania. Como fuere, lo cabal es que a juzgar por el énfasis en la muerte por sobre la vida, la prioridad de Abás no parece encaminada a generar un entendimiento sincero a largo plazo.
En su columna, Tawil le pregunta al lector si ha oído hablar de manifestaciones convocadas por palestinos para protestar contra el asesinato de civiles judíos inocentes. Consiguientemente se pregunta si ha habido algún personaje de relieve que se haya atrevido a hablar en público contra tales cometidos, sea en el centro de Ramala o en Gaza. Lisa y llanamente la respuesta es no. La educación palestina supone a todo israelí como un agresor y, obviando línea entre civil y soldado, enaltece al terrorista como modelo social.
Tomando este comportamiento preliminar con la preocupación que se merece y cotejándolo con los nefastos actos cometidos recientemente por ultraortodoxos judíos, las autoridades israelíes tienen el deber de tomar cartas en el asunto. Puesto a la perfección por un colega, Eli Cohen, la supervivencia de Israel no depende solamente de su superioridad militar, pero también de la preeminencia de valores morales irrenunciables. Al verse estos valores erosionados por miembros de la sociedad israelí, y sin importar que los extremistas sean una minoría, puede destacarse que el país en su conjunto ha llamado a la reflexión. Pero esto no será suficiente si el Gobierno no comienza a mirar a los radicales judíos más de cerca. Dilucidado por Cohen: “Israel se juega el alma”. Sería provechoso que desde el lado palestino las autoridades dictaran una sentencia similar, y que por lo pronto fomentaran una reflexión moral que, llegado el caso, traerá grandes dividendos a la hora de hacer la paz.