Por: Federico Gaon
A menos de un año del atentado a Charlie Hebdo y a Hyper Cacher, el terrorismo islámico vuelve a desgarrar a los parisinos y despierta nuevamente desasosiego entre los occidentales. Otra vez, los medios describen las escenas de luto y resquemor en una capital europea asediada por una fuerza transnacional invisible al transeúnte. Tal como ya acostumbra suceder en la inmediatez de un ataque terrorista, la gente comienza a preguntarse el porqué, a divagar sobre las razones que vienen detrás, y a tratar de dar con las motivaciones de los asesinos. Basta con prender la televisión y sintonizar una cadena internacional para apreciar que el debate, de uno u otro modo, siempre termina girando en torno al “¿Por qué nos odian tanto?”. A esto se suma el agravante de que Francia ha sufrido el ataque terrorista más terrible de su historia y que los perpetradores amenazan con nuevas incursiones contra los “apóstatas” y los “cruzados”. Sin embargo, aunque la evidencia del fervor antioccidental de los yihadistas está al alcance, muchos intelectuales están empecinados en dar con respuestas erráticas.
Si hay algo que hay que comprender, es que el islam radical, con independencia de sus ramificaciones, constituye un movimiento internacional abocado a la guerra santa. Esto implica que los yihadistas reivindican precisamente el concepto de “choque de civilizaciones” como propio, afirmándolo como un cauce natural de la historia, donde lo que está en juego es la supremacía del islam como religión y sistema universal. En segundo término, los extremistas interpretan las fuentes musulmanas en una usanza literal y abyecta. Rechazan tajantemente toda innovación que la cultura, la ciencia y el pensamiento político puedan impregnar sobre la religión y, por ende, se rehúsan a comprometer el dominio sagrado con la esfera de lo secular y lo profano. Lo cierto es que los yihadistas le han declarado la guerra a Occidente y a todos los sistemas de pensamiento que este representa. En la lista de enemigos del Estado Islámico (ISIS) caben los nacionalistas, los ateos, los judíos, los cristianos, los demócratas, los conservadores. En definitiva, quien no suscriba a la lectura arcaica de los yihadistas es un enemigo.
Entonces, ¿por qué Francia? Porque representa el paradigma de la sociedad multicultural, la cual, paradójicamente, a partir de sus valores laicos y pluralistas, ha visto desarrollar en territorio francés la minoría musulmana más extensa de Europa. Que más de cinco millones de galos sean musulmanes no ha aminorado la marcha de los yihadistas hacia Francia, sino todo lo contrario. Le ha permitido a los radicales atrincherarse en las zonas liberadas, las llamadas zones urbaines sensibles (ZUZ), en donde rige la sharia, la ley islámica y no la ley del Estado. El éxito de los extremistas es tal que han logrado reclutar voluntarios dispuestos a colaborar y sacrificarse en pos de una campaña global dirigida a censurar toda expresión cultural o intelectual. Se trata, en fin, de una guerra contra la cultura occidental en todas sus formas.
Cerrar las fronteras y aumentar los controles intraeuropeos son en este momento medidas necesarias, pero por sí solas no prevendrán otro atentado. Se necesita coraje y determinación para tomar al toro por las astas. En este aspecto, la realidad es que los yihadistas, además de entrenarse en Medio Oriente, también se organizan en ciertas comunidades musulmanas cerradas como antisistémicas. Como advertía en un artículo reciente, de acuerdo con el Ministerio del Interior francés, los extremistas estarían dominando 89 mezquitas en el país. En mi opinión, el fracaso en prevenir los atentados de esta semana, que dejaron un saldo de más de 130 muertos y centenares de heridos, se debe primariamente a la reticencia del Gobierno galo por tomar medidas duras e insensibles al discurso políticamente correcto. Las fuerzas de seguridad deberían hacerse presente en todas las zonas críticas para acabar con las ZUZ de una vez por todas. Quizás más importante —una cuestión de principio—, las autoridades deben perderle el miedo a intervenir en los lugares de culto polemizados por los servicios de inteligencia.
Por otro lado, los europeos en general deben reconocer que no existe otra manera de disuadir a los terroristas que no sea la fuerza bruta, pues es el único lenguaje que conocen. En este punto, el comportamiento de Occidente proyecta debilidad, en tanto, irónicamente, sus valores liberales se le están volviendo en su contra. Barrios enteros en ciudades francesas, británicas y suecas, son administrados, ipso facto, por juristas religiosos y no por las autoridades estatales competentes.
Muchos académicos suponen que gran parte del rencor que los yihadistas guardan hacia Occidente tiene que ver con la continuidad del conflicto palestino-israelí. Sólo por poner un ejemplo, hace pocos días tuve la oportunidad de compartir una cena con un académico de la Universidad del Mármara en Estambul, quien, en efecto, entre otras cosas arguyó que la irresolución del embate entre árabes e israelíes se interrelaciona con el auge del radicalismo islámico. Yo no podría estar más en desacuerdo y la prueba está en que ante grupos insurgentes como Al-Qaeda, ISIS y Boko Haram, hagan lo que hagan, los Estados europeos son entes cruzados, en una conflagración irreversible y trascendental con el mundo islámico. Por ello, es un error determinar que la animosidad de los musulmanes hacia Israel estriba enteramente en una disputa territorial. Es evidente que existe una carga religiosa inmensa en juego y, al caso, como Israel es un bastión occidental en Medio Oriente, los yihadistas lo consideran la extensión de un hegemón más grande al que están destinados a derrotar.
No obstante, precisamente porque el terrorismo suele priorizar los blancos judíos o israelíes por sobre los demás, analistas y comentaristas han caído en la trampa, en la ilusa noción de que Europa puede comprar seguridad soltándole la mano a Israel. De hecho, se coteja la hipótesis de que los terroristas escogieron la sala Bataclan porque en el lugar suelen organizarse eventos proisraelíes. Con el conflicto israelí-palestino a todo galope, quienes toman las decisiones en el continente quieren distanciarse del Estado judío, con la necia ilusión de que así podrán calmar los nervios de sus musulmanes enojados. De este modo, cabe citar que la semana pasada la Unión Europea decidió etiquetar todos los productos fabricados en asentamientos israelíes en Cisjordania. No es coincidencia que esto se produzca en plena crisis por los refugiados sirios y la amenaza latente representada por los operativos del ISIS. En suma, podría decirse que los políticos europeos han tomado una postura cínica y cobarde, al suponer que pueden desembarazarse de Israel, cuando el quid de la cuestión yace en otro lugar.
Al fin y al cabo, el problema de fondo es la arremetida de una insurgencia islámica transnacional contra las sociedades libres. Si Francia quiere evitar otro atentado y preservar para la posteridad su modo de vida democrático, sus políticos y sus intelectuales deben reconocer que existe un problema atroz en ciertos nichos de su colectivo musulmán, y deben tomar medidas al respecto. Rezar por la paz no bastará. El diálogo interreligioso, aunque beneficioso y necesario, no alcanzará. Las guerras no se ganan con buenas intenciones. Debe tenerse presente, además, que antes que ser causado por inequidades de índole económica, el terrorismo se fundamenta en ideologías que rinden culto a la muerte.
Francia y los países occidentales deben dejar de relativizar sus valores y abrazar su identidad. Desde ya, los musulmanes rectos tienen un papel importantísimo que jugar para contrarrestar la tendencia extremista. Pero en tanto estos no reconozcan que hay un severo problema en el seno de su comunidad y las autoridades no tomen medidas duras, el fantasma de los atentados volverá a manifestarse. De ocurrir otro ataque, será la trágica conclusión de una crónica anunciada.