Finalmente se hace justicia en el caso de las mensualidades (un esquema de compra de votos de parlamentarios) en Brasil. Escribo sin ningún júbilo: es triste ver en la cárcel a gente que en otras épocas luchó con desprendimiento. Está presa al lado de otros que se dedicaron a forrarse los bolsillos y a pagar sus campañas a costa del tesoro público.
Más melancólico aún es ver a personas que antes se la jugaban por sus ideales –aunque fueran éstos controvertidos– levantando el puño como si vivieran una situación revolucionaria en el mismo instante en que juran fidelidad a la Constitución. ¿Dónde está la revolución? Gesticulan como si fueran un Lenin que recibiera dinero sucio y lo usara no para construir una “sociedad nueva”.
Nada de eso. Apenas ayudaron a cimentar un bloque de fuerzas que vive de la mercantilización de la política y del uso del Estado para perpetuarse en el poder. De poco sirve la escenificación grotesca, de no ser para confortar a quien la realiza y engañar a sus seguidores más crédulos.
Basta de tanta estafa. La condena por los delitos de las mensualidades se dio en plena vigencia del estado de derecho, en un momento en el cual el Ejecutivo está ejercido por el Partido de los Trabajadores, cuyo gobierno designó a la mayoría de los magistrados del Supremo Tribunal Federal. No se violaron las garantías legales de los acusados ni el proceso legal debido.
Entonces, ¿por qué la escenificación? El significado es claro: elecciones a la vista. Es preciso mentir, autoengañarse y repetir el mantra. No es por casualidad que la dirección del PT amplifica la escenificación y el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva dice que la mejor respuesta a la condena de los implicados en las mensualidades es reelegir a la presidenta Dilma Rousseff.
Siempre ha sido así, desde la apropiación de las políticas de protección social hasta la idea extraña de que la estabilización de la economía se debió al gobierno del PT. Se olvidaron de las palabras airadas que lanzaron contra lo que hoy alaban y las múltiples acciones que emprendieron en el STF para derribar las medidas de saneamiento. Lo que cuenta es el mantenimiento del poder.
Con una tonada semejante, el mago del ilusionismo hace coro. Es más, en este caso, quién sabe si un lapsus verbal expresó sinceridad: estamos juntos, dijo Lula. Asumió medio de pasada su porción de responsabilidad, al menos en relación con los compañeros a quienes tanto debe. ¿Y qué decirle al país?
Reitero, escribo todo esto con melancolía, no sólo porque no me agrada ver gente encarcelada, aunque reconozca la legalidad y la necesidad de la decisión, sino principalmente porque tanto las acciones que llevaron a tan infeliz desenlace como la cortina de mentiras que alimenta el aura de heroísmo son parte del amplio proceso de alienación que afecta a la sociedad brasileña. Pocos han tenido la capacidad de percibir el alcance destructor de los procedimientos que permiten reproducir el bloque de poder hegemónico; son menos numerosos todavía los que han tenido el valor de gritar contra esas prácticas.
Es enorme el arco de alianzas políticas en el Congreso, cuyos miembros se benefician de pertenecer a la “base aliada” de apoyo al gobierno. Callan ante el caso de las mensualidades y otras transgresiones, como si el “hegemonismo petista” que los mantiene fuera compatible con la democracia. ¿Qué puede decirse, entonces, de la élite empresarial que se ceba con los empréstitos públicos y enmudece ante las fechorías de la política del PT y de sus acólitos? ¿O de la otrora combativa dirigencia sindical, hoy acomodada en las ganancias del poder?
No hay nada nuevo en lo que escribo. Muchos saben que el rey está desnudo pero pocos lo señalan. De ahí la desconfianza en la élite política entre la opinión pública más esclarecida. Cuando alguien denuncia a los involucrados, como hizo en este caso el magistrado Joaquim Barbosa, que estructuró el proceso y desnudó la corrupción, se teme que, al dejar éste la presidencia del STF, la onda moralizadora dé marcha atrás. Es evidente, pues, la desconfianza en las instituciones a tal punto que se cree más en las personas, sin percibir que por ese camino regresaremos a los salvadores de la patria. Son señales alarmantes.
Los seguidores del ex presidente Lula y de la política del PT, por ser crédulos quizá sean menos responsables por la situación a la que llegamos que los cínicos, los timoratos, los oportunistas, las élites interesadas que fingen no ver lo que está a la vista de todo el mundo. ¿Qué se puede decir entonces de las prácticas políticas? ¡No dan más! Estamos por ver una campaña electoral más bajo el signo del embuste. La candidata oficial, por la posición que ocupa, tiene cada acto multiplicado por los medios de comunicación. Como en la práctica se confunde el ejercicio del poder con la campaña electoral, ya entramos en el periodo de disputa –una disputa desigual en la cual solo un lado habla y la oposición, aunque grite, no encuentra eco. Y, seamos francos, estamos gritando poco.
Es preciso decir con valor, sencillez y de manera directa, como hicieron algunos ministros del STF, que la democracia no se compagina con la corrupción ni con las distorsiones que llevan al favorecimiento de los amigos. No estamos ante un marco electoral normal. La hegemonía de un partido que no consigue deslindarse de las creencias mesiánicas y autoritarias, el acobardamiento de otros y la impotencia de la oposición están permitiendo el montaje de un sistema de poder que, si es duradero, implicará riesgos de regresión irreversible.
Escudado en las arcas públicas, el gobierno del PT abusa del crédito fácil que agrada no sólo a los consumidores, sino en mucho mayor grado, a los audaces que montan sus estrategias empresariales en las facilidades dadas a los amigos del rey. La infiltración de los órganos del estado por la militancia ávida y por los oportunistas que quieren beneficiarse del estado distorsiona las prácticas republicanas.
Todo esto es archisabido. Es necesario ponerle un hasta aquí a los desmanes, proceso que en una democracia sólo conoce un camino: el de las urnas. Es necesario deshacer en la conciencia popular, con sinceridad y claridad, el manto de ilusiones con que la política de Lula y del PT vendió su mercancía – con la palabra de la oposición y de quienes tengan más conciencia de los peligros que corremos.