Por: Federico Gaon
Tras sufrir una recaída electoral en junio, con su popularidad en un bajo histórico, Recep Tayyip Erdogan, fiel a su estilo, ha vuelto a apostar a la política exterior para ganar los puntos que le faltan. Apelando a un tono nacionalista, tanteando una ofensiva contra los enemigos del Estado, el oficialismo busca compensar por la gestión que falta en casa y, apalancándose en el contexto actual de guerra regional, busca recuperar los votos que en las últimas elecciones no pudo cosechar. Es la primera vez, desde las elecciones generales de 2002, que la plataforma de Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), no logra hacerse con una mayoría parlamentaria.
Pese a ganar las elecciones pasadas, dado que no ha podido formar coalición con otra fuerza política, Turquía llamará a elecciones anticipadas en noviembre. Erdogan intenta cambiar el sistema turco para convertirlo en un presidencialismo moldeado en el ejemplo ruso y, en los tres meses que quedan hasta los próximos comicios, espera recuperar votantes apoyándose en una política exterior fornida. Esta, que en el pasado reciente ha sido duramente criticada por su ambivalencia frente al conflicto en Siria y el avance del yihadismo, en los últimos meses se ha endurecido; y mientras el Gobierno la presenta como el cálculo estratégico propio de los intereses nacionales, la oposición, los periodistas y los analistas sospechan que estriba de intereses políticos bastante limitados, con mira a réditos inmediatos en el plano doméstico. De cualquier modo, vale preguntarse si la política exterior turca es sustentable, como desde ya también inquirir si le saldrá bien o no la apuesta a Erdogan.
Para situarnos en contexto, en la última década, bajo la conducción del AKP, Turquía le ha dado un nuevo significado al viejo mantra de su política exterior. Puesto por Mustafa Kemal Atatürk como una instrucción de no intervencionismo y neutralidad, “paz en casa, paz en el mundo”, la interpretación del mandamiento ahora ha cambiado. Bajo los lineamientos de Ahmet Davutoglu, internacionalista del partido y escudero de Erdogan, ya no es indispensable que haya paz en casa para promover paz en el mundo, pues Turquía ya está consolidada y lista para ocupar su rol histórico en Medio Oriente.
Sin embargo, luego de su idealismo, la política exterior turca está plagada de contradicciones.
Desde que comenzara la guerra civil siria cuatro años atrás, Turquía, aunque carga agravios con los sirios y los kurdos, se ha mostrado reacia a intervenir en los asuntos que se desarrollan fuera de sus fronteras. Más allá del Gobierno de turno, los turcos y los sirios mantienen una animosidad histórica por disputas territoriales y discusiones en torno a los recursos hídricos. Para peor, bajo el clan al-Assad, Siria albergó y apoyó al Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), el grupo independentista kurdo considerado terrorista por Turquía y gran parte de la comunidad internacional. Por este asunto, en 1998 Ankara estuvo cerca de declararle la guerra a Damasco, la cual decidió ceder ante las presiones turcas y así evitar una posible escalada. Lo cierto, no obstante, es que con el amargo devenir de la intervención estadounidense en Irak ha quedado en evidencia lo valiosa que es la estabilidad, con actores predecibles y conocidos. Sin final a la vista para los conflictos sectarios en todo Medio Oriente, la clásica sentencia de los juristas musulmanes, que el statu quo es preferible al caos, parece dominar el dictamen en las capitales de la región y Ankara no es la excepción.
En público, por supuesto, Erdogan movilizó tropas a la frontera, mandó a sus diplomáticos a Damasco a protestar y a pedir por moderación en oposición al “salvajismo” contra la población civil. En privado, la intervención quedó descartada por temor a despertar diablos más peligrosos que el régimen de Bashar al-Assad, por temor a enviar el mensaje equivocado al resto del mundo y quizás, antes que todo eso, por simple temor a que dicha jugada fracase.
Desde que llegó al poder, en términos de política internacional, Erdogan está determinado a mostrar que Turquía bajo su mando, aunque afiliada a la OTAN, en rigor no la acompaña. Se opuso a la intervención aliada en Irak, y lanzó una retórica que tuvo más resonancia en el mundo árabe que el discurso de El Cairo (2009) de Barack Obama. Etiquetada por los analistas como “neootomanismo”, la política de Erdogan se caracteriza a grandes rasgos por un nuevo interés en los asuntos de Medio Oriente y por una expresa divergencia con Estados Unidos, el tradicional aliado del establecimiento castrense turco. Obama tiene una buena relación personal con Erdogan y suele referirse a él como “mi amigo Recep”. Sin embargo, entre otros ejemplos, hasta hace un mes atrás Ankara no le permitía a Washington utilizar la base aérea de Incirlik, ubicada en el sureste turco, para atacar posiciones del Estado Islámico (ISIS). No es secreto que el Gobierno turco está preocupado y molesto frente al progresivo apoyo estadounidense a los militantes kurdos -a quienes clasifica como terroristas. Siendo este el caso, no sería insólito que bajo la misión de contener a la horda yihadista, Turquía apunte sus armas contra las fuerzas kurdas. Aunque Erdogan vende a Turquía como si esta fuera a “cambiar el juego”, hasta ahora los turcos solo han llevado a cabo un ataque aéreo contra el ISIS y varios contra los bastiones kurdos en el sureste turco. Los kurdos, y no los yihadistas, parecen ser la prioridad.
Gracias al revisionismo de sus dirigentes, Turquía ha vuelto al escenario internacional y lo ha hecho con una fórmula que -por lo menos a mi criterio- podría expresarse lacónicamente como “habla fuerte y lleva un gran garrote”. Erdogan es un hombre con un carácter afanoso y, cual líder populista, ciertamente le cuesta hablar suave. Sus declaraciones potentes contra Occidente, Israel y sus advertencias contra los regentes sunitas de Medio Oriente, durante la Primavera Árabe, lo convirtieron en un campeón de las masas, y todo sin flexionar el músculo militar de su país. Ahora bien, la problemática contradicción llegó cuando a Turquía le llegó la hora de golpear y se dejó estar.
En primer lugar, pese a declaraciones robustas contra el régimen de al-Assad, Ankara no puede arriesgarse a fracasar. Según una mirada, el ejército turco no está preparado para contender con la guerra civil siria y lo máximo que podría hacer sería establecer un cordón sanitario alrededor de la frontera siria-turca, exponiendo a los uniformados a retaliaciones. Dicha fuerza interventora, apostada en el terreno, podría ser contraproducente, y, al echar leña al fuego, volcar a los yihadistas contra la población civil turca (ya han declarado su intención de conquistar Estambul), o bien retroalimentar la insurgencia de los kurdos, siempre ávidos por conseguir su independencia.
En la coyuntura actual, semejante fiasco sería el fin cantado de Erdogan. Por otro lado, ya más genéricamente, Ankara no está dispuesta a antagonizar de más con Moscú. En este sentido, detrás de bambalinas, los turcos le tienen más miedo a los rusos que a los estadounidenses, quienes no amenazan con desquites. En los últimos años Turquía ha experimentado un rápido crecimiento en su demanda energética e importa de Rusia el 57 % del gas natural que necesita. En todo caso, los turcos prefieren que sean los norteamericanos quienes hagan el trabajo sucio y confronten a los sirios. Cuando Ankara le pide a Washington una zona de exclusión área sobre Siria, la cual ella misma no está dispuesta a impartir con sus propios medios, en rigor, independientemente de lo que diga la presa, Erdogan está actuando para conservar el estado de las cosas. No puede arriesgarse a una guerra abierta con su vecino meridional, pero tampoco puede dejar de hacer algo. Necesita minimizar el número de desplazados que llegan a Turquía (escapándose de los bombardeos de al-Assad) y necesita, en el proceso, ser consecuente con la apariencia de mandamás con la que viene vistiéndose hace una década.
En segundo lugar, si la aletargada acción de los turcos se explica en el miedo de estos a que los kurdos en el norte de Siria e Irak funden su propio Estado, paradójicamente, en tanto el ISIS es repelido, este escenario se vuelve más factible. A pesar de la ambivalencia que despertó el autoproclamado Califato, no existe analista que conceda que los yihadistas no presentan una amenaza contra la seguridad turca. El hecho de que el ISIS de momento tenga prioridades más dañinas para Erbil (capital del Kurdistán iraquí) o Damasco no implica que Ankara esté fuera de peligro en el largo plazo. Si bien es cierto que Turquía finalmente se unió a la coalición contra el ISIS el mes pasado, Erdogan y compañía siguen atormentados por la incertidumbre. Temen que si actúan determinadamente contra los yihadistas, terminen destrabando la guerra en favor de los kurdos, cuya autonomía el establecimiento turco está decidido a evitar a toda costa. Por todo esto, la disyuntiva del Gobierno turco consiste en cómo hablar lo suficientemente fuerte para dar credibilidad a sus amenazas, mas evitando iniciar una pelea que luego no pueda ser ganada y que le cueste el poder al AKP.
Por estas razones tiendo a pensar que la magra intervención que Turquía montó el último mes tiene más que ver con el plano doméstico que con el externo. El Gobierno turco no arriesgará una intervención militar propiamente dicha, esto es, enviando soldados y vehículos blindados a cruzar la frontera. Podrá haber ataques aéreos o de artillería esporádicos, quizás incluso con mayor frecuencia, pero juzgo muy poco probable que la acción turca sobrepase estos pasos.
En suma, Erdogan estaría arriesgándolo todo con una escalada de violencia considerable, fuera dirigida contra la yihad o contra el régimen sirio. Arriesgaría su continuidad en el poder y complicaría severamente el prospecto de que su país salga relativamente bien parado de la crisis regional. Con una intervención mal planificada y ejecutada, Erdogan tiene mucho más para perder que ganar. Si tras una intervención las cosas salen mal, el prestigio nacional, algo de lo cual los turcos son extremadamente sensibles y recelosos, recibiría un porrazo, y el AKP tendría, en tal caso, una herida difícil de tapar. Pero tampoco puede el Gobierno turco permanecer del todo inerte, especialmente si pretende reafirmarse en las próximas elecciones. En efecto, tal como han marcado varios comentaristas, en el Gobierno y en el ejército prevalece un clima de vacilación. Actuar o no actuar, esa es la cuestión y el dilema de Erdogan.
Quedará por verse si el AKP reúne, a partir de los resultados que arrojen las elecciones de noviembre, la mayoría necesaria para continuar gobernando sin necesidad de formar coalición. Pero para mejorar sus posibilidades, el oficialismo debe resolver el dilema de su política exterior. Erdogan necesita una victoria que pueda ser mediatizada, aunque simbólica, para justificar la ambivalencia del último año y mostrarle a su pueblo que la prudencia del sultán -como le dicen a Erdogan- dictaba la razón. En contraposición, si la apuesta sale mal, Erdogan no solo arriesga su presidencia, sino también su lugar en la historia.