Por: Federico Gaon
El Líbano viene experimentando desde hace un par de meses una crisis institucional. Catalizada por la parálisis del Gobierno, incapaz de dar con una solución al problema de la recolección de basura, con los desechos amontonándose en las calles de Beirut, desde hace dos semanas hay multitudes saliendo a protestar contra las autoridades. Lo que inicialmente se suponía era una manifestación de ciudadanos preocupados por semejante deterioro sanitario, pronto se convirtió en un movimiento masivo, convocado ya no solamente a raíz de la basura, sino también por otros agravios generales que se desprenden de la escena política del país. Vistas en contexto, las protestas en efecto dicen mucho acerca de la disfuncionalidad crónica que afecta al Líbano, uno de los países más desarrollados culturalmente de Medio Oriente y, sin embargo, uno de los más desgarrados por conflictos.
Bajo el lema viralizable de #youstink (apestas), los manifestantes tomaron el incidente de la basura para convertirlo en una crítica general al estado de las cosas. En la Plaza de los Mártires en la capital libanesa, aquella que diez años atrás presenció la llamada Revolución de los Cedros, los citadinos exigen cambios y, vistosamente, las protestas no llevan una agenda sectaria o partisana. Sintetizada, la consigna es “Que se vayan todos” -que renuncien todos los funcionarios implicados en los sucesos recientes, desde el primer ministro al ministro de Interior.
El movimiento de protesta, protagonizado por una audiencia mayoritariamente joven, incluso ha trascendido fuera de las calles. Notoriamente, hace dos semanas, alrededor de treinta activistas ocuparon el Ministerio de Medio Ambiente e hicieron allí una sentada para instar al ministro a renunciar. Al cabo de unas pocas horas las fuerzas de seguridad entraron al edificio y expulsaron violentamente a los manifestantes. Lo cierto en este aspecto es que la crisis se ha tornado sangrienta. Desde que iniciaran las protestas multitudinarias el 22 de agosto, el ejército fue movilizado a las calles y la represión le costó la vida a una persona. Tanto manifestantes como efectivos de seguridad resultaron heridos y la crisis de momento no tiene salida a la vista.
Llamada por los medios como la “crisis de la basura”, esta es la punta del iceberg de los conflictos que afectan la sociedad libanesa. Contextualizando, el Líbano ha sido fraguado históricamente por las divisiones sectarias entre cristianos (principalmente maronitas), chiitas, drusos y sunitas. El país que una vez fuera llamado “la Suiza de Medio Oriente” se desgarró por completo en la década de 1970. En un clima de avasallante polarización entre radicales de izquierda, moderados y radicales religiosos, el país se sumió en una guerra civil, la cual, además del terrible costo humano inherente a los conflictos armados, desbarató al Estado como regente del monopolio de la fuerza y desarticuló su lugar como agente de planificación económica.
En primer lugar, la afiliación sectaria como emisora de identidad e ideología sigue aún muy vigente. Cada comunidad religiosa tiene sus propias plataformas políticas, e incluso cuando adoptan doctrinas seculares, pensar hacer política por fuera de los clivajes sectarios ha sido el principal desafío del Líbano desde su incepción en 1920. Para evitar antagonizar con los colectivos, por regla general, los Gobiernos libaneses irónicamente han evitado gobernar, prefiriendo mantener el statu quo, lo que permitió a cada grupo conservar sus propias escuelas, instituciones y, lo evidentemente más peligroso, sus propias milicias y brazos armados. Este fue uno de los factores que posibilitaron la guerra civil, y al día de hoy -al caso particular de los chiitas- en partes del país no flamea la bandera libanesa, sino más bien aquella de la agrupación proiraní Hezbollah. Esta controla la zona aledaña al aeropuerto de Beirut (el distrito Dahieh), el este libanés alrededor del Valle de la Becá y la región meridional del país. Por ello, el hecho concreto es que Líbano es muy difícil de ser gobernado.
Especialmente cierto desde 2005 en adelante, luego de que Siria se retirara del país tras casi tres décadas de ocupación, Líbano está en un estado de cuasi parálisis política permanente, porque en función de lo expresado recién, sus parlamentarios, antes que compartir una verdadera preocupación federal, están enfrascados en líneas sectarias. Puede destacarse que junto con Hezbollah, el partido chiita de Amal también viene jugando un rol perjuicio para la unidad. En la última década ambas fuerzas han frecuentemente recurrido y cumplido con la amenaza de romper con las coaliciones de Gobierno, para así velar por intereses faccionales, proiraníes y prosirios, a costas de la mayoría.
Vale la pena recalcar que en 2008 (sin representación de las fuerzas chiitas y prosirias que habían renunciado a sus bancas) el Gobierno libanés decidió actuar para clausurar la red de medios paraestatales de Hezbollah. Esta entonces alegó que el Gobierno libanés le había declarado la guerra, y a continuación sucedieron escaramuzas en las calles de Beirut, arrojando a la facción islamista y a sus aliados políticos como ganadores, lo que forzó al Gobierno a tolerar la convivencia con lo que en definitiva es un Estado dentro de otro.
En este sentido, el reciente llamado al “diálogo nacional” por parte del líder de Amal, Nabih Berri, portavoz del Parlamento, resulta inverosímil. De acuerdo con una opinión difundida entre los analistas, posiblemente responde al interés demagógico de Berri por identificarse con la causa de los movilizados y así sumarse réditos políticos. Sin embargo, y con justa razón, los protestantes agrupados en la consigna #youstink son escépticos a las iniciativas promovidas desde los partidos chiitas. Dadas sus alianzas internacionales, estos espurrian más faccionalismo que las otras fuerzas políticas.
El último hecho que da cuenta de esta disfuncionalidad no es tanto la crisis de basura por sí sola, sino que el país no tenga presidente formal desde hace más de un año. Aunque el rol del presidente es más que nada ceremonial, se concede que ejerce una influencia importante en el establishment político. El punto está en que en 2014 los parlamentarios no se pudieron poner de acuerdo y ningún candidato recibió los dos tercios de los votos necesarios para ser presidente. En añadidura, el Parlamento se autoextendió su mandato sin llamar a elecciones generales.
El otro aspecto determinante, en segundo lugar, de la política libanesa, resulta en la incapacidad del Estado por impartir políticas económicas, o tomar un papel activo en la planificación general a largo plazo. El colmo de esto se ve precisamente en la cuestión de la basura. El vertedero de Naameh, ubicado en las montañas al sureste de Beirut, fue originalmente inaugurado en 1997 como una solución a corto plazo, recibiendo los desechos de la mitad de la población. Se suponía que estaría abierto solamente por unos pocos años, hasta que una solución definitiva fuese encontrada. Pasaron los años, y para la fecha prevista de su clausura definitiva, el último julio, el Gobierno no contaba con ninguna alternativa. Indignados, colmado el basurero con quince millones de toneladas de desechos, los habitantes de las cercanías decidieron bloquear las rutas y prohibir el paso para no empeorar la ya de por sí insalubre situación a la que se enfrentan.
En rigor, las actuales protestas hacen eco de todos los agravios que merman el desarrollo del Líbano como nación. Con el problema de las montañas de basura como disparador, la nueva generación de libaneses lamenta el permanente deterioro en la infraestructura, en el entramado institucional y en la permanencia de un esprit de corps sectario. Líbano vive una situación crítica que podría deteriorarse rápidamente. Sumando leña a los problemas domésticos, en tanto continúe la guerra en Siria y en Irak, el Gobierno debe lidiar con las posibles amenazas provenientes del yihadismo. Además, en Líbano viven 1,1 millones de refugiados sirios, que representan el exorbitante 25 % de la población total del país.